Felipe Yapur
Raúl Alfonsín fue, ya se sabe, el primer presidente elegido democráticamente luego de la más terrible dictadura de los últimos 30 años del siglo XX que vivió la Argentina. Tuvo el extraño privilegio de ser el Presidente, respaldado por un amplio margen de la sociedad argentina, que llevó a los sangrientos dictadores a un juicio civil y por el que fueron condenados. Sin embargo, fue también quien después de ese hecho que no tuvo parangón en América Latina, el mismo que promovió las leyes de impunidad -Punto Final y Obediencia Debida- que impidieron que se persiga, enjuicie y condene a miles de militares responsables de los crímenes de la dictadura. La Argentina y sobre todo aquellos que fueron víctimas de la dictadura, tuvieron que esperar cerca de 20 años para que otro gobierno, también democrático, anulara esas leyes que garantizaban la impunidad para que la Justicia volviera a actuar. Es cierto que Alfonsín llegó a la presidencia luego de casi siete años de dictadura, donde el “partido militar” era fuerte y contaba con socios tanto o más fuertes que él: las grandes corporaciones agropecuarias, financieras, económicas y hasta la mismísima Iglesia Católica. Como fundador de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), creada un par de años antes del golpe militar, los organismos defensores de los derechos humanos y buena parte de los partidos políticos populares esperaban de Alfonsín una pronta acción sobre el reclamo. El novel presidente de aquella frágil democracia ordenó a los fiscales para que comenzaran las investigaciones y decidió esperar que la justicia militar tomará las causas para juzgar a sus compañeros de armas. Los organismos de derechos humanos aseguraron que eso no sucedería jamás. No se equivocaron. Tras dilaciones de esta justicia militar, Alfonsín no tuvo otra alternativa que avanzar desde la justicia civil. Antes, conformó un cuerpo especial investigador que se conoció como Comisión Nacional sobre la Desaparición Forzada de Personas (Conadep) que no conformó a los organismos de derechos humanos. Es que esta comisión, si bien recabó la información y testimonios de familiares de víctimas y sobrevivientes, no tenía el poder suficiente como para poder ingresar a los archivos de las fuerzas armadas y de seguridad. El trabajo de la Conadep fue la base del juicio y condena a las juntas militares que condujeron la dictadura. Esa condena, que llegó el 10 de diciembre de 1985, marcó un hito, si se quiere, en la historia moderna de América Latina. Fue un primer paso, indispensable, pero no era el único. Las Fuerzas Armadas, con buena parte de los responsables del genocidio todavía en actividad soportó el juicio a sus jefes pero habían decidido que hasta allí permitirían que la democracia avanzara. Y es que aquel juicio significaba una puerta abierta a la investigación que involucraría seguro a militares de menor rango y a los cómplices civiles. Fue así que comenzaron las presiones. Las hubo de todos lados, pero las más fuertes provinieron de los militares que realizaron alzamientos militares que fueron repudiados por masivas concentraciones populares en todo el país. La sociedad exigía respetar la democracia pero también continuar con las investigaciones. A pesar de todo ello, Alfonsín decidió pactar. Así, Alfonsín y su partido, la Unión Cívica Radical, votaron en el Parlamento las leyes de Punto Final, que ponía fecha límite para que se realizaran los juicios y la de Obediencia Debida, que garantizaba la impunidad de los mandos medios y bajos de las Fuerzas Armadas al sostener que todo lo realizado era fruto de órdenes emanadas de las comandancias. El gobierno de Alfonsín dio por tierra todo el avance que había tenido la democracia argentina y abrió el camino hacia gobiernos neoliberales, como el de Carlos Menem que indultó a los genocidas condenados, que terminaron aplicando el programa de destrucción del Estado que había comenzado la dictadura. Hubo que esperar el fin de los dos gobiernos de Menem, la terrible experiencia de la Alianza (conducida por Fernando de la Rúa, un representante del ala conservadora de la UCR) y la debacle social y económica del 2001, para que el gobierno peronista de Néstor Kirchner impulsara y consiguiera la anulación de estas leyes de impunidad para que lentamente los juicios a los genocidas volvieran a ponerse en marcha. Muchos de los responsables de aquellos terribles crímenes perfectamente planificados desde las estructuras del Estado Terrorista que llevaron adelante los militares, han fallecido. Los que siguen vivos tienen hoy más de setenta años, pero no es pretexto ni justificativo para que escapen una vez más de la Justicia. La democracia argentina necesita de estos juicios para terminar de afianzarse y demostrar que no hay espacio para la impunidad. Las democracias de América Latina también.
viernes, 3 de abril de 2009
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