Por: Luis Salas Rodríguez
En la década de los 30 del siglo XX, la que los historiadores conocen como la de los años de La Gran Depresión iniciada tras el crack
de las finanzas en 1929, se da unos de los capítulos más brillantes de
la lucha entre el poder económico, el poder político y la justicia. Los
protagonistas fueron tres hombres: el presidente norteamericano Franklin
D. Roosevelt, el fiscal Ferdinand Pecora y el banquero J.P. Morgan.Roosevelt tomó posesión de su cargo en 1932 hasta su muerte en 1945. Y había basado su campaña sobre tres tópicos que se comprometió a resolver: frenar los desmanes sociales desatados por la crisis, particularmente el desempleo; dar una lucha para sancionar a los responsables de la misma; y tercero, pero no menos importante, evitar su repetición.
Rápidamente entendió Roosevelt que lo primero –harto difícil– resultaba sin embargo mucho más sencillo que lo segundo y lo tercero. Tomó posesión de su cargo en marzo de 1932. Y como acto de bienvenida por parte de los barones económicos responsables de la quiebra financiera, fue objeto de una brutal corrida bancaria para dejar constancia de que no estaban dispuestos a ceder sus privilegios. Pero no se amilanó, y más bien de dicho trance tomó el impulso y legitimidad que necesitaba para atacar.
Según cuenta la historiadora Doris K. Goodwin, en la primavera de 1933, encabezando una de las primeras “charlas junto al fuego” que desde entonces son tradición entre los inquilinos de la Casa Blanca, blandió la siguiente frase, en referencia a los que le hacían la guerra: “Consideran al Gobierno un mero apéndice de sus propios negocios. Ahora sabemos que el Gobierno del dinero organizado es tan peligroso como el Gobierno del crimen organizado. Son unánimes en su odio hacia mí y les agradezco su rencor”.
A partir de este enfrentamiento se hizo popular en la opinión pública norteamericana, el término banksters. Pero el mismo no fue acuñado por Roosevelt, sino por Ferdinand Pecora, el fiscal encargado de llevar a juicio y determinar las responsabilidades de los banqueros causantes de la quiebra de la bolsa.
A medida que avanzaba en las investigaciones, a Pecora –oriundo de Manhattan y quien venía de trabajar en Wall Street– no se le hizo difícil la comparación entre el comportamiento de los gánster de la mafia (tipo Al Capone) y el de los barones de la banca, animados ambos por la misma ambición de dinero, los mismos métodos despiadados para alcanzarlo y la misma indolencia ante los efectos que sobre la vida de millones de personas tenían sus actos. Las diferencias eran de estilo, pero sobre todo que mientras a efectos de la opinión pública los primeros eran claramente criminales, los segundos, en cambio, gozaban de respetabilidad y eran inclusive considerados lo “mejor” de la sociedad, los forjadores de la misma.
Pecora lo entendió rápidamente: levantar este velo ideológico era el prerrequisito necesario para hacer justicia y recobrar la confianza de la gente. Había que mostrar a sujetos como J. P. Morgan tal y como realmente eran: no los emprendedores que los medios comprados por ellos y sus oficinas de RR.PP. se encargaban de hacer ver, sino la versión financiera de Al Capone, banqueros-gansters: banksters.
Para eso hizo Pécora lo que nunca había hecho nadie: empezó a citar y a sentar en el banquillo de los acusados a los banqueros más poderosos del país. Al primero que citó fue al mítico Charles Mitchell, jefe del entonces y aún mayor banco de los Estados Unidos, el National City Bank (ahora Citibank). Según se cuenta, “Sunshine Charley” entró en la sala de audiencias con una buena dosis de desprecio tanto por Pecora como por su comisión. Mientras los accionistas habían sufrido enormes pérdidas en las acciones bancarias, Mitchell admitió que él y sus colaboradores más cercanos tomaron millones de dólares del banco en préstamos sin interés para ellos mismos. También reveló que a pesar de que ganaron más de 1 millón de dólares en bonos en 1929, no pagaron ningún impuesto debido a las pérdidas sufridas por la venta de acciones muy devaluadas del National City Bank pertenecientes a su esposa. Pecora reveló que el National City había escondido los préstamos incobrables, empaquetándolos en títulos y colocándoselos a inversores incautos.
El presidente Roosevelt instó a Pecora a continuar en la línea que llevaba. Y en cuanto a la preocupación manifestada por los banqueros en cuanto a que las audiencias destruían la confianza en el sistema, simplemente dijo: “deberían haber pensado en eso cuando hicieron las cosas que están exponiendo ahora”. Así fue como llegó a juicio J.P Morgan Jr., el hijo de J.P Morgan, el fundador de J. P. Morgan, actual J. P. Morgan Chase.
Durante el juicio Pecora demostró que Morgan mantenía una “lista preferente” de amigos del banco (entre ellos, expresidentes de la República y de la Corte Suprema) y que se les ofreció acciones con grandes descuentos. Morgan también admitió que no había pagado ningún impuesto entre 1930 y 1932.
Las audiencias continuaron durante casi un año, ya que la indignación pública sobre la conducta y las prácticas de los banqueros del país ardía con fuerza. Por la investigación sobre Wall Street y sus prácticas comerciales llamando a declarar los banqueros, Ferdinand Pecora expuso a los estadounidenses un mundo del que no tenían ni idea que existiera. Y una vez que lo hizo la indignación pública condujo a las reformas que los señores de las finanzas temían y habían sido capaces de evitar hasta la fecha. La magnitud de lo expuesto por la investigación de Pecora despertó tal indignación pública que el término banksters se hizo de uso corriente. Su investigación sobre los abusos financieros detrás de la crisis de 1929 condujo a la aprobación de la Ley de Valores, la Ley del Mercado de Valores y la Ley Glass-Steagall, las cuales regulaban la actividad financiera y procuraban proteger al público y al país de las prácticas especulativas de los banqueros y demás poderosos del mundo del comercio. De todas la última fue sin duda la más importante, en la medida en que contempló la total separación entre la banca de depósito y la banca de inversión, así como sancionaba el monopolio e impedía la participación de los banqueros en los consejos de administración de las empresas industriales, comerciales y de servicios, a fin de que no pudieran especular con el dinero que la gente había depositado en los bancos. Esta ley estuvo vigente hasta noviembre de 1999 cuando fue derogada por Bil Clinton y su secretario del Tesoro Larry Summers, permitiendo de nuevo la fusión de la banca de depósito y la de inversiones, la conformación de grandes monopolios y la entrada directa de los banqueros en los directorios de empresas de la llamada “economía real”. Menos de diez años después, en septiembre de 2008, un nuevo crack de la bolsa de Nueva York traería la otra Gran Depresión dentro de la cual nos encontramos.
Como se ve, con los chicos de J.P. Morgan no hay nada nuevo bajo el sol en esto del bandidaje financiero corporativo.
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