sábado, 12 de abril de 2025

¿Se reformulará la lucha de clases con la guerra comercial de EEUU?

  

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Un video burlón, al parecer emitido desde China, muestra a un grupo de presuntos estadounidenses cosiendo a máquina, ensamblando celulares, carros o zapatos, todo en un ambiente que evoca a una maquila asiática. Se presume que se trata de nacionales del país norteamericano porque casi todos son blancos y están pasados de peso (algunos, incluso, ingieren comida chatarra en la estación de trabajo). Como detalle significativo, varios de ellos son de la tercera edad. Lucen bastante torpes en las labores fabriles y también tristes, descontentos, taciturnos.

En una segunda versión del mismo troleo, el que aparece en la máquina de coser es un superhéroe gringo por antonomasia: el Capitán América.

Estos videos virales podrían catalogarse como memes distópicos para el país imperialista, pues hablan de un futuro bastante divergente del sueño estadounidense, pero no ya para los migrantes que han llegado hasta la tierra prometida, creyendo en promesas y estratagemas mercadotécnicas, sino para los trabajadores nativos de EEUU, para la clase obrera, que existe en esa nación, aunque poco se hable de ella.

¿Es viable la reindustrialización de EEUU?

Quienes lanzan esas imágenes satíricas están convencidos de que la reindustrialización de la superpotencia que llegó a ser unipolar y ahora parece estar en pronunciada decadencia, no va a resultar nada fácil para una población diezmada por las dependencias, acostumbrada a comprar todo importado (aunque sin mucha conciencia de ello) y a que los trabajos duros los hagan los extranjeros indocumentados y las minorías étnicas.

Como suele ocurrir con estos mensajes virales, tienen más de una lectura y pueden generar muchas incógnitas.

La primera de ellas es si la masa trabajadora estadounidense está dispuesta a asumir el reto de reindustrializar el país, pero con los salarios y las prestaciones sociales que los dueños de las grandes corporaciones se han acostumbrado a pagar durante las tres o cuatro décadas precedentes, las del reinado de las fábricas mudadas a países con mano de obra barata o, incluso, esclavizada.

Debe tenerse en cuenta que en su época de esplendor, a mediados del siglo XX, la hiperindustrializada nación norteamericana pagaba relativamente bien a sus trabajadores, quienes podían soñar con cierto nivel de ascenso social basado en el salario. Los obreros calificados y empleados administrativos forjaron la pujante clase media que se tornó en estereotipo global y pieza de propaganda: familia tradicional (papá, mamá, varios hijos), vivienda en los suburbios con jardín, chimenea, un gran automóvil estacionado en el garaje, una casita para el perro y, en invierno, un muñeco de nieve.

Esta gente bien remunerada (y los aspirantes a serlo) eran el motor de la economía, la que invertía o gastaba sus ingresos en comprar inmuebles, vehículos, toda clase de artefactos eléctricos, muebles y, sobre todo, grandes cantidades de alimentos industrializados en los gigantescos automercados y centros comerciales. De esa manera, la economía casi siempre estaba en crecimiento y EEUU podía proyectar la imagen del paraíso terrenal.

Así cristalizó el american way of life, el modo estadounidense de vida, que se postulaba como un desiderátum para el mundo entero, sobre todo cuando se le comparaba, mediante las artes de la gran industria cultural occidental, con la opaca existencia de los ciudadanos soviéticos y de los países «detrás de la cortina de hierro».

[Y así fue como se produjeron las grandes oleadas migratorias que ahora Trump pretende deshacer con represión, campos de concentración y el apoyo de países-cárcel. Pero esa es otra arista del tema].

En realidad —y así lo ha demostrado el desarrollo de los acontecimientos— ese nivel de vida de las clases medias era una «concesión» del capitalismo estadounidense, destinada a evitar que germinaran las ideas comunistas, socialistas y hasta las moderadamente socialdemócratas. Era el dique para contener la rebelión de los de abajo y el contagio con las visiones colectivistas. El estado de bienestar europeo fue la expresión más observable de esta política de prevención, y es lógico que haya sido así porque el Viejo Continente era la zona de contacto geográfico y humano con el socialismo soviético.

También hay que acotar que esos beneficios laborales no fueron otorgados graciosamente por los capos empresariales. Costaron sangre y sufrimientos tremendos desde mediados del siglo XIX. Baste recordar que los líderes sindicales que encabezaron la lucha por la jornada laboral de ocho horas (era de entre 12 y 16), en el Chicago de 1886, fueron sometidos a la pena capital, adjetivo que este caso cobra más de un sentido.

Los ideólogos neoliberales estimaron que, una vez vencida la Unión Soviética, canceladas todas las alternativas al capitalismo, este podía dejar de “tratar bien” al proletariado. Había que eliminar la propiedad estatal, privatizar los servicios públicos, incluyendo salud y educación, derogar las leyes que contemplasen derechos para los trabajadores y fomentar un clima de sálvese quien pueda, signado por el individualismo y la abominación de lo colectivo. Lo han hecho.

El neoliberalismo, ya en pleno vigor, arrasó con las estructuras sindicales, mediante la venta de la trampa de la contratación individual, como supuesta forma de reconocer los méritos de los mejores empleados y castigar la mediocridad. Los artífices de este formidable tinglado ideológico han logrado convencer al obrero de que su adversario no es el empresario que lo explota sin misericordia, sino el otro obrero, sea por su nacionalidad, su origen étnico o cualquier otra causa. Han conseguido que las masas desposeídas crean que la causa de los problemas fiscales de los países son los pobres que —según esa narrativa— viven a costillas del Estado, los trabajadores retirados que cobran sus jubilaciones (aunque, para ello, hayan cotizado toda su vida) y los extranjeros invasores. Las burguesías quedan así exentas de toda responsabilidad en un mundo en el que hablar de lucha de clases es un anacronismo.

¿Aplastará la plutocracia de EEUU a su proletariado nacional?

Con una organización sindical débil o inexistente y con los trabajadores enfrentados unos contra otros, cabe suponer que será sencillo para los dueños del capital poner a los estadounidenses (blancos y obesos, según el meme chino) a trabajar de nuevo en grandes instalaciones industriales, unidades de producción agrícola, construcción de obras, en el sector salud y otros muchos, pero ya no por salarios decentes, sino por remuneraciones precarias, con horarios de los tiempos previos a los mártires de Chicago, sin seguro médico, con escasas posibilidades de acceso a la educación, a la asistencia sanitaria, a la vivienda y, por extensión, al ansiado ascenso social. 

A la clase trabajadora, al proletariado estadounidense, lo van a tratar como han sido tratados, desde siempre, pero en particular desde finales del siglo pasado, los trabajadores migrantes indocumentados y la mano de obra barata, semiesclavizada o esclavizada de las maquilas, en los países hacia donde migraron las grandes marcas de EEUU, en los tiempos borrachos de la globalización.

¿Cuál será la respuesta de la masa trabajadora estadounidense? ¿Comenzarán a desempeñar los trabajos que dejaron de hacer muchos años atrás? En ese caso, ¿los harán bien o decaerá la calidad de lo Made in USA y tendrán una mala fama comparable con lo que hasta hace algún tiempo signaba a los productos chinos? ¿Podrán competir esos bienes en el mercado interno de EEUU, aun con los brutales aranceles que se les impongan a los importados?

Algo parecido puede lucubrarse en el caso de los mercados internacionales: ¿podrán los productos hechos en las nuevas unidades de producción asentadas en EEUU competir con sus pares de China y otras potencias, teniendo en cuenta que tendrán mayores costos, probablemente menor calidad y estarán también pechados por altos aranceles que, en reciprocidad, les aplicarán numerosos países?

Aquí surge otra variable hipotética: ¿Y si los otrora poderosos sindicatos estadounidenses recobran vida y se alzan contra esa tal reindustrialización basada en la hiperexplotación de los obreros y empleados, incluso en los nacidos y criados en el país imperial, los blancos, anglosajones, conservadores y protestantes que constituyen la base política de Trump y sus congéneres?

Si brota una nueva modalidad de lucha de clases en el corazón de la potencia declinante, ¿comenzará a resurgir la profecía leninista de que la revolución socialista definitiva detonaría en el centro mismo del imperialismo, visto como etapa superior del capitalismo? ¿Se reformulará el lema del Manifiesto comunista: “proletarios del mundo, uníos”? ¿O se hará aún más universal la regresión histórica a los tiempos del capitalismo originario, emblematizada en el meme de los estadounidenses pasados de peso cosiendo a máquina?

(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)

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