viernes, 11 de noviembre de 2016

Del fuego a las brasas

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Carolina Vásquez Araya
Las condiciones de vida para unas tres cuartas partes de la población guatemalteca han descendido de manera sostenida desde hace unas 3 décadas. Este fenómeno ha condenado a la pobreza a más de la mitad de las familias y se debe a la corrupción rampante de sus autoridades, baja ejecución de planes de desarrollo cuando los hay, generalizado clientelismo en la asignación de puestos, pero sobre todo el saqueo sistemático de una riqueza cuya envergadura es aún desconocida.
El sistema bajo cuyas normas se desarrolla la vida financiera, política y social del país parece haber sido diseñado con el fin de mantener en necesidad extrema a una gran masa poblacional, a la cual un salario de hambre le resulte una bendición divina en comparación con el desempleo. En este contexto las familias sobreviven gracias al esfuerzo combinado de todos sus miembros en condiciones de extrema necesidad, lo cual repercute en un ambiente poco propicio para su desarrollo integral.
Sumado a esto, la falta de oportunidades en educación, empleo, salud y vivienda dignas contribuye de manera poderosa a provocar la eclosión familiar y un clima de violencia cuyas consecuencias se pueden observar en las elevadas cifras de denuncias de feminicidio, abandono del hogar, violaciones, incesto y ruptura de los lazos familiares. Como uno de sus efectos más graves, el abandono de las nuevas generaciones en busca de satisfacer sus carencias vitales en la calle, en las maras o emigrando hacia la peligrosa ruta del norte.
En este contexto insano y degradante viven miles de niñas y niños relegados, violentados y forzados a soportar toda clase de carencias vitales. Entonces es cuando se requiere de un sistema de rescate –desde un Estado cuyas características lo han convertido en el principal responsable del problema- con el fin de proveer a esta niñez en crisis de una solución a la medida de sus necesidades en educación, alimentación, recreación, atención en salud mental y física para garantizarles un desarrollo adecuado.
Este sistema aparentemente ideal, cuyo costo de operación figura en el presupuesto del Estado, en la realidad se ha convertido en una amenaza para la integridad de esos niños, niñas y adolescentes necesitados de protección. Salidos de un ambiente muchas veces degradante y de alto riesgo para su integridad física y psicológica, han ido a dar a verdaderas cárceles de castigo en donde se siguen violando sus derechos. Es el drama constante de ser menor de edad en un país en donde la niñez es la última de las prioridades y en donde para llamar la atención sobre un problema tan grave como la trata de personas, es preciso hacer un escándalo mediático para que las autoridades le presten atención.
Otro tanto sucede con las mujeres violentadas en sus derechos a la vida, a la integridad física, a la libertad. Es tan elevado el nivel de violencia contra ellas que ya se considera parte de la costumbre, se acepta el odio de género hasta el extremo del desmembramiento como algo que les sucede a otras personas menos afortunadas, no algo a lo cual existe la obligación humana de denunciar alto y claro porque es inadmisible, porque no puede seguir sucediendo.
Las niñas, niños y adolescentes recluidos en hogares de rescate no son parias, son seres humanos con derechos. Tratarlos como a tales es obligación del Estado, porque la falta de principios del sector político, cuyos miembros han sentado sus reales en la administración pública, les ha robado la posibilidad de vivir una vida libre de amenazas y con oportunidades de progreso. La deuda con la sociedad está pendiente y debe pagarla en sus nuevas generaciones.

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