Maryclen Stelling.
De la sorpresa y complacencia inicial, el diálogo, apadrinado por el
Vaticano, se convierte en una suerte de comodín que toma distintos
valores y cumple diversas funciones según convenga políticamente.
La debilidad estructural y coyuntural, con la que el diálogo comienza,
afecta los acuerdos y concesiones iniciales, que se desdibujan con la
reactivación del sistema de amenazas de parte y parte. Rápidamente
afloran las vulnerabilidades y, desde algunos sectores, se impone la
apuesta al fracaso del diálogo en detrimento de la consolidación de
procesos de negociación y construcción de consensos perdurables.
Tanto la paz como la violencia son procesos complejos y dinámicos. Ni la
una se instaura automáticamente en las primeras reuniones, ni la otra
se acaba por decreto. En el país se han consolidado diversos frentes de
batalla que no se pueden desmontar de un día para otro. El electoral,
suspendido hasta nuevo aviso; el poderoso transmediático; el conflicto
de poderes con una Asamblea declarada en “desacato” y las acciones de
calle que visibilizan numéricamente el poder de cada sector. Frentes que
indudablemente fomentan la pérdida -real y simbólica- de espacios de
reconocimiento.
Para la oposición, el 11-N deviene en fecha decisiva en torno al éxito o
fracaso del diálogo. En tal sentido afirman que “no son momentos para
ceder”, “no están dadas las condiciones” y el “que se haya abierto este
diálogo no quiere decir ni de lejos que se va a paralizar la lucha”.
Afirmaciones que se confrontan con la posición oficial cuando afirma que
“no se puede pretender darle un ultimátum a las conversaciones, a los
diálogos y a la paz” y “no se aceptan “amenazas” ni “condicionamientos”.
Una primera evaluación del proceso arroja un diálogo obligado y
descomprometido con el presente y futuro del país. En el saco del olvido
quedan la cultura del diálogo, la tolerancia y el respeto mutuo.
De fracasar el diálogo, los pronósticos no son halagüeños, por cuanto la
confrontación podría transformarse en formas más complejas y
peligrosas, evadidas hasta el momento por la propia dinámica del país.
De allí la obligación política, ética e histórica que tienen tanto el
Gobierno como las fuerzas de oposición de afrontar la situación actual y
evitar salidas realmente violentas.
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