LUIS BRITTO GARCÍA.
El imaginario convencional sobre la Independencia insiste en fulminantes cargas llaneras o empeñosos cruces de los Andes.
Pero como exiliado o invasor, Bolívar surcó ágilmente el Caribe, consideró puntos clave las ciudades puertos, fundó cerca de Estados Unidos la “República de las Floridas”, selló la Independencia de Venezuela con las batallas del Lago de Maracaibo y de las Bocas del Orinoco, movilizó ejércitos por mar en el Pacífico, planificó el Canal de Panamá, y junto con el Congreso Anfictiónico, preparó una invasión naval para independizar a Cuba, según explico en El pensamiento del Libertador. Pocos autores han levado anclas con este capitán que comprendió que el mar libera.
Pantallas sin mar. En dos siglos de vida republicana, las ciudades puertos exportan cosechas y minerales y reciben desde las nuevas metrópolis instrucciones y modas culturales en barcos extranjeros. Apenas tres novelas narran nuestro mar: Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez; Dámaso Velásquez, de Antonio Arraiz; y Pirata, de quien suscribe. Escasos cuentos describen nuestro mundo marino: Marina, de Rómulo Gallegos; La balandra Isabel llegó esta tarde y La mano junto al muro, de Guillermo Meneses; Simeon Calamaris, de Arturo Úslar Pietri; La perla, de Enrique Bernardo Núñez. Son narrativas que versan más sobre los puertos que sobre el proceloso mar. Más abundante y dispersa es la poesía marina, desde Cruz Salmerón Acosta hasta Andrés Eloy Blanco, pasando por Ana Enriqueta Terán, Miguel Otero Silva, Aquiles Nazoa en su magistral Polo Doliente y Ramón Palomares en su ontológico El hijo pródigo. Escasas películas, Araya de Margot Benacerraf y La balandra Isabel llegó esta tarde de Carlos Hugo Christensen, Simplicio de Franco Rubartelli y Carpión Milagrero de Michel Katz reflejan nuestro mar. Hace tres años espera La Planta Insolente, proyecto fílmico de Román Chalbaud sobre la agresión de acorazados de Inglaterra, Alemania e Italia en 1902. El océano ausente de las pantallas, sin embargo, salva nuestra vida. Confundimos el mar con la felicidad.
Inmigrantes y revolucionarios. ¿Carecen nuestras dilatadas costas de gravitación sobre la vida nacional? Afirma Ferdinand Braudel que durante la Colonia la mitad del comercio con América se hizo por vía ilegal. Igual pasó en la vida republicana. Por el mar llegaron los africanos de Birongo y los sefardíes de Coro y los alemanes de la Colonia Tovar y los corsos de Carúpano y los demás torrentes inmigratorios. Por él zarparon hace un siglo buzos margariteños a pescar perlas en el mar Rojo. Apenas José Rafael Pocaterra en Memorias de un venezolano de la decadencia, Federico Vegas en Falke y Miguel Otero Silva en Fiebre narran las quijotescas invasiones navales contra Gómez. Para tantos oleajes falta un Homero.
Tanqueros y cargueros. No hay ocupación física del espacio sin generación de un imaginario de magnitud equiparable. En mis tiempos de velerista, casi no encontré navegantes venezolanos. Transnacionales de la contaminación sembraron de desechos tóxicos nuestras playas. Multinacionales de la pesca de arrastre devastan nuestros recursos.
Pantallas sin mar. En dos siglos de vida republicana, las ciudades puertos exportan cosechas y minerales y reciben desde las nuevas metrópolis instrucciones y modas culturales en barcos extranjeros. Apenas tres novelas narran nuestro mar: Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez; Dámaso Velásquez, de Antonio Arraiz; y Pirata, de quien suscribe. Escasos cuentos describen nuestro mundo marino: Marina, de Rómulo Gallegos; La balandra Isabel llegó esta tarde y La mano junto al muro, de Guillermo Meneses; Simeon Calamaris, de Arturo Úslar Pietri; La perla, de Enrique Bernardo Núñez. Son narrativas que versan más sobre los puertos que sobre el proceloso mar. Más abundante y dispersa es la poesía marina, desde Cruz Salmerón Acosta hasta Andrés Eloy Blanco, pasando por Ana Enriqueta Terán, Miguel Otero Silva, Aquiles Nazoa en su magistral Polo Doliente y Ramón Palomares en su ontológico El hijo pródigo. Escasas películas, Araya de Margot Benacerraf y La balandra Isabel llegó esta tarde de Carlos Hugo Christensen, Simplicio de Franco Rubartelli y Carpión Milagrero de Michel Katz reflejan nuestro mar. Hace tres años espera La Planta Insolente, proyecto fílmico de Román Chalbaud sobre la agresión de acorazados de Inglaterra, Alemania e Italia en 1902. El océano ausente de las pantallas, sin embargo, salva nuestra vida. Confundimos el mar con la felicidad.
Inmigrantes y revolucionarios. ¿Carecen nuestras dilatadas costas de gravitación sobre la vida nacional? Afirma Ferdinand Braudel que durante la Colonia la mitad del comercio con América se hizo por vía ilegal. Igual pasó en la vida republicana. Por el mar llegaron los africanos de Birongo y los sefardíes de Coro y los alemanes de la Colonia Tovar y los corsos de Carúpano y los demás torrentes inmigratorios. Por él zarparon hace un siglo buzos margariteños a pescar perlas en el mar Rojo. Apenas José Rafael Pocaterra en Memorias de un venezolano de la decadencia, Federico Vegas en Falke y Miguel Otero Silva en Fiebre narran las quijotescas invasiones navales contra Gómez. Para tantos oleajes falta un Homero.
Tanqueros y cargueros. No hay ocupación física del espacio sin generación de un imaginario de magnitud equiparable. En mis tiempos de velerista, casi no encontré navegantes venezolanos. Transnacionales de la contaminación sembraron de desechos tóxicos nuestras playas. Multinacionales de la pesca de arrastre devastan nuestros recursos.
Transnacionales turísticas instalan enclaves ilegales en parques nacionales como Los Roques. El sabotaje petrolero de 2002 nos recordó cuánto dependemos de tanqueros que exportan hidrocarburos y cargueros que importan alimentos. Desde Curazao apuntan contra nosotros bases estadounidenses. Por el Caribe ronda amenazándonos la IV Flota. Guyana y Colombia nos disputan nuestras aguas. Hace poco recuperamos la Compañía Venezolana de Navegación, que nos comunica con el mundo. Apenas en 2011 declaramos Territorio Insular Miranda a nuestras islas y centralizamos en Los Roques su administración. Para que el mar sea nuestro, debemos pertenecerle. No basta con surcarlo: hay que pensarlo y soñarlo.
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