Roberto Hernández Montoya
Caracas, 8 de julio de 2011
Algo formidable ocurría en Venezuela antes de 1811. Ríos de tinta se han vaciado sobre lo que ocurrió después y también sobre las causas de la Independencia. Muchas de esas tintas han discurrido lúcidamente y son bien conocidas, de modo que no hace falta evocarlas ahora. Mi enfoque va por otra ruta.
Los fenómenos culturales suelen preceder y sustentar los grandes acontecimientos políticos. Mencionaré tres ejemplos: la Revolución Francesa, precedida por la Ilustración; la Revolución Rusa, precedida por una sucesión de intelectuales que van desde los socialistas utópicos hasta Lenin, pasando por los nihilistas, Mijaíl Bakunin y sus anarquistas, los Socialistas Revolucionarios, etc. Y la Venezuela de la vuelta del siglo XVIII al XIX. No es casualidad que hayan emergido entonces la Escuela de Chacao, Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, Andrés Bello, Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, Juan Lovera y tantos otros que brillaron por la misma época.
Esas figuras no salieron de la nada, alguna temperatura propicia los dio como desenlace: salones, lecturas, aulas, discusiones, reflexiones, cavilaciones solitarias, intercambios, libros y periódicos que circularon, algunos clandestinos, todos sorbidos en aquel entorno colonial, soñolientos solo en apariencia, de una paz que había costado huesos destrozados y miembros encadenados cuando no despedazados de rebeldes, indios y negros evadidos de las haciendas, cumbes, rebeliones desde el Negro Miguel, José Leonardo Chirinos, Gual y España.
En la historia se puede aplicar aquella Ley de Lomonósov y Lavoisier de conservación de la materia, según la cual nada se crea ni se pierde, todo se transforma. O como decía José Ortega y Gasset: «La historia no se tomó el trabajo de pasar para que la ignorásemos», como solicitan algunos que promueven la amnesia colectiva como modo de vivir en un eterno presente, como las ardillas y la pereza de la Plaza Bolívar.
Aquella suerte de «milagro ático», como llamó Karl Marx a la Grecia de los grandes filósofos, que ocurrió sobre todo en Caracas, no fue una sucesión de eventos inconexos. Durante esas gestaciones de grandes cambios históricos se van alimentando en las entrañas de la sociedad procesos principalmente intelectuales y estéticos, que finalmente se descargan como una avalancha, sea pacífica, sea violenta. En cualquier caso se trata de desarrollos que implican cualquier grado de desequilibrio, tensión, conflicto, enfrentamiento, aún en el caso de que se desplieguen en paz, como en el actual proceso venezolano.
En esos ciclos las naciones van engendrando procesos coherentes y a la vez contradictorios, anotados por la dialéctica, hasta culminar en resultados que ponen a esas naciones por delante de las circunstancias que los produjeron. Así ocurrió, por ejemplo, en la Venezuela anterior a los sucesos del Caracazo. Un conjunto de intelectuales y artistas estuvieron formando durante no menos de tres décadas recursos conceptuales, simbólicos, estéticos, éticos, que guiaron al país hacia esos acontecimientos y los que vinieron luego, 1992 y finalmente lo que hoy vivimos viviendo.
En aquel desperezar colonial el orden social obedecía a una disciplina nerviosa, feroz, malhumorada, que no consentía mínimas transgresiones, ni puestas en duda. Pero fue para sorpresa de todos, aún hoy, incluso de ellos mismos, que los que fueron formados para ser administradores coloniales fueron no solo trasgresores sino que dirigieron la ruptura con el orden imperial. La Corona contaba con Bolívar, con Bello, con Miranda, con San Martín, con Artigas, con Martí, y con toda la innumerable legión de insurgentes, para tutelar los intereses de Su Majestad y de sus clases sociales aliadas. Pero algo salió mal y lo que salió mal es que el ser humano no es una relojería astronómica en que cada cuerpo celeste da vueltas como entonces se pensaba: de un modo cronometrado y tenaz. El ser humano no es así, ni siquiera la materia se comporta así, hay incertidumbre en el Universo, hay indeterminaciones, la Ley de Lomonósov-Lavoisier tiene su según y como. Y si el Universo no es como pensaba Pierre-Simon Laplace, un reloj terco y cabeza dura, mucho menos lo es el ser humano. Nada es fatal, todo es probabilístico.
Aquellos hombres, aquellas mujeres, fueron sacando de sí lo que luego pusieron por delante como iniciativas, ideas, actitudes, desafíos, audacias, arrojos, muchos de los cuales aún nos causan asombro, muchos de los cuales apenas comenzamos a entender cuando no los tenemos como materia pendiente. La Gramática de Andrés Bello, la que redactó «para uso de los americanos», es un monumento de la inteligencia humana que aún estamos por entender en su plenitud. Y eso por solo mencionar un ejemplo, para no discurrir por ese otro monumento que es la Colombeia, hoy al fin disponible para el mundo a través de Internet. O la obra de Bolívar, Sucre, Simón Rodríguez, Juan Germán Roscio y de tantos otros que nos dejaron una herencia que no es solo para nosotros, porque en Venezuela predomina una vocación generosa que nos lleva a no gozar lo que tenemos si no lo compartimos.
Pero también padecemos la mala costumbre de olvidar sin superar. Es así como podríamos enumerar caudales culturales que hemos ido abandonando por los caminos. Una de las estrategias de dominación imperial es desvalorizar al dominado y convencerlo de que no vale nada. Es así como nos han persuadido de que no hay peor país que Venezuela, que somos haraganes, pícaros, ineptos, violentos e inmorales. No hay nada en la nación, salvo tal vez su naturaleza, que se pueda rescatar. Es así como hemos echado al cesto la obra gigantesca de Andrés Bello, para solo mencionar a una ocurrencia notoria. Ya casi no leemos a Rómulo Gallegos. Es algo que estamos comenzando a superar, pues gracias a este proceso hemos ido rescatando valores que aún para algunos no merecen siquiera una mención piadosa. Es así como cierta porción de la juventud no entiende nada que no sea centro comercial. Son los que desfilan por las calles pidiendo libertad para peligrosos forajidos.
La España de 1811 era no solo el Imperio donde no se ponía el sol, sino el más poderoso que había existido hasta entonces sobre la Tierra. Una provincia pequeña en población se atrevió a desafiar la más alta tecnología militar de su época. Hay que ponerse en la perspectiva de aquellos tiempos en que no solo había que afrontar ejércitos bien armados y experimentados, bien alimentados y entrenados, con la moral que infunde la soberbia de siglos de dominación, sino con un sistema doctrinario bien asentado en dogmas defendidos con hogueras y textos sagrados que pocos se atrevían siquiera a poner en duda. Era lo más difícil: atreverse a adentrarse en libros excomulgados, que era pecado nada más leer. Era osar siquiera examinar ideas que ya venían marcadas como herejía, pero que la sociedad colonial, tal vez por eso mismo, se arriesgó a examinar, discutir, adoptar. A la humanidad le cuesta aún aceptar los obvios ideales de igualdad, fraternidad y libertad de la Revolución Francesa. El siglo XX vivió con el fascismo una masiva negación de esos ideales. El paradigma de que el ser humano no es lo que es por nacimiento sino que se hace fue repudiado en favor de la idea según la cual bastaba nacer ario o judío para ser celebrado o condenado al exterminio. Aún vivimos esas realidades no solo en Palestina sino aquí mismo en Venezuela, en donde hay quienes repudian a la mayoría en nombre de su nacimiento, el tinte de su piel o su modo de hablar, vestir y comer. Afortunadamente es esa mayoría despreciada la que hoy predomina y gobierna.
Y es gracias a ese desafío intelectual de 1811 como hoy en Venezuela no podemos concebir que haya por ahí entre nosotros, tal vez en esta misma cámara, un rey o una reina, a quien debemos llamar majestad y hacer una reverencia y hasta tal vez una genuflexión. Ninguna persona en esta cámara merecería de ninguna otra ese homenaje y lo que es más decisivo: ninguna persona pretendería merecerlo. Es más, cualquier exigencia de esa naturaleza no haría sino inspirar diversión. Esta república radical que bulle en nuestras mentes no tiene plena vigencia ni en Europa, su cuna, por ejemplo, en donde las multitudes aclaman bodas reales en medio de una pompa y circunstancia que contrastan con su actual infortunio económico.
No fue fácil concebir aquellas ideas como tampoco lo fue enarbolarlas y defenderlas. España nos envió lo que hoy llamaríamos sus tropas de élite, su armamento de última tecnología, al mando de estrategas que habían ganado sus galones venciendo ejércitos napoleónicos a quienes 40 siglos de historia contemplaban. No fue fácil, significó la muerte de una parte importante de la población, que algunos calculan en más de la mitad. Porque no solo enfrentaron ejércitos y sistemas ideológicos sino que la naturaleza se exasperó con ellos. La historia, se ha dicho, se vive primero como tragedia y luego como comedia. En aquella ocasión el alto clero predicó que el Terremoto de 1812 se debió al «pecado» de la Independencia. En 1999 los herederos ideológicos de aquel mismo clero predicaron que las inundaciones y deslaves que cubrieron gran parte del territorio nacional se debieron a que los venezolanos votamos el día anterior por la Constitución hoy vigente. ¿Es acaso coincidencia? No sé, es una duda que tengo.
En aquellos años la Guerra de Independencia americana, de la que Venezuela fue vanguardia, significó un hito en el devenir histórico. Esa independencia significó la declinación de unos imperios en favor de otros. Cambió el destino de todo un Continente. Fue tan radical aquel proyecto que aún nos cuesta una enormidad, como estamos viendo desde la frontera con los Estados Unidos hasta la Antártida. Cuánto cuesta reclamar hasta los derechos más elementales. Hay que ver lo que nos ha causado la audacia de dar alimentación, educación formal y salud a los que nunca las tuvieron en cantidad y calidad suficientes. Cómo se burlaron de la alfabetización, cómo rechazan a los mandatarios que tienen el atrevimiento de animar reformas, aun tímidas, que favorezcan a los que no tienen lo que tienen que tener. Es el método bonsái: apenas un país comienza a desarrollar sus potenciales viene el Imperio y troncha sus ramas y raíces, para que se mantenga subdesarrollado. Y luego nos culpan del subdesarrollo, claro.
Fuimos vanguardia en 1811 y lo somos ahora, desde 1989. Luis Britto García ha advertido que el Caracazo fue la primera rebelión contra el Fondo Monetario Internacional y el neoliberalismo. Desde hace dos años presenciamos lo que podríamos llamar un «Atenazo». Los atenienses, con el perro Lukánikos a la cabeza, protagonizan ahora lo que los caraqueños en 1989. Hasta Atenas está siguiendo el ejemplo que Caracas dio. Y no solo Atenas, sino la Puerta del Sol, Barcelona la de Cataluña, la Plaza de la Bastilla, los estudiantes de Londres y tantos otros, sin contar la rebelión de los estudiantes chilenos.
Las perspectivas económicas de Europa están cercadas ideológicamente por los dogmas neoliberales según los cuales no hay otro horizonte de lo concebible o, como decía Margaret Thatcher: «No hay alternativa» distinta a hacer más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Venezuela demuestra cómo se puede superar una crisis que ella no creó. Se impone a Grecia un paquete demasiado parecido al de 1989 en Venezuela como para que sea casualidad. Se exige austeridad a los pobres mientras la nueva Directora del FMI aumenta su sueldo en un 11%. Es que Mme Christine Lagarde no es pobre. En los Estados Unidos se ofrecen medidas de salvamento para la banca generadora de la crisis, mientras se echa a la calle a gente que ahora tiene que aprender a vivir sin itinerario.
He visto a europeos pedirme con lágrimas en los ojos que cuidemos esta revolución, diciéndome que somos la única esperanza que les queda. Tenemos una alta responsabilidad los venezolanos y venezolanas de hoy, como la tuvimos ayer. Por muchas razones, que no me atrevo a intentar dilucidar, a Venezuela le han tocado varios momentos cruciales de vigencia mundial, especialmente durante la Independencia, o cuando varias potencias europeas nos bloquearon en 1902 y ahora. No es casualidad que se hayan confabulado contra nosotros los 700 mil millones de dólares entre gastos militares y de inteligencia, la curia, el gran capital, los máximos forajidos del mundo. ¿Sorprende a alguien que algo de esos dólares manche algunas manos entre nosotros? Recientes revelaciones nos lo narran.
Nuestra osadía actual es, pues, comparable a la de 1811, cuando también desafiamos el mayor poder imperial conocido hasta entonces. Estamos, pues, acostumbrados ya a desafiar, y derrotar, imperios. Están todos invitados e invitadas a esta fiesta permanente, la más bella posible.
roberto.hernandez.montoya@gmail.com
sábado, 9 de julio de 2011
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