Por Juan Carlos Monedero*
Cuando Maquiavelo escribió El príncipe, pocas eran las noticias que llegaban del Nuevo Mundo. En cualquier caso, noticias de bárbaros, caníbales, de gente sin Dios, sujetos determinados por la fortuna a la obediencia y la sumisión. Si el florentino estaba inaugurando la moderna ciencia política al separar el cargo del príncipe de su propia condición (no bastaba la cercanía con el Supremo, sino que debía ganarse el trono y luchar por mantenerlo, es decir, debía hacer política), estaba igualmente cargando las tintas en una manera de lograr el orden público donde el miedo y la amenaza eran esenciales. Bartolomé de las Casas terminaría viendo en los indios alguna suerte de habitantes buenos de un buen paraíso. Horas antes de las recientes elecciones de Venezuela, el premio nobel de la paz Barack Obama recordó que en esa parte de América del Sur llamada República Bolivariana de Venezuela no había libertades. Esa costumbre tan norteamericana de inmiscuirse en las elecciones de otros lugares. La culpa del liberticidio, como siempre desde 1998, era de Chávez. Ni un comentario sobre su salud (“no comentamos sobre la salud del Presidente venezolano”), pero comentarios sobre el resultado deseado de las elecciones. Los imperios tienen raros protocolos. En ese momento, un niño estaba a punto de entrar en un colegio para asesinar a otros niños con armas que construyen y venden los adultos. Pero lo relevante era Chávez. Los indios siguen siendo menos predecibles para los herederos de los puritanos ingleses del Mayflower.
La oposición venezolana acaba de recibir otro soberano revolcón en las urnas. Y van 16, de 17 elecciones, ganadas por Chávez . De 23 Estados, 20 se han vestido de rojo. La oposición ha perdido, incluso, la plaza que le permitió articular las dos últimas candidaturas contra Chávez, el Zulia, el Estado petrolero garantía de los desembolsos provenientes de los Estados Unidos. En algunos Estados, la diferencia ha sido de más de 50 puntos de distancia. Por parte de la oposición, la única victoria real, y por apenas seis puntos, ha sido en Miranda, a donde regresó el gobernador Capriles Radonski después del varapalo del 7 de octubre. Le iba en ello tener la posibilidad de volver a presentarse. Aunque el magro resultado obtenido y el fardo de la derrota en las elecciones presidenciales, no le hacen tener todas consigo a la hora de volver a ganar el apoyo de todas las fuerzas que configuran la otrora llamada “Mesa de la unidad”.
Ante un candidato perdedor, las razones para la unidad se disipan, y Acción Democrática (el partido amigo de Felipe González), no va a estar muy dispuesto a regalarle a nadie la posibilidad de presentar a un candidato propio como hiciera en las elecciones pasadas al perder las primarias. La socialdemocracia vertebró Venezuela durante la IV República y no va a tropezar dos veces en la misma piedra. Veremos de nuevo, por tanto, una profunda discusión dentro de las filas del antichavismo, algo, por otro lado, muy propio de una oposición que no termina de tener patria (un argumento “exonerador” expresado por la oposición para dar cuenta de la derrota en las elecciones, ha sido la fecha de los comicios: “los chavistas escogieron estas fechas porque saben que la clase media se va de vacaciones y no vota”. Un argumento principesco. Cosas, seguro, de los antiguos tiempos donde la renta petrolera fluía en una sola dirección).
La rotunda victoria del chavismo aclara el panorama y permite construir escenarios desde la variable, aún primordial en el escenario venezolano, “enfermedad de Chávez”. En primer lugar, enfría la soberbia nada democrática de la oposición, que estaba ya asesinando o inhabilitando al Presidente, convocando elecciones pasado mañana y ganando sí o sí unas nuevas elecciones cuyo heraldo debía ser el resultado, brillante según la torpe lectura de los asesores y medios de la oposición, en estas elecciones. La victoria de Capriles Radonski en Miranda le da una oportunidad personal, pero en modo alguno ha salido nominado como el candidato único en las previsibles próximas elecciones.
Por parte del chavismo, el resultado tiene cuatro variables. En primer lugar, la satisfacción de haber cumplido con el Presidente convaleciente. En tiempos en los que la elegancia social del regalo pretende suplir la falta de cuidado y atención de las personas, el pueblo de Venezuela ha entendido, para su propio sosiego, que no había mejor regalo para el Presidente que un mapa teñido de rojo bolivariano. En segundo lugar, se consolida la unión cívico-militar. De las 20 gobernaciones, 11 han sido ganadas por militares en situación de retiro (en Venezuela es común alcanzar el generalato a los 55 años), lo que demuestra un compromiso de los uniformados bien alejado de lo que fue la tónica en el continente en esos tiempos en que América, según los Estados Unidos, era de “los americanos”. La satisfacción con el resultado de Diosdado Cabello, quien funge como interlocutor político del cuerpo, era una evidente prueba de que los militares habían hecho su parte de tarea. En tercer lugar, son las primeras elecciones que ha ganado Nicolás Maduro, lo que va disipando ruido y va sembrando la legitimidad del candidato después de que Chávez lo señalara como su sucesor deseado antes de la última operación. Por último, las elecciones suponen un salto en la construcción de lo que se llama “geometría del poder”, uno de los motores constituyentes rumbo al socialismo del siglo XXI. Se trata de la reinvención del Estado sobre la base de las comunas, lo que reclama un apoyo territorial que pasa por el poder ahora conseguido en las gobernaciones y el futuro en las alcaldías (previsto para abril del próximo año, cuando tendrán lugar las próximas elecciones). Este resultado, junto con la sanción popular dada el 7 de octubre al Plan socialista de la Patria 2013-2019, trazan una hoja de ruta tan clara como apoyada por la soberanía popular.
Con estos escenarios, parece que la continuación del proceso bolivariano sin la presencia de Chávez en la primera línea de fuego está garantizada. Si el Presidente no pudiera tomar posesión el 10 de enero, la obligatoria convocatoria de nuevas elecciones encontraría al candidato Nicolás Maduro en una mejor posición que hace unos meses (lo que puede explicar el sacrificio de Chávez de hacer una campaña electoral echando el resto, aun sabiendo que lo sensato en términos personales hubiera sido descansar). En unas elecciones inmediatas, la oposición no se habría aún recuperado de sus derrotas y Maduro recibiría una transferencia plena del apoyo a Chávez (siempre y cuando la unidad del chavismo siguiera siendo la pauta, como parece el caso). Si la recuperación se acelerase y Chávez pudiera tomar posesión, igualmente parece probable un escenario donde las elecciones se adelantarían (dudo que ese pueblo que ha llorado con la enfermedad de Chávez, dejara que el Presidente volviera a anteponer su salud a la tarea pública), siendo ese tiempo, que nunca debiera ser superior a un año (una sucesión no puede ser eterna), utilizado para avanzar en el cumplimiento del plan socialista 2013-2019 y para consolidar la figura de Maduro.
Cuando se acude al panteón de Ilustres de América Latina, la figura de los libertadores emerge como la más poderosa. No es extraño que Chávez sea visto como el último libertador que tendrá la América. Para tamaña gesta hacen falta enormes enemigos. Bolívar peleó contra el decadente imperio español. Chávez, contra el poderoso imperio del neoliberalismo. Esa pelea lo ha forjado como un referente mundial. En esa lucha, Chávez no escogió, como ayer, las armas, sino la determinación, el coraje, el convencimiento y el aparato legal y político de las democracias liberales (Constitución, partidos, leyes, tribunales, participación, soberanía). Las armas esenciales para poder desbordar las insuficiencias de ese modelo. Mientras Europa anula sus constituciones para imponer el neoliberalismo, en Venezuela utilizaron las herramientas emancipadoras de las mismas para sentar las bases de un nuevo modelo.
Pero ahí no se agotaban los recursos. Faltaba un arma secreta. La que puede vencer a las desigualdades del capitalismo en crisis. La que puede convertir el odio en una pasión constructiva. La que invita a bajar la bandera propia para dejar ver la bandera colectiva. El arma que Maquiavelo no supo de Chávez: al amor insensato de un pueblo. Un amor capaz de ir contra el imperio más poderoso de la historia, un amor contra las oligarquías, un amor contra los militares anclados en la torturadora Escuela de la Américas, un amor contra la conversión de la vida en un intercambio de mercancías, un amor contra el Vaticano y su anuncio de catástrofes, un amor contra todos los poderosos del mundo.
Que somos pasión y razón lo olvidó Europa caminando ciega a través de esa línea terrible que va de Descartes a Auschwitz. En Venezuela, un país profundamente consumista, hay cosas que, todavía, ni se compran ni se venden. Quizá por eso han puesto en marcha una revolución. El tiempo no es oro y, como recuerda Galeano, no estamos hechos de células sino de historias. Porque sólo en las periferias, sólo en la frontera, no todo está perdido. Quizá por eso lloran en Venezuela por un político que está enfermo. Quizá por eso blasfeman contra Chávez y le regañan por ser un militar que habla tanto, por eso le reclaman que está rodeado de ineficientes y corruptos y le urgen a que cumpla todo lo prometido. Por eso se engañan a sí mismos diciendo que “Chávez es nuestro infiltrado en este gobierno de mierda” y se engañan a sí mismos cuando quieren creerse mejores que los que les gobiernan. Entonces, vuelven a llorar cuando piensan que pueden perderlo y entienden que todos los regaños van dirigidos a la única persona que, después de tantos años, estaba dispuesta a escucharlos.
Venezuela ha tenido que hacerse mayor deprisa y corriendo por la enfermedad del padre. El niño se seca las lágrimas y mira en el horizonte desde esa misma esquina.
* Profesor de ciencia política de la Universidad Complutense de Madrid
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