Caracas, 15 Oct. AVN .- Detrás del júbilo que significó esta semana para sus familiares, el país y el mundo, el rescate de 33 mineros atrapados en una mina chilena, se oculta la historia de crueldad y muerte que narra la tragedia de millones de seres humanos que durante siglos fueron y siguen siendo enterrados vivos por la codicia de imperios y transnacionales en esas fosas comunes que son las minas.
Ningún trabajo, ni el del soldado en guerra, supera en riesgo de muerte al del minero, victima ancestral que desde los tiempos de Grecia y Roma hasta nuestros días, mueren en los socavones abiertos en la profundidad de la tierra mientras buscan el oro, plata, cobre, carbón y otros minerales cuya acumulación o venta, convirtió en imperios a España, Francia, Inglaterra y otras naciones y que hoy siguen llenando las arcas insaciables de las transnacionales.
Su vida es una historia negra, cruel expresión de la explotación del hombre por el hombre, miseria humana que arrojó y sigue arrojando a millones de hombres, niños, mujeres y ancianos, al interior esos infiernos, donde perecen víctimas de explosiones, hambre o enfermedades que los condenan a una muerte prematura, lenta y dolorosa tras ser abandonados como “desechables” por sus explotadores.
El pueblo latinoamericano y caribeño no escapó a esa modalidad de explotación humana, ya que, desde el mismo momento en que el conquistador llegó hace 518 años al Abya-Yala, su codicia lo llevó, primero, a arrojar a la profundidad del mar a miles de indígenas para extraer las perlas, y luego al fondo de la tierra, para sacar el oro, diamantes, plata, esmeraldas, cobre, carbón y demás minerales y piedras preciosas que abundan en las entrañas de la Pacha Mama.
La expresión más aberrante de esa compulsiva adicción de amasar riqueza, la manifestó el Mercantilismo español, cuando el imperio se dedicó a acumular metales preciosos procedentes de las minas de América, alcanzando el clímax de su voracidad en el Potosí, la mítica montaña andina de más de 4.000 metros de altura ubicada en lo que fue el Alto Perú, hoy Bolivia.
En sus entrañas, España escribió uno de los capítulos más oscuros de su “Leyenda Negra” de genocidios y saqueo, al extraer del enorme cerro, a costa del trabajo y condiciones infrahumanas a que fueron sometidos miles de indígenas convertidos en esclavos, 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata, en apenas siglo y medio (1503-1660).
Aquel descomunal despojo material dejó como saldo trágico la muerte de decenas de miles de indígenas en los socavones, y cuando la extracción disminuyó debido la mortandad provocada por los castigos, explosiones, el hambre, el cansancio y las enfermedades de los mineros, los conquistadores los sustituyeron por esclavos africanos que igualmente perecieron por miles en el interior de ese infierno llamado Potosí, “El Cerro Caníbal.”
Años más tarde, con la Revolución Industrial, se aplicaría en Inglaterra la misma forma de exterminio, cuando centenares de miles de niños-esclavos fueron arrojados a las minas para extraer carbón, el combustible que movía la locomotora, el nuevo medio de transporte e impulsaba la masiva producción de alimentos y bienes de consumo abriendo así las puertas al “desarrollo y progreso” propiciado porel naciente capitalismo.
A los menores, quienes cumplían extenuantes horarios de 18 o más horas de trabajo en turno diurnos y nocturnos, se les limaba los dientes para que no comieran demasiado, y miles de ellos murieron debilitados por el hambre, afectados por enfermedades que sus desnutridos y frágiles cuerpos no podían soportar o por las frecuentes explosiones causadas por el letal gas metano que eran frecuentes en el interior de las minas.
Esa macabra herencia de codicia pasaría a EEUU, que con los años sustituyó a los viejos imperios europeos para arrojarse, primero con sus cañoneras cargadas de marines, invasores y ocupantes sobre la Gran Patria Latinoamericana y Caribeña, y más tarde con sus transnacionales que se adueñaron de sus economías iniciando otra era de explotación y esclavitud en la industria minera que llevaría a la muerte a miles de trabajadores en los oscuros e inseguros socavones de las minas.
Desde el Río Grande en México hasta Chile, en el desierto de Atacama, el más árido del planeta, se vive aún hoy, otro tétrico capítulo de la triste y dolorosa historia escrita por millones de seres que han sufrido explotación, esclavitud y otros padecimientos infligidos por imperios y transnacionales que construyeron su ilegítimo progreso y fortuna sobre los cadáveres de millones de hombres, niños y mujeres que perecieron por su culpa en esos infiernos que son las minas.
La lista de las tragedias mineras en la región se ha convertido en una constante caracterizada por el criminal sello de la impunidad. Basta para ello, recordar sólo algunas de las ocurridas en muchos en las últimas décadas, como la que se dio en Chile, el 19 de junio de 1945 en la mina de cobre El Teniente, considerada como una de las más grandes de la historia en la que perecieron 355 mineros asfixiados con monóxido de carbono.
El país austral, ostenta el nada envidiable record de ser el país latinoamericano con la mayor cifra de victimas fatales en accidentes mineros, ya que sólo en la última década perecieron 373 mineros y en lo que va de 2010, han muerto 31 trabajadores, de acuerdo con los datos suministrados por el Servicio General de Geología y Minería, -Sernageomin-,
Enero, -siempre en base a dicha información-, fue el mes de mayor mortalidad, con ocho víctimas fatales, siendo la región de Atacama, la que más accidentes registró, hecho éste que para mucha gente, el rescate con vida de los 33 mineros en la mina de San José, haya sido considerado como “un milagro”.
En México, murieron 65 mineros el 19 de febrero de 2006, victimas de una explosión del inodoro e incoloro gas grisú en la mina de carbón ubicada en Pasta de Conchos, en Coahuila, propiedad de las transnacional Grupo México y subsidiarias American Mining Corp. y Southern Copper Corp., que nada hicieron para rescatar a las víctimas, ignorando el desesperado llamado de sus familiares que lo exigían, esperanzados ante la posibilidad de que algunos podían haber sobrevivido.
En Colombia en los últimos años, se ha desatado una espiral de muerte en varias minas, encabezada por la ola de explosiones ocurridas en la de San Fernando, en Amagá, Antioquia, la más reciente en el mes de junio y en la que murieron sepultados 73 mineros que trabajaban a 1.800 metros de profundidad cuando una explosión de gas metano los sepultó bajo un alud de tierra.
Fue un eslabón más de una cadena de tragedias similares que se remonta al 14 de julio de 1977, cuando en la madrugada de ese día perecieron 86 mineros, victimas de una explosión provocada por la acumulación de gas metano y las altas temperaturas en los socavones donde trabajaban. Cinco años después, en noviembre de 1982, otra tragedia más volvió a golpear a los trabajadores de esa instalación matando a cinco mineros.
La muerte no detuvo su letal marcha en la mina de San Fernando, ya que el 15 de junio de 2006 murió un minero y cinco más resultaron heridos en una nueva explosión, a la que siguió otra más, el 11 de noviembre de 2008 en la que perecieron cinco trabajadores y nueve meses después, en agosto de 2009 se registró otra más muriendo nueve mineros victimas de una explosión de gas, siendo por el momento la más reciente, la ocurrida el 25 de junio pasado.
Esta sucesión de tragedias, al parecer interminable, desatada en Colombia en las tres últimas décadas, generó un desgarrador grito de angustia proferido por una de las miles de mujeres, madres, esposas e hijas de los mineros muertos, que en su desesperación ha exclamado: “Se van a acabar los hombres en Amagá.”
Aquel grito de impotencia ante la muerte lanzado por esa mujer, lo escuchó un periodista colombiano, quien al describir la sucesión de tragedias que han cobrado la vida de 179 mineros en la mina de San Fernando, manifestó que esas muertes “están convirtiendo a Amagá en un pueblo de viudas y huérfanos de padres.”
El trágico escenario que exhibe la región por la mortandad causada en las minas, obliga a la impostergable y prioritaria necesidad de promulgar modernas y severas leyes, blindadas con eficaces sistemas de protección de la integridad física y mental del trabajador, que sustituyan a los obsoletos controles, vulnerables al soborno y otras prácticas delincuenciales usadas frecuentemente por las empresas del sector para evadir sanciones por el mal manejo de la seguridad en sus instalaciones.
La oportunidad para desmontar el perverso andamiaje de crueldad y muerte levantado a lo largo de la historia por los imperios y las transnacionales sobre esos antros infernales que son las minas, se presenta hoy como nunca antes, tras el rescate con vida de los 33 mineros de las profundidades de una instalación minera cuyos dueños tienen un amplio historial de violaciones en materia de seguridad.
Corresponde por lo tanto al gobierno chileno adelantar las acciones legales correspondientes para sancionar a los autores intelectuales de lo que pudo ser otra tragedia más de las muchas registradas en el país en los últimos años, que han hecho de Chile la nación de la región con mayor número de victimas y accidentes mineros, un acto que está llamado a reivindicarlo ante la historia al imponer finalmente a la Justicia ante a la criminal impunidad que ha regido hasta ahora.
Si en Chile se llega a castigar a esos criminales, se estará honrando la memoria de los millones de hombres, niños ancianos y mujeres muertos en los últimos 500 años en los oscuros y tétricos socavones de Potosí, de Inglaterra, de El Teniente, Pasta de Conchos, San Fernando y miles más diseminadas hoy a lo largo y ancho de América Latina y del resto del mundo.
Sería el comienzo del fin de las minas inseguras, símbolos de crueldad y desprecio por la vida, donde, junto con el oro, el cobre, la plata, el carbón y otros minerales, se explota a los mineros, seres humanos, que como ayer, hoy siguen siendo enterrados vivos por miles, víctimas de explosiones y derrumbes en esas fosas comunes, diabólicos engendros, vergüenza de la humanidad, creados por los imperios y heredados por las transnacionales.
Su vida es una historia negra, cruel expresión de la explotación del hombre por el hombre, miseria humana que arrojó y sigue arrojando a millones de hombres, niños, mujeres y ancianos, al interior esos infiernos, donde perecen víctimas de explosiones, hambre o enfermedades que los condenan a una muerte prematura, lenta y dolorosa tras ser abandonados como “desechables” por sus explotadores.
El pueblo latinoamericano y caribeño no escapó a esa modalidad de explotación humana, ya que, desde el mismo momento en que el conquistador llegó hace 518 años al Abya-Yala, su codicia lo llevó, primero, a arrojar a la profundidad del mar a miles de indígenas para extraer las perlas, y luego al fondo de la tierra, para sacar el oro, diamantes, plata, esmeraldas, cobre, carbón y demás minerales y piedras preciosas que abundan en las entrañas de la Pacha Mama.
La expresión más aberrante de esa compulsiva adicción de amasar riqueza, la manifestó el Mercantilismo español, cuando el imperio se dedicó a acumular metales preciosos procedentes de las minas de América, alcanzando el clímax de su voracidad en el Potosí, la mítica montaña andina de más de 4.000 metros de altura ubicada en lo que fue el Alto Perú, hoy Bolivia.
En sus entrañas, España escribió uno de los capítulos más oscuros de su “Leyenda Negra” de genocidios y saqueo, al extraer del enorme cerro, a costa del trabajo y condiciones infrahumanas a que fueron sometidos miles de indígenas convertidos en esclavos, 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata, en apenas siglo y medio (1503-1660).
Aquel descomunal despojo material dejó como saldo trágico la muerte de decenas de miles de indígenas en los socavones, y cuando la extracción disminuyó debido la mortandad provocada por los castigos, explosiones, el hambre, el cansancio y las enfermedades de los mineros, los conquistadores los sustituyeron por esclavos africanos que igualmente perecieron por miles en el interior de ese infierno llamado Potosí, “El Cerro Caníbal.”
Años más tarde, con la Revolución Industrial, se aplicaría en Inglaterra la misma forma de exterminio, cuando centenares de miles de niños-esclavos fueron arrojados a las minas para extraer carbón, el combustible que movía la locomotora, el nuevo medio de transporte e impulsaba la masiva producción de alimentos y bienes de consumo abriendo así las puertas al “desarrollo y progreso” propiciado porel naciente capitalismo.
A los menores, quienes cumplían extenuantes horarios de 18 o más horas de trabajo en turno diurnos y nocturnos, se les limaba los dientes para que no comieran demasiado, y miles de ellos murieron debilitados por el hambre, afectados por enfermedades que sus desnutridos y frágiles cuerpos no podían soportar o por las frecuentes explosiones causadas por el letal gas metano que eran frecuentes en el interior de las minas.
Esa macabra herencia de codicia pasaría a EEUU, que con los años sustituyó a los viejos imperios europeos para arrojarse, primero con sus cañoneras cargadas de marines, invasores y ocupantes sobre la Gran Patria Latinoamericana y Caribeña, y más tarde con sus transnacionales que se adueñaron de sus economías iniciando otra era de explotación y esclavitud en la industria minera que llevaría a la muerte a miles de trabajadores en los oscuros e inseguros socavones de las minas.
Desde el Río Grande en México hasta Chile, en el desierto de Atacama, el más árido del planeta, se vive aún hoy, otro tétrico capítulo de la triste y dolorosa historia escrita por millones de seres que han sufrido explotación, esclavitud y otros padecimientos infligidos por imperios y transnacionales que construyeron su ilegítimo progreso y fortuna sobre los cadáveres de millones de hombres, niños y mujeres que perecieron por su culpa en esos infiernos que son las minas.
La lista de las tragedias mineras en la región se ha convertido en una constante caracterizada por el criminal sello de la impunidad. Basta para ello, recordar sólo algunas de las ocurridas en muchos en las últimas décadas, como la que se dio en Chile, el 19 de junio de 1945 en la mina de cobre El Teniente, considerada como una de las más grandes de la historia en la que perecieron 355 mineros asfixiados con monóxido de carbono.
El país austral, ostenta el nada envidiable record de ser el país latinoamericano con la mayor cifra de victimas fatales en accidentes mineros, ya que sólo en la última década perecieron 373 mineros y en lo que va de 2010, han muerto 31 trabajadores, de acuerdo con los datos suministrados por el Servicio General de Geología y Minería, -Sernageomin-,
Enero, -siempre en base a dicha información-, fue el mes de mayor mortalidad, con ocho víctimas fatales, siendo la región de Atacama, la que más accidentes registró, hecho éste que para mucha gente, el rescate con vida de los 33 mineros en la mina de San José, haya sido considerado como “un milagro”.
En México, murieron 65 mineros el 19 de febrero de 2006, victimas de una explosión del inodoro e incoloro gas grisú en la mina de carbón ubicada en Pasta de Conchos, en Coahuila, propiedad de las transnacional Grupo México y subsidiarias American Mining Corp. y Southern Copper Corp., que nada hicieron para rescatar a las víctimas, ignorando el desesperado llamado de sus familiares que lo exigían, esperanzados ante la posibilidad de que algunos podían haber sobrevivido.
En Colombia en los últimos años, se ha desatado una espiral de muerte en varias minas, encabezada por la ola de explosiones ocurridas en la de San Fernando, en Amagá, Antioquia, la más reciente en el mes de junio y en la que murieron sepultados 73 mineros que trabajaban a 1.800 metros de profundidad cuando una explosión de gas metano los sepultó bajo un alud de tierra.
Fue un eslabón más de una cadena de tragedias similares que se remonta al 14 de julio de 1977, cuando en la madrugada de ese día perecieron 86 mineros, victimas de una explosión provocada por la acumulación de gas metano y las altas temperaturas en los socavones donde trabajaban. Cinco años después, en noviembre de 1982, otra tragedia más volvió a golpear a los trabajadores de esa instalación matando a cinco mineros.
La muerte no detuvo su letal marcha en la mina de San Fernando, ya que el 15 de junio de 2006 murió un minero y cinco más resultaron heridos en una nueva explosión, a la que siguió otra más, el 11 de noviembre de 2008 en la que perecieron cinco trabajadores y nueve meses después, en agosto de 2009 se registró otra más muriendo nueve mineros victimas de una explosión de gas, siendo por el momento la más reciente, la ocurrida el 25 de junio pasado.
Esta sucesión de tragedias, al parecer interminable, desatada en Colombia en las tres últimas décadas, generó un desgarrador grito de angustia proferido por una de las miles de mujeres, madres, esposas e hijas de los mineros muertos, que en su desesperación ha exclamado: “Se van a acabar los hombres en Amagá.”
Aquel grito de impotencia ante la muerte lanzado por esa mujer, lo escuchó un periodista colombiano, quien al describir la sucesión de tragedias que han cobrado la vida de 179 mineros en la mina de San Fernando, manifestó que esas muertes “están convirtiendo a Amagá en un pueblo de viudas y huérfanos de padres.”
El trágico escenario que exhibe la región por la mortandad causada en las minas, obliga a la impostergable y prioritaria necesidad de promulgar modernas y severas leyes, blindadas con eficaces sistemas de protección de la integridad física y mental del trabajador, que sustituyan a los obsoletos controles, vulnerables al soborno y otras prácticas delincuenciales usadas frecuentemente por las empresas del sector para evadir sanciones por el mal manejo de la seguridad en sus instalaciones.
La oportunidad para desmontar el perverso andamiaje de crueldad y muerte levantado a lo largo de la historia por los imperios y las transnacionales sobre esos antros infernales que son las minas, se presenta hoy como nunca antes, tras el rescate con vida de los 33 mineros de las profundidades de una instalación minera cuyos dueños tienen un amplio historial de violaciones en materia de seguridad.
Corresponde por lo tanto al gobierno chileno adelantar las acciones legales correspondientes para sancionar a los autores intelectuales de lo que pudo ser otra tragedia más de las muchas registradas en el país en los últimos años, que han hecho de Chile la nación de la región con mayor número de victimas y accidentes mineros, un acto que está llamado a reivindicarlo ante la historia al imponer finalmente a la Justicia ante a la criminal impunidad que ha regido hasta ahora.
Si en Chile se llega a castigar a esos criminales, se estará honrando la memoria de los millones de hombres, niños ancianos y mujeres muertos en los últimos 500 años en los oscuros y tétricos socavones de Potosí, de Inglaterra, de El Teniente, Pasta de Conchos, San Fernando y miles más diseminadas hoy a lo largo y ancho de América Latina y del resto del mundo.
Sería el comienzo del fin de las minas inseguras, símbolos de crueldad y desprecio por la vida, donde, junto con el oro, el cobre, la plata, el carbón y otros minerales, se explota a los mineros, seres humanos, que como ayer, hoy siguen siendo enterrados vivos por miles, víctimas de explosiones y derrumbes en esas fosas comunes, diabólicos engendros, vergüenza de la humanidad, creados por los imperios y heredados por las transnacionales.
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