*JUAN MARTORANO.
Uno de los proyectos del Campamento 12 está
patrocinado por la CIA; su nombre en clave es “Visión Despejada”
y se centra en reproducir una biobomba de construcción rusa cuyos
planos robó la CIA. La sencillez de su construcción la hace
apropiada para un Estado canalla o un grupo terrorista, como Al Qaeda
de Osama Bin Laden, que para ese entonces encabezaba la lista de la
CIA de organizaciones terroristas.
La fuente afirmaba que el Campamento 12 estaba a
cargo de una unidad poco conocida del Pentágono llamada Agencia de
Reducción de Blancos de Defensa. Con todo, ¿Por qué iba el
entonces Presidente Bush a correr el riesgo de irritar a sus aliados
occidentales- en particular Francia y Alemania- permitiendo que el
Campamento 12 siguiera adelante con su trabajo secreto y mortífero?
Ya había un doloroso encontronazo en su viaje a Europa ese mismo año
cuando amenazó con retirarse del Tratado Antimisiles para promover
un escudo de defensa antimisiles. También se había negado a firmar
el Protocolo de Kioto sobre el cambio climático. Sin embargo,
permitir que continuara en funcionamiento lo que era posiblemente la
fábrica de guerra bacteriológica más grande del mundo, ubicada en
pleno corazón de Estados Unidos... ¿era eso posible?
Thomas Gordon llamó a la oficina de Donald
Rumsfeld, para ese entonces Secretario de Defensa de Estados Unidos.
Un miembro de su personal le dijo que “cualquier trabajo realizado
por Estados Unidos en ese ámbito es puramente defensivo” ¿era ésa
también la opinión del presidente? Llamé a la Casa Blanca. Ari
Fleischer, a la sazón portavoz de aquella Administración y ya un
personaje conocido en el atril de ruedas de prensa de la Casa Blanca,
dijo: “Estados Unidos tiene marcha desde hace cierto tiempo un
programa ideado para proteger a nuestros y nuestras reclutas de los
peligros de la guerra química y biológica”.
El conciso Fleischer no quiso decir nada más. La
fuente resultó de más utilidad. El Campamento 12 está amasando un
enorme arsenal biológico para ver “hasta donde podría llegar un
Estado canalla o grupo terrorista; la investigación en curso en el
desierto de Nevada tiene por objetivo imitar los pasos que darían
para construir su propio arsenal de armas biológicas”. Tras una
pausa, añadió... “o eso dicen”.
Si bien tenía cierto sentido, también era
sorprendente que a nadie se le hubiera ocurrido antes. Además, si en
algún punto del mundo estuviera sucediendo algo que justificase
tiempo, los recursos y el dinero invertidos en la creación y
mantenimiento del Campamento 12, la vigilancia por satélite de la
que se jactaba con sobrados motivos Estados Unidos y los miles de
millones de dólares que invertía cada año en recopilar
información... ¿ no lo hubiera detectado? Una semana más tarde
llegó la respuesta en forma de la destrucción del World Trade
Center, el 11 de septiembre de 2001, y parte del Pentágono. Desde
ese momento el mundo cambió para todos. En cuestión de días el
fantasma de unas armas biológicas en manos de Bin Laden se convirtió
en una espantosa realidad. Los “gérmenes patrióticos” cuyas
alabanzas cantara Sidney Gottlieb para Bill Buckley se alzaban para
atormentar a sus succesores en Langley y Fort Detrick.
Después de Hiroshima y Nagasaki el mundo supo lo
que las bombas atómicas podían causar. Las históricas imágenes
están a la vista de todos. Sin embargo, aparte de un fragmento de
película – el metraje del envenenamiento de un grupo de kurdos por
parte de Saddam Hussein- el mundo todavía no era consciente del
pleno efecto de las armas biológicas; de que, de entre todas las
armas disponibles, la bioarma comete el mayor crimen en contra de la
humanidad.
Tras el 11 de septiembre, las armas biológicas por
fin llegaron a la conciencia colectiva del mundo con la dispersión
de ántrax por Estados Unidos. Pocos se detuvieron a plantearse lo
que eso implicaba. Medio siglo antes, Estados Unidos, de acuerdo con
las pruebas presentadas en el libro “Las Armas Secretas de la CIA”
de Thomas Gordon, había experimentado de manera exhaustiva con armas
biológicas acabada la Segunda Guerra Mundial y, posteriormente, en
la guerra de Corea. Al igual que los sucesivos gobiernos
estadounidenses habían mentido sobre el MK-ULTRA al Congreso y el
pueblo de Estados Unidos y, más allá de sus fronteras, a las
naciones del mundo, lo habían hecho también acerca del uso de armas
biológicas. Como mucho, la Administración Bush del siglo XXI se
aferró al trillado bulo de que cualquier programa de guerra
biológica en el que estuviese inmerso era, en palabras del
Secretario de Defensa Rumsfeld en 2001, “siempre puramente
defensivo”.
Sin embargo, hombres como Sidney Gottlieb y todos
aquellos que trabajaron con él estaban enfrascados en la creación
de una enorme y cada vez más sofisticada maquinaria de guerra
biológica para Estados Unidos cuyo fin era el de ser usada como arma
ofensiva. Gran Bretaña había sido un voluntarioso colaborador en
ese empeño. Para hombres como el secretario Rumsfeld y los altos
mandos militares a los que en última instancia controlaba la
coalición formada para combatir el terrorismo en 2001, “salvar
vidas estadounidenses”, parecería ser la justificación para
saltarse o ignorar los dilemas morales que plantea el uso de armas
biológicas o químicas.
En esta idea- que aleja a los hombres y mujeres que
gobiernan de los ciudadanos y ciudadanas que los colocaron en sus
cargos- la que a fin de cuentas pudo haber llevado a personajes
heroicos como Bill Buckley y Frank Olson a decidirse a revelar todo
lo que sabían. Y motivos más que suficientes para haberlos
asesinado.
A medida que Estados Unidos empezaba a recobrarse
poco a poco del atentado del 11 de septiembre, obra de Bin Laden,
cuando ya había empezado la guerra de Afganistán, empezaron a
surgir más datos inquietantes sobre los casos de ántrax que, aunque
esporádicos, seguían declarándose. Salió a la luz que en algunos
casos fatales el ántrax pertenecía a una cepa llamada Ames, y que
esta había sido enviada al Campamento 12 desde el británico Porton
Down en 2001 como parte de la estrecha y continua cooperación entre
los dos países en materia de armas bioquímicas. Bin Laden, al que
en un principio se había creído responsable de los ataques con
ántrax, fue sustituido por otro personaje no menos siniestro. Ari
Fleischer, el portavoz del presidente Bush, lo tildó de “científico
loco. Es posible que el ántrax proceda de un microbiólogo con un
laboratorio bien equipado en Estados Unidos”.
En noviembre de 2001, el FBI reconoció que estaba
indagando si se habían robado esporas de Ames del Campamento 12.
Agentes del MI5 visitaron Porton Down para ver si podían encontrar
alguna pista. El profesor Martin Hugh Jones, de la Universidad
Estatal de Luisiana, que lleva más de treinta años estudiando el
ántrax, dijo que el FBI debería “buscar a un hombre agraviado más
que a un terrorista”. Él podía ser el proverbial científico
loco”. Todo hace apuntar hacia una fuente nacional más que a Bin
Laden.
En la cuenta atrás hacia Acción de Gracias de
2001, hubo otro caso más de inhalación de ántrax. La víctima fue
una anciana de 94 años. El FBI dijo no tener ninguna pista sobre
cómo había muerto. El misterio continuaba. ¿Andaba suelto en
realidad un científico loco? Nadie lo sabía. El miedo que había
empezado tras el 11 de septiembre se prolongó hasta bien entrado el
primer invierno de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo.
Hasta el brote de ántrax había existido un debate
sobre sí se exageraba la amenaza que suponían las armas
bioquímicas. Imperaba el consenso de que la Administración Clinton
había sobrevalorado la amenaza; muchos científicos de fuera de
Estados Unidos opinaban que la pública preocupación de Clinton,
sobre todo acerca del uso de gérmenes como armas, en realidad sólo
había puesto sobre aviso de las posibilidades a los terroristas.
Otros sostenían que esa inquietud era en realidad todo lo que tanía
la Administración Clinton de preparar al pueblo estadounidense para
un regreso a las armas bioquímicas. Al fin y al cabo, había sido
Clinton quien aprobara la creación de la fábrica de gérmenes del
Campamento 12 en la base aérea de Nellis. Y se sabía, según ellos,
que China, Irán, Irak, Corea del Norte y Rusia andaban enfrascados
en nuevos proyectos secretos de guerra bacteriológica. Así pues,
¿Por qué no iba a hacer lo mismo Estados Unidos para preparar un
contraataque y para defenderse? Tales eran las preguntas que
circulaban.
Dentro de la CIA, los médicos habían escrito
documentos sobre la posibilidad de vacunar a todos los miembros de
las Fuerzas Armadas y desarrollar fármacos antivirales – existían
muy pocos- que facilitaran el control de virus tan mortíferos como
la viruela. Sin embargo, el costo se consideró demasiado alto. Otros
señalaban que en la guerra moderna, el uso de armas químicas y
bacteriológicas era escaso; hasta los terroristas más radicales
habían vacilado en usarlas. El único caso conocido en Estados
Unidos se remontaba al 9 de septiembre de 1984, diecisiete años y
dos días antes de los supuestos ataques de Bin Laden al World Trade
Center y el Pentágono. La gente que recordaba lo que había sucedido
en Oregón sacudía la cabeza y decía: “¿Fue en septiembre?
Siempre parece ser una ocasión para el horror de algún tipo”.
Los miembros de una secta, la de los Rajneeshees,
habían lanzado un ataque bioterrorista contra sus vecinos. Habían
adquirido las bacterias de un banco de gérmenes y usado el pequeño
laboratorio clandestino del culto para prepararlos. Habían
envenenado las reservas de comida de un restaurante local. Los
gérmenes eran Salmonella paratyphia, entre otros. Los vecinos del
pueblo acabaron postrados en cama, algunos al borde de la muerte.
Centenares se vieron afectados. Aunque se trataba del primer uso
masivo de gérmenes en suelo estadounidense, el ataque recibió poca
atención. Los culpables fueron condenados a veinte años de prisión
y a pagar cuantiosas multas; cumplieron menos de cuatro años en una
cárcel federal para delincuentes no violentos, de guante blanco. El
cabecilla del culto recibió una condena de diez años de caŕcel con
aplazamiento, pagó 400.000 dólares en indemnizaciones y dejó
Estados Unidos. En septiembre de 2001, se informó de que se
encontraba en el norte de Pakistán, cerca de la frontera con
Afganistán.
“Los gérmenes patrióticos” de los que hablara
una vez Sidney Gottlieb estaban en 2006 muy vivos y a la espera de
volver a golpear. La realidad es que el mundo sigue tan poco
preparado ahora como lo estaba cuando él pronunció estas palabras.
Como en el caso de un terremoto, cuanto más lejos estamos del último
ataque bioquímico, más cerca nos hallamos del siguiente. Con la
salvedad de que un terremoto avisa con mas antelación.
En 2001, el Centro de Contraproliferación, sitio en
la base de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos en Maxwell, Alabama,
publicó un informe acerca de que el régimen del apartheid
sudafricano había llevado a cabo en los años ochenta un programa
llamado “Proyecto Costa”. Uno de sus objetivos había sido crear
una “bomba étnica”, capaz de atacar e incluso matar a población
negra del país sin causar daño alguno a sus habitantes blancos. La
comunidad científica se encogió de hombros y dijo que era
improbable que el Estado sudafricano, a pesar de su política de
guerra declarada contra el Congreso Nacional Africano, dispusiera de
los recursos necesarios para haberse acercado mínimamente a la
creación de un programa de guerra biológica amenazador, por no
hablar de que tuviera capacidad de fabricar una bomba étnica. La
viabilidad de las bioarmas genéticamente específicas se desvaneció
de los titulares.
Luego, en 2003, el equipo del respetado proyecto
Sunshine, un programa de reflexión conjunta americano-alemán para
analizar el papel de la ingeniería genética en la fabricación de
nuevos tipos de armas biológicas, anunció que las armas
etnoespecíficas eran factibles gracias a las nuevas tecnologías que
traducían las secuencias genéticas que actuaban de detonadores de
cualquier actividad biológica exitosa. Su análisis detallado de una
amplia gama de datos del genoma humano había revelado que:
“Existen en efecto centenares, posiblemente
millares de secuencias apropiadas para armas étnicas específicas.
Es posible que no se requiera de ellas necesariamente que maten, sino
que causen diversos síntomas: esterilidad, cansancio permanente o
cualquier otro problema tal vez no fatal pero sí deseable desde la
perspectiva de un agresor. Podrían usarse en una guerra declarada,
en el campo de batalla o contra la población civil. O quizá ser
utilizadas en operaciones encubiertas o en situaciones de conflicto,
para desestabilizar, perjudicar económicamente o debilitar una
sociedad”. Cualquier parecido con lo ocurrido con Hugo Chávez
y la realidad venezolana no es pura coincidencia. (Resaltado del
articulista).
La clave para crear una bomba étnica exitosa
estribaba en aislar las pequeñas pero cruciales diferencias en el
código genético humano. Esa diferencia no es más que de un 0,1%.
Sin embargo, esa minúscula proporción contiene tres millones de
“letras” del código del genoma, lo que hace imposible una
comparación entre un individuo y otro revele una diferencia
extrapolable a las diferencias entre los grandes grupos étnicos.
Pero esta
publicación de estos trabajos, ya en sus partes finales continuarán,
por razones de espacio, en la próxima entrega.
¡Bolívar
y Chávez viven, y sus luchas y la Patria que nos legaron siguen!
¡Hasta la
Victoria Siempre!
¡Independencia
y Patria Socialista!
¡Viviremos
y Venceremos!
*Abogado,Activista por
los Derechos Humanos,Militante Revolucionario y de la Red Nacional de
Tuiter@s Socialistas (RENTSOC).http://juanmartorano.blogspot.com/
http://juanmartorano.wordpress.com/
,jmartoranoster@gmail .com
,j_martorano@hotmail.com
,juan _martoranocastillo@yahoo. com. ar . @juanmartorano (Cuenta en
Tuiter).
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