Roberto Hernández Montoya.
Nacimiento aparatoso el de Atenea, que brotó adulta y armada de la cabeza de su padre Zeus y lanzó un grito de guerra que estremeció el Universo. Esa metáfora portentosa no se puede cantar, ni poner en música, ni bailar, ni pintar, ni esculpir. Solo se puede decir, porque solo las palabras pueden estremecer el Universo.
Hay un poema de Waldo Leyva, que me ha encendido una imagen inquietante: una película. Dice:
Fragmentos ignorados
Fue una mansión, no hay dudas, opulenta,
hay cierta dignidad en los escombros,
cierta nobleza en la argamasa,
una luz especial que brota de la arcilla.
En el espacio muerto se descubren temblores.
Un aroma distinto recorre los desechos
donde subsisten fragmentos ignorados
de cerámica griega,
polvo de arena dorada por el Nilo,
y el ojo del venado
que iluminó el tapiz donde siempre moría.
Sólo el muro del fondo sigue en pie
y en el centro del muro
un hueco diminuto, disimulado por la sombra,
todavía presente, de algún cuadro.
Es un túnel labrado con paciencia
para comunicar aquella habitación del fondo de la casa
con el jardín, la calle, el infinito.
Quiero detenerme en este instante infinito que me apadrina el poema. Conjeturo una cámara por la casa, de la vieja Habana, en esa aflicción perennizada del abandono, casi sin color, más bien en el color en que se agolpan las cosas en la agonía, según palabras de Eliseo Diego. La cámara acaricia detalles, los recorre como alargamos un mimo sobre una piel amada, lánguidamente, estudiadamente, absorbiendo la imagen, haciéndola parte nuestra, transfigurando los escombros en símbolos eternos, haciéndonos zombis de aquella casa.
Y algo más: hay voces, vagas, que dictan frases entrecortadas, apenas inteligibles, de distintas edades, de mujer, de varón, tal vez fragmentos de una radionovela remota, ecos de Félix B. Caignet, de su Derecho de nacer, o de Paradiso, todo eso revuelto, desmoronado y amontonado en pulsiones de me-moria de muertos que sí salen, que anduvieron por esa casa en su esplendor intacto, y que ahora andan penando como esos nombres regados por la sabana, según cuenta Rómulo Gallegos cuando Cantaclaro dice su nombre a la orilla de la mata:
Mata del Ánima Sola
boquerón de Banco Largo,
ya podrás decir ahora
que aquí durmió Cantaclaro
Son voces como las que tantas veces escuché en el patio de mi casa en Valencia, cuando niño, y que nunca más he oído, porque ni en Caracas ni en la Valencia de hoy vive el silencio que protege las voces lejanas que nos lleguen desmembradas por multitud de ecos, incomprensibles. Pero en mi hipotética película las voces emanan palabras claras, frases, limaduras de dichos que alguna vez significaron algo, «atroz o banal», diría Borges, significaron algo completo, dentro de una plática aburrida o amena, airada o melosa, displicente o solemne, un regaño, gritos y susurros de vidas que ya no existen sino en nuestra conjetura ante casas que entraron en la muerte en cámara lenta, hasta que una acción renovadora de la humanidad las devuelva a una vida sin las egolatrías de aquellos lejanos habitantes cuyas voces conjeturamos para una película imaginaria que ojalá alguien haga algún día, tal vez yo mismo, quién sabe.
roberto.hernandez.montoya@gmail.com
Hay un poema de Waldo Leyva, que me ha encendido una imagen inquietante: una película. Dice:
Fragmentos ignorados
Fue una mansión, no hay dudas, opulenta,
hay cierta dignidad en los escombros,
cierta nobleza en la argamasa,
una luz especial que brota de la arcilla.
En el espacio muerto se descubren temblores.
Un aroma distinto recorre los desechos
donde subsisten fragmentos ignorados
de cerámica griega,
polvo de arena dorada por el Nilo,
y el ojo del venado
que iluminó el tapiz donde siempre moría.
Sólo el muro del fondo sigue en pie
y en el centro del muro
un hueco diminuto, disimulado por la sombra,
todavía presente, de algún cuadro.
Es un túnel labrado con paciencia
para comunicar aquella habitación del fondo de la casa
con el jardín, la calle, el infinito.
Quiero detenerme en este instante infinito que me apadrina el poema. Conjeturo una cámara por la casa, de la vieja Habana, en esa aflicción perennizada del abandono, casi sin color, más bien en el color en que se agolpan las cosas en la agonía, según palabras de Eliseo Diego. La cámara acaricia detalles, los recorre como alargamos un mimo sobre una piel amada, lánguidamente, estudiadamente, absorbiendo la imagen, haciéndola parte nuestra, transfigurando los escombros en símbolos eternos, haciéndonos zombis de aquella casa.
Y algo más: hay voces, vagas, que dictan frases entrecortadas, apenas inteligibles, de distintas edades, de mujer, de varón, tal vez fragmentos de una radionovela remota, ecos de Félix B. Caignet, de su Derecho de nacer, o de Paradiso, todo eso revuelto, desmoronado y amontonado en pulsiones de me-moria de muertos que sí salen, que anduvieron por esa casa en su esplendor intacto, y que ahora andan penando como esos nombres regados por la sabana, según cuenta Rómulo Gallegos cuando Cantaclaro dice su nombre a la orilla de la mata:
Mata del Ánima Sola
boquerón de Banco Largo,
ya podrás decir ahora
que aquí durmió Cantaclaro
Son voces como las que tantas veces escuché en el patio de mi casa en Valencia, cuando niño, y que nunca más he oído, porque ni en Caracas ni en la Valencia de hoy vive el silencio que protege las voces lejanas que nos lleguen desmembradas por multitud de ecos, incomprensibles. Pero en mi hipotética película las voces emanan palabras claras, frases, limaduras de dichos que alguna vez significaron algo, «atroz o banal», diría Borges, significaron algo completo, dentro de una plática aburrida o amena, airada o melosa, displicente o solemne, un regaño, gritos y susurros de vidas que ya no existen sino en nuestra conjetura ante casas que entraron en la muerte en cámara lenta, hasta que una acción renovadora de la humanidad las devuelva a una vida sin las egolatrías de aquellos lejanos habitantes cuyas voces conjeturamos para una película imaginaria que ojalá alguien haga algún día, tal vez yo mismo, quién sabe.
roberto.hernandez.montoya@gmail.com
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