lunes, 9 de agosto de 2010

El fin de un hombre, el fortalecimiento de un continente.

SOL LINARES


(Trujillo, 11 de junio de 1960). Docente, poeta, escritora, ganó recién el I Premio Latinoamericano del Alba.

Cuando un hombre empeña su integridad a cambio de un bien fácil, y por lo general, transitorio, sólo a él le salen costosas sus propias deudas morales. Pero cuando un hombre, o cierto grupo de ellos, empeñan la seguridad y el decoro de una nación, nos cuesta a todos pagar sus errores. Uribe es un hombre que transita por la cúspide más álgida de su deshonra. Ha insistido en hacer de su propio tiempo histórico, ese tiempo individual, poderoso y definitivo, una preciosa joya de la traición, la cual se exhibirá al lado de las traiciones más escandalosas en el museo de los actos humanos.

¡Con cuánto escrúpulo, con cuánta puntería, ha logrado este hombre zurcirse a la medida de su miseria! Hallándose sin salida, viendo que no es posible regresar por el mismo camino que lo trajo y enmendarse, endeudado moralmente con un pueblo que no le merece, viendo que todo cuanto ha sido y hecho limita con lo irreversible, cierra los ojos y toma fuerzas para terminar de lanzarse al despeñadero, el mismo despeñadero por donde pretende arrojar la paz latinoamericana que tan costosa fue a los pueblos originarios y es todavía para todos nosotros. Yo misma, siendo tu madre, jamás te habría dejado nacer, aunque con ello me hubiera ganado mi propia deshonra.

Pero naciste, hombre maligno, para maldecir el vientre de tu madre y la bondad de tu patria. En vano fueron los pujos, los dolores del cuerpo de tu madre, malgastada la tinta inscrita como fe de tu nacimiento, malgastado incluso todo el esplendor de la bella Colombia que te acuna. Ahora eres esclavo de tus deudores, y arrastras, en el negocio en el que sólo podía haberse cobrado a tu alma, la libertad de un pueblo entero.

¿Cómo pueden las acciones de un hombre barato salirnos tan costosas a todos? No te contentó negociar a tu pueblo, endosarlo en un cheque en blanco al portador, sino, amedrentado por el hambre ávida de tu amo, por cierto de reconocida insaciabilidad, firmaste la venta de Venezuela, como si fuera tuya. ¿Cómo puedes sostenerte a ti mismo o cómo soporta tu mano no acabar con lo que eres? ¿Cómo no ha podido Colombia reivindicar a Fuenteovejuna? Dudad del hombre pequeño, desabrido y carente de gracias, diría mi abuela Martina, suelen odiar a los grandes hombres, no por la grandeza de aquellos, sino por su propia pequeñez. Fuera del honor, ¿qué sostiene al hombre?, me pregunto.

La guerra por la guerra es, en suma, la concreción patológica de hombres desencontrados, insatisfechos, cuyo carácter débil es seducido por la engañosa fastuosidad de un poder cada vez más ficticio, alimentado por desacuerdos cada vez más domésticos.

La guerra entre Venezuela y Colombia es, de todo a todo, completamente ridícula e irrealizable. Cada nación ha sido tejida sólidamente a la altura de su propia dignidad, y le corresponde precisamente a Latinoamérica demostrarle al mundo, en este principio de siglo, que la guerra no es el medio para ningún tipo de fin.

No hay tiempo ni paciencia para dejar a la divinidad el juicio a los hombres que contradicen la naturaleza de lo humano, de lo fraterno. Seamos nosotros mismos, más expeditos seguramente, quienes desterremos de este continente a quien se aventure a desestabilizar la paz. Quedas desterrado para siempre, Álvaro Uribe, del gran corazón latinoamericano. Ya no eres hijo de nadie, le quedaste demasiado pequeño a las ideas que retumban en esta tierra noble.

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