domingo, 19 de diciembre de 2010

El desespero de Chávez.

Mariadela Linares



No es para menos. Si al ya casi insuperable déficit de viviendas, que según cifras que nunca son oficiales porque las estadísticas suelen ser escurridizas, alcanza los dos millones de unidades, le sumamos la grave situación planteada desde La Guajira hasta Nueva Esparta, por el chaparrón de calamidades que nos ha caído encima, no es difícil entender que tengamos a un Presidente desesperado.

Es muy cómodo para la oposición, porque siempre es más fácil criticar que resolver, hacer una toma de un rostro desencajado por ahí y sumarle una que otra declaración de algún afectado que con absoluta razón expresa su angustia, para inducir en el pensamiento colectivo la percepción de que la lluvia de desastres que sufrimos es un producto de la improvisación e incapacidad gubernamental. En esa línea hay, cuando menos, una carga de mezquindad rayana en lo enfermizo. Creo que el venezolano común puede comprender, sin mucha dificultad, que si el Gobierno no se hubiese empleado a fondo en esta tragedia, como efectivamente lo ha hecho, las cosas estarían mucho peor. Eso está a la vista. Las decenas de ranchos venidos abajo sin víctimas, son testimonio de esa realidad.

Chávez se ha tomado el tema de la vivienda como una cuestión personal. Eso está bien. Lo que sí es un exceso es que pretenda ocuparse, no sólo de garantizarle el techo a los damnificados, sino también de afanarse por proveerles desde la nevera hasta la cobija, sin percatarse de que mientras más generoso sea el Gobierno, mayores serán las exigencias. Por esa vía de la atención directa y personalizada nunca se logrará dar respuesta a las necesidades de tan cuantioso número de personas. Cada venezolano sin vivienda, damnificado o no, pero con el sueño y el derecho de querer la suya, terminará aspirando a que el Presidente le otorgue la propia, equipada con todo. Aquel viejo refrán de que es más útil enseñar a pescar que darle el pescado a la gente, terminará cayendo en la obsolescencia del refranero popular.

En días pasados escuchaba en un programa que conduce el experto petrolero David Paravisini, opiniones en relación a la necesidad o no de aumentar el precio de la gasolina, y me sorprendí al percatarme que aún existe tal cantidad de defensores de la "gratuidad" del combustible que consumimos, como si ese fuese un derecho de los venezolanos sólo por contar con un suelo rico en recursos energéticos. El fantasma del 27F ronda en la cabeza de muchos y convierte el ridículo precio que pagamos por la gasolina en un símbolo del poder popular, y no en un vulgar subsidio que termina beneficiando más a los poseedores de miles de lujosos carros que circulan por todo el país, con un tanque lleno por un valor inferior al de un vaso de agua.

Nos hemos acostumbrado a exigir y a no dar nada a cambio, porque hemos tenido recursos para financiar lo que queramos. Pero todo tiene un límite y el dinero también se agota. Levantar y equipar una por una, todas las viviendas que hacen falta en el país para superar el déficit, nos va a conducir a que, por más que sumemos, el saldo siempre será negativo. El Presidente, para bajar su angustia, tiene que aprender a delegar, y no sólo en los cuatro gatos que lo rodean fielmente, sino en muchos otros con competencia y capacidad para arrimarle el hombro y ayudarle a construir país. Es la única forma de multiplicar que es lo que importa.

Mlinar2004@yahoo.es




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