domingo, 23 de diciembre de 2012

Pare de Sufrir: Fin de mundo

LUIS BRITTO GARCÍA


Escribo esto el 18 de diciembre de 2012 para que salga publicado el 23, lo cual testimonia mi fe de que el mundo no se acaba el 21. Pero si sucede, nadie sobrevivirá para burlarse de mi equivocación.
Lo que hace poco creíble el fin del mundo es que ha sido anunciado demasiadas veces. Platón decía que, transcurridos 25.000 años, todo lo ocurrido volvería a suceder, pero al revés, y así sucesivamente. Creían los estoicos que el mundo se consumiría en un cataclismo, tras el cual todo se repetiría exactamente igual, y así por la eternidad.

No hay mitología que no suministre partida de nacimiento y de defunción del mundo. Creen los hindúes que tras cuatro Yugas éste perece en la Kali Yuga, para renacer indefinidamente; los escandinavos, que su extinción llegará como Gotterdammerung o Crepúsculo de los Dioses. El Calendario Maya no va más allá del 21 de diciembre de 2012, pero ningún calendario puede ser infinito, salvo por repetición teórica. 

El Apocalipsis de San Juan pronostica que las estrellas caerán a la Tierra, pero no dice cuándo. Predicaban los cristianos que el Fin de los Tiempos llegaría antes de que murieran quienes habían conocido a Jesús. Fallecieron esos bienaventurados y el mundo siguió andando, por lo que se postergó la defunción del universo para un milenio después, con idéntico resultado.
Como las autoridades religiosas quedaron en ridículo, traspasaron a adivinos, astrólogos y truhanes la tarea de fechar el Día de la Ira. San Malaquías predijo en el siglo XI que desde entonces habría 112 papas, identificados con vagos sobrenombres. El penúltimo, “Gloria Olivae” correspondería a Benedicto XVI Ratzinger, y el último sería un tal “Petrus Romanus”, tras lo cual “la ciudad de las siete colinas será derruida, y el Juez Tremendo juzgará a los pueblos”. Roma ha sido arrasada tantas veces, que una más no cuenta.
El médico y astrólogo Nostradamus compuso en 1555 una incoherente sarta de cuartetas proféticas susceptibles de cualquier interpretación. Una de ellas anticipa que en 1999 “del cielo vendrá un gran Rey de terror”. Pero desde el Empíreo sólo llueven augurios sin verificar. Según las Profecías de la Pirámide, el mundo se acabaría en 1980; parece que le dieron prórroga.
Avergüenza decirlo: ni beatos ni brujos han concebido un solo final del mundo puntual o interesante. Los novelistas los han inventado más amenos. Citamos ejemplos. Mary W. Shelley, la autora de Frankenstein, imagina en El último hombre (1826) que la humanidad perece por una plaga. Edgar Allan Poe en La conversación de Eiros y Charmion (1839) alucina una catástrofe cósmica que cambia la atmósfera. Eugene Mouton en sus Fantasías (1883) prevé un planeta industrial calcinado por “el exceso del consumo y el exceso de calor que llevan a la combustión espontánea de la Tierra y de todos sus habitantes”. H.G. Wells sueña en La máquina del tiempo (1895) un remotísimo futuro en el cual la tierra caerá en el sol; en La estrella (1897) un choque con un asteroide que borra a la humanidad y en El mundo liberado (1914) un apocalipsis con armas nucleares. M.P. Shiel en La nube púrpura (1901) imagina a la humanidad envenenada por una erupción volcánica de gas cianógeno. En El nuevo Adán Julio Verne la describe ahogada por un crecimiento de los océanos. En Olga Romanoff (1894) George Griffith sueña una Tierra arrasada por el paso de un cometa. En Rajatabla (1971) preveo la muerte térmica del universo. En Abrapalabra (1979), supongo que se bifurcará en infinitos cosmos contradictorios.
Ni siquiera el Fin del Mundo acabará con quienes profetizan su final. Su fijación con la muerte del cosmos revela la obsesión con la propia. Nada más ocioso que hipotetizar sobre la una o la otra. Como decía Celestina, nadie es tan joven que tenga la seguridad de estar vivo al día siguiente, ni tan viejo que no pueda vivir un día más. 

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