viernes, 26 de febrero de 2010

Colombia, inmenso cementerio sembrado de fosas comunes.


Hernán Mena Cifuentes

En Colombia se registraron hace una semana dos eventos que confirman el estado de terror en el que se halla inmerso el país, asolado por un ejército de asesinos, negación y vergüenza del honor militar, y por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), su cómplice en crímenes de lesa humanidad, cuya existencia era negada insistentemente por el régimen, asegurando que había sido desmantelada.

Espanto, horror y una sensación de incredulidad que se fue desvaneciendo a medida que el lector se adentraba en la lectura, provocó en el mundo la noticia sobre el descubrimiento de una fosa común con más de 2.000 cadáveres en un remoto y paradisíaco paraje del municipio de La Macarena que, según aseguran los vecinos, fueron asesinados por el ejército colombiano.

Allí, de acuerdo con las versiones ofrecidas por vecinos del lugar que dominando el miedo a represalias se atrevieron a declarar bajo anonimato, yacen los cuerpos de centenares de guerrilleros y campesinos que luego de haber sido torturados fueron desmembrados con motosierras y algunos enterrados aún vivos en una orgía de sangre indescriptible como es práctica común o modus operandi de paramilitares y efectivos de la fuerza armada colombiana.

Sin embargo, pese a lo macabro del hallazgo del entierro colectivo, el mayor en la historia de Colombia, la mayoría de los medios del país en un silencio cómplice no le dieron la importancia que tiene como denuncia y suceso sólo comparable con las grandes masacres del fascismo en otras partes del planeta como España, la antigua Unión Soviética, Vietnam, Irak, Afganistán, Argentina y Chile, y apenas si fue noticia de dos o tres columnas en los diarios y de una breve reseña por la radio y televisión.

Casi simultáneamente con el hallazgo de la monumental fosa común se produjo el informe de la organización Human Rights Watch (HRW) que, luego de ardua investigación acumulada durante los últimos dos años, da cuenta de una gran cantidad de crímenes cometidos en ese lapso por la organización fascista AUC que el régimen de Uribe Vélez aseguraba que había sido desmantelada.

El documento de HRW afirma que el resurgimiento de las criminales actividades de las AUC “era predecible porque el gobierno no logró desarticular las redes criminales de manera eficaz”, debido a una implementación inadecuada y mal concebida de las desmovilizaciones entre los años 2003 y 2006”, al mismo tiempo que expresaba “su preocupación por las denuncias de supuesta tolerancia de esas bandas de paramilitares por algunos funcionarios civiles y efectivos de la fuerza pública”.

El informe revela igualmente la grave situación de inseguridad que vive el país, debido a la desenfrenada actuación criminal de las AUC que han restablecido en la mayor parte de la geografía colombiana el imperio de violencia, terror y muerte de años anteriores frente a esa llamada “tolerancia” que no es más que la complicidad abierta y descarada del gobierno con sus actividades.

“Los nuevos grupos armados han logrado instalarse tanto en zonas rurales como en urbanas, destacándose el caso particular de Medellín que sufrió un incremento del 100% en el número de homicidios durante el último año y que de acuerdo con la Policía Nacional, el número de los nuevos paramilitares que actúan en 24 de los 32 departamentos del país, rondaría los 4.000 miembros nucleados en ocho organizaciones diferentes, aunque algunas estimaciones los estiman en 10.000”, señala.

El documento prosigue:“Estas bandas, con nombres como Águilas negras, Rastrojos o Los Paisas, reclutan activamente a nuevos miembros y, pese a la captura de algunos de sus jefes, actúan con rapidez para reemplazar a estos mandos y ampliar sus zonas de operación”, situación esta que sumerge aún más profundamente al país y a su pueblo en la negra y prolongada noche de terror, violencia y muerte que vive desde hace mucho tiempo.

Porque sólo el pueblo colombiano, víctima durante más de un siglo de crímenes de lesa humanidad cometidos por un ejército al servicio del Imperio, de gobiernos lacayos como el actual y de la rica oligarquía neogranadina, conoce como ningún de América Latina y el Caribe el dolor y sufrimiento que dos organizaciones como esas pueden infligir como sicarios del mal a un país que ha tratado hasta ahora infructuosamente,de liberarse de sus garras.

Lo hizo hace 80 años bajo el liderazgo de Jorge Eliécer Gaitán, el “hombre hecho pueblo”, quien denunció con su verbo encendido la masacre de las bananeras perpetrada por el ejército en defensa de la United Fruit Company en la que murieron centenares de hombres y mujeres que protestaban por la infamantes condiciones de trabajo y salario de hambre que recibían, pero la voz de justicia y redención del líder fue apagada por las balas de un asesino al servicio del Imperio, del gobierno títere y de la oligarquía.

Y, tras el asesinato de Gaitán y la ola de violencia que se desató en Colombia con el Bogotazo, que incendió a Bogotá a raíz del magnicidio, volvió a hacerlo, esta vez liderado por Pedro Antonio Marín, mejor conocido como Manuel Marulanda Vélez y Tiro Fijo, “el guerrillero más veterano del mundo y de su tiempo”, quien al frente de las FARC-EP inició, a partir de los años 50 hasta su muerte en 2008, una guerra de liberación contra la represión y violencia desplegada por Estados Unidos, los gobiernos títeres y la oligarquía criolla.

Su legado sigue vigente, rescatado por sus herederos, quienes siguiendo su ejemplo libertario combaten al régimen de Uribe no sólo con sus fusiles sino también con la artillería de la pluma, denunciando, como lo hicieron en un manifiesto de las FARC-EP emitido en 2007, meses antes de la desaparición física de su líder histórico y dos años antes de que lo hiciera HRW, los actos de barbarie perpetrados por el ejército y los paramilitares con apoyo de Washington y del gobierno de Uribe.

El documento destaca que “la dignidad nos está convocando a la resistencia en unidad frente al gobierno forajido e ilegal que se ha tomado el Palacio de Nariño, a la convergencia y al Acuerdo Nacional para superar la profunda crisis institucional y de gobernabilidad que abate al país, y para concertar caminos ciertos hacia la paz duradera”.

“Colombia merece respeto. No podemos tolerar más esa mafia narco-paramilitar de latifundistas y ganaderos, narcotraficantes y empresarios que, con el apoyo militar del gobierno de Estados Unidos y el bombo de los medios de información, convirtieron a Colombia en un infierno de la guerra, de las masacres, de las detenciones masivas de ciudadanos, de las desapariciones, de la miseria y del saqueo y de todos los desafueros del terrorismo de Estado”, añade.

Refiriéndose a una de las más perversas actividades de los dirigentes de las AUC, como fue el haber socavado la legitimidad y legalidad de las principales instituciones colombianas, el manifiesto recuerda que “impusieron a punta de fusil, de terror y de fraudes electorales a decenas de congresistas, gobernadores y alcaldes que han actuado como peleles del paramilitarismo en la política y en el gobierno”.

También puntualiza que “como se creían los dueños del país, no tuvieron reparo en proclamar con clarines de victoria que habían logrado elegir el 35% del actual congreso, lo que equivale a unos 80 representantes y senadores. Esos mismos votos llevaron a Uribe a la Presidencia de la República, y por eso y mucho más su mandato es ilegítimo e ilegal”.

A continuación, el manifiesto aborda el tema de las fosas comunes, inseparable de la gran tragedia de la guerra civil que se abate desde hace más de medio siglo sobre el pueblo colombiano, pero ni las FARC-EP ni nadie podían imaginar entonces, que había una fosa, la de La Macarena, que supera en número de víctimas a todas y que un alto oficial del ejército colombiano, al referirse a los cuerpos que allí yacen, ha dicho que “se trata de guerrilleros muertos en combate”.

Quienes sean las víctimas, guerrilleros, campesinos o indígenas, no viene al caso, lo único cierto y verdadero, como denuncia el documento de las FARC-EP, es que “este gobierno está erigido sobre miles de fosas comunes y masacres, sobre tierras despojadas y millones de desplazados, sobre lágrimas y luto. Nada se hizo sin el visto bueno o sin la participación de las fuerzas armadas oficiales”.

Porque Colombia desde hace mucho tiempo es un gigantesco camposanto sembrado de fosas comunes, donde yacen sepultados decenas de miles de hombres, niños, ancianos y mujeres, víctimas de un genocidio cuya magnitud apenas si alcanza a describir en reciente informe la ONG Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice).

Con la fría figura de los números el documento evidencia que “en Colombia hay cerca de 60.000 víctimas de crímenes de lesa humanidad desde 1960, unos 15.000 desaparecidos y más de 3.000 fosas”, cifra a la que ahora se suma la fosa de La Macarena y que no sería la última. En vista de la capacidad de generar muerte que tienen el ejército colombiano y las AUC, no sería nada extraño que continúen apareciendo nuevas tumbas colectivas cavadas por esos verdugos del pueblo colombiano.

Ante sus horrendos crímenes palidecen los perpetrados por los “Pájaros asesinos” y los “Chulavitas”, sicarios al servicio de los grandes terratenientes y latifundistas de la oligarquía colombiana que despojaban de sus tierras a los campesinos, quemando sus fundos y matando hombres, niños y mujeres.

Sin embargo, la era más siniestra y oscura de Colombia comenzó tras la aparición de las bandas de narco-paramilitares de las AUC, autores de miles de masacres de campesinos, de indígenas, de políticos y de guerrilleros que en alianza con los militares desataron en los últimos 20 años a lo largo y ancho del territorio colombiano una espiral de violencia, destrucción y muerte sin precedente en los anales del crimen.

Expulsan de sus tierras, que luego utilizan para cultivar cocaína, marihuana y amapola, a millones de colombianos que vagan sin rumbo en busca de refugio que no encuentran en su patria, pero sí en Ecuador y Venezuela que los acogen como hermanos y, a pesar de ese gesto humanitario, Uribe permite la instalación de bases militares yanquis desde la cuales se piensa invadirlos o actos traicioneros como el del ejército colombiano que en marzo de 2008 invadió el territorio ecuatoriano para asesinar a Raúl Reyes.

Los desplazados atraviesan la frontera huyendo de la muerte, hambre, miseria y enfermedad que pululan en Colombia, donde el gobierno de Uribe, como los anteriores, ha descuidado al pueblo, obstinado en destruir a las FARC-EP que, a pesar de la monumental ayuda económica, de las armas y del apoyo logístico que recibe el sátrapa de Estados Unidos a través del Plan Colombia, bajo el subterfugio de la lucha contra el narcotráfico, no han podido ser vencidas.

Por eso Uribe recurrió con más energía que otros mandatarios colombianos a las masacres, creyendo vencer a las FARC-EP, cuyos combatientes atacan y escapan en el marco de la estrategia de la guerra de guerrillas y que, a pesar del asesinato de algunos de sus dirigentes delatados por algunos Judas a quien Uribe paga en dólares, continúan la lucha, por lo que el tirano ahora con igual propósito pretende convertir en “sapos” a los estudiantes para perpetrar nuevas masacres.

Otra práctica vil del ejército colombiano son los llamados “falsos positivos”, jóvenes de barriadas pobres reclutados bajo engaño que después de ser asesinados son presentados como “guerrilleros muertos en combate” para cobrar recompensa en dinero y ascensos, 11 de ellos localizados hace pocos meses de una fosa común cerca de Cúcuta,a varios cientos de kilómetros de su residencia, uno de los cinturones de miseria que rodean a Bogotá.

A esto se suma el hallazgo hecho en La Macarena (la fosa común mas grande de la historia reciente de América Latina y el Caribe donde yacen más de 2.000 víctimas el ejército colombiano) y la publicación del Informe de HRW, eventos que se erigen como obstáculos al macabro proyecto de exterminio que por mandato de Washington adelanta Uribe, el Judas que vendió a su patria al Imperio.

En vano esfuerzo por evitar el escándalo causado por el hallazgo de la inmensa fosa común y evadir las pruebas de la presencia de los paramilitares cuya existencia había negado, el régimen colombiano pretende retrasar el inicio de las investigaciones que la Fiscalía ha ordenado, mientras que para descalificar el informe de HRW ha reaccionado iracundo asegurando cínicamente que “se trata de una mentira, un informe que no se basa en la realidad”.

Allí están para comprobarlo los muertos, testigos mudos de su crimen y los paramilitares que no son una ficción, sino protagonistas reales del trágico drama montado sobre el escenario de Colombia hace más de medio siglo y en el que a diario mueren sus hijos, víctimas de los verdugos de las AUC y del ejército colombiano, negación y vergüenza del honor militar, los que más temprano que tarde deberán enfrentar a la justicia, junto con Uribe y su amo imperial.

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