Carola Chávez
Y uno llega a Caracas y la vida se hace intensa. Taxi, a FILVEN por favor, y me encuentro en plena autopista de Prados del Este conversando con mi amigo taxista sobre La Caverna de Platón y luego un poco de Gramsci, cortesía de la Universidad Bolivariana. Así empieza la plenitud de mis días caraqueños.
No ha abierto FILVEN y decenas de niños de distintas escuelas se preparan para recorrer la feria con sus maestras. Pasa una muchacha disfrazada de oso seguida de una abeja y un extraño payaso, los niños ríen alegres y yo, contagiada y conmovida, me río con ellos. Faltan diez minutos para las diez y ya hay gente esperando encontrarse con sus libros, sus autores, sus amigos, porque en la feria todos somos amigos, y uno habla, y se toma un cafecito con uno de esos viejos amigos que hasta ahora no conocía.
En FILVEN un encargado de mantenimiento y limpieza me invita un café y habla de libros de los que leyó y los que espera leer. Me guía por la feria, me recomienda lecturas y la Kiki, siempre caminando a mi lado, no puede creer que el señor que limpia sepa tanto, cosa peligrosa, pensaría la Kiki si la Kiki pensara como Doña Marifer Popof, pero la Kiki no piensa, ella imita.
Es un peligro que el pueblo lea. Un señor de limpieza lector ya no será un barrendero llenándole el bolsillo al dueño de la empresa de mantenimiento. Un señor de limpieza lector hace una cooperativa y consigue el contrato para mantener su Feria del Libro limpiecita y lo hace con gusto. El señor de limpieza lector entiende y ya no se deja explotar… ¡Oligarcas temblad!
Pero ni FILVEN dura todo el año ni Caracas es solo FILVEN, además que la responsabilidad me obliga a salir del paraíso literario y correr a la Plaza Bolívar, a mi periódico querido, a escribir la crónica que ahora están leyendo. Menos mal que existen obligaciones como ésta, que además de ser deliciosas, te llevan a caminar por el Centro de Caracas, a ser un poquito irresponsable y demorar la llegada tomando un chocolate espesito, de esos que se beben con los ojos cerrados, como para retener el momento, como para atrapar la felicidad con las pestañas apretadas.
Una risa de niño me hace abrir los ojos chocolatosos y entiendo que la felicidad no se va, está ahí en plena plaza, en las calles, en la gente que camina por sus calles hoy preciosas, caminables, por su Caracas amable.
Caracas cambia y recupera la belleza que le robó la desidia, la mezquindad de quienes pretendieron venderla como chatarra para luego resentirla y soñar con vivir en Miami. Pero Caracas, como siempre, resistió, los caraqueños resistimos, y nos levantamos. Y yo caraqueña, que nunca ha podido vivir demasiado tiempo en mi ciudad adorada, celebro estos poquitos días intensos tecleando mi felicidad con la piel de gallina, y los ojos aguados escondidos detrás de una sonrisa.
Soy feliz en Caracas.
tongorocho@gmail.com
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