Marta Dillon
Ahora que es realidad no puedo decir que lo soñé alguna vez. Es que aunque a veces se habla de las convicciones profundas en términos de sueño, ellas habitan en las cosas y los hechos concretos de este mundo. No podía soñar con que iba a llegar el día en que pudiera, finalmente, inscribir a mi hijo menor como lo que es, mi hijo. Que cuando aprenda a hablar y le pregunten su nombre pueda decir Furio Carri Dillon. O Furio Dillon Carri, aprovechándonos de esa ventaja que tenemos las lesbianas en desmedro de las mujeres heterosexuales –Liliana Teresita Negre dixit– de elegir cuál apellido va primero. No lo soñé. Pero, ahora que es realidad, ¿de qué se trata esta sensación de estar acariciando con mis propias manos esas nubes gordas que prometen nieve en Buenos Aires para hoy mismo? ¿No se parece demasiado a estar habitando ese territorio en el que es posible tanto volar como ser otra y a la vez ser yo misma? Y no, no tengo que restregarme los ojos, estoy despierta, aunque de a ratos tengo que secármelos porque las lágrimas arrecian como agua corriendo sobre la ventana de los viejos restaurantes chinos.
Mi compañera –ya no tengo que decirle “esposa”, porque ahora el tipo de vínculo estará en el papel y yo puedo elegir la palabra que mejor la represente– mandó ayer un mensaje de texto en respuesta a tantos de amigos y amigas que llenaron nuestras casillas: “Viva la patria”, decía. Y a mí sólo me dan ganas de besarla en la boca, de ponernos a bailar en medio del desayuno, de irme de viaje para siempre por la orilla de su cintura. Porque en ese “Viva la patria” se cruzan una suma de dolores y experiencias compartidas que siempre estamos resignificando.
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