miércoles, 21 de julio de 2010

De la prueba de la existencia de Dios.

Rita Casañas

De todos los miembros de la alta jerarquía eclesiástica nacional se tiene sospecha fundada, según confidencia trasegada desde la Nunciatura, que tan solo un clérigo, único y heroico, a duras penas y en humillante secreto, aun tiene dudas sobre la inexistencia de Dios, lo cual no deja de inquietar a sus iguales y mantenerlos en permanente ojo avizor en torno a sus movimientos, no vaya a ocurrir que pueda este valerse de tan ominosa información y dedicarse a limitar sus actuaciones o de abortar acuerdos.

El Cardenal, su agraciada y reverendísima eminencia, que en la actualidad se alboroza ofreciendo en público y a través de la industria mediática sus mas artificiosos giros retóricos para congraciarse, aun más, con sus preciados señores de la oligarquía criolla y para de paso afirmar su preeminencia dentro del mundo eclesiástico, similares dudas tuvo en su edad intermedia, pudiendo formidablemente superarlas poco tiempo después de haber logrado sus primeras pasantias regidoras como obispo auxiliar de la diócesis de Caracas. Ello, coincidencialmente, cuando unos afanes no tan bien disimulados de hacerse de una suficiente nombradía le martirizaban las casi siempre solitarias noches de ayunos carnales que con tanta insistencia le acechaban y le imponían de un universo de austeridad y silencio.

Pero en realidad fue solo a partir de que asumiera el arzobispado de Valencia, ya en pleno gozo de las prerrogativas y otras inmunidades que su nueva investidura suponía, cuando pudo lograr conciencia plena y suficiente de que la fe en Cristo, aquella que con tanto denuedo y pasión cultivó en sus años de inocencia, solo era asunto legítimo de ostentar en la candidez de los primeros años como seminarista y sacerdote , vislumbrando igualmente, que su uso no pasaba de ser insumo masivo para alimentar la fantasía feligresa de una vida transitoria y de observancias. Fantasía esta de la que estaba conteste era causa de la palpable realidad de su encumbrada posición y único argumento razonable para seguir aspirando el privilegiado cápelo que ahuyentaría para siempre sus miedos de orfandad y carencias.

Muy a pesar de las reiterativas aprensiones que por aquellos tiempos de austera vocación pastoral y de íngrima lealtad a la fe que aun le persiguieran en forma de recuerdo, supo entrever admirablemente que la hoguera de apetencias que anidaban en su menospreciado cuerpo, revelaban fehacientemente por si solas, (de manera clara y distinta -Descartes dixit), que esa misma materia era de la que estaba hecho el mundo y todos los seres que en él coexistían, y que a su vez era condición de todo probable universo, y que cualquier intento de encontrar un ser trascendente, no material, que lo justificara como creador, solo remitía a pamplinas de teólogo holgazán o baladronadas de hipócrita consumado. No dejando de comprender, casi en paralelo, que esta blasfema convicción, este axioma vivencial de radical mundanidad, debería ser siempre una especie tercamente a desmentir y negar en publico, so pena de incurrir en una imprevisible contradicción que de buen seguro culminaría en escándalo y le acarrearía perder la posibilidad de colmar, con regularidad y en sigilo, el caudaloso apetito carnal no colmado que desde sus años adolescentes lo único que hacían era sumirlo en el desconcierto y por instantes devorarlo hasta casi desfallecer.

De esta manera su ascenso predecible al arzobispado, logrado a fuerza de meticulosos conciertos, firmes alianzas y comedidas rupturas, le permitió no solo el ingreso a una instancia en la que se le facilitaba con mayor frecuencia el dominio de espacios de distensión carnal en condiciones de elevada seguridad, sino que a su vez, esta nueva dignidad suya, le concedió una autoridad personal y un estrenado atractivo físico de tal índole, que no pocas oportunidades inéditas de delectación de trastienda le otorgaron, ahorrándose así el tener que acudir a los dilatados y engorrosos maromas que toda búsqueda de este tipo supone dentro del ambiente eclesiástico; ya sea, verbigracia, que se presentara fácil en la necesidad apremiante y desbordada de algunos de sus hermanados ofreciéndole estos las mas resguardadas emergencias que el mal entendido celibato les vedaba; ya que algún feligrés desvariado incurriera ante sí en flagrante petición de esas que son improbables de eludir, ya que algún emponzoñado espontáneo se aposentara confesional y onerosamente voluptuoso ofrendando unos nada despreciables atributos, ya que una vertiente acelerada de insinuaciones pecaminosas se le transmitieran por inéditos e interesantes personajes con el evidente propósito de ser degustadas en silencio y prestas a la consideración; ya que cualquier sorpresa aconteciera desnuda en obligada y nada despreciable intimidad etc. Todo ello a tal punto y con tanta regularidad que su edad de barón otoñal no dejaba de asombrar a sus íntimos confidentes, al no cesar esta de presentarse resucitada por los ingentes raudales de deseo satisfecho que a troche y moche se le obsequiaban.

Pero no por ello, y por todo lo luego sobrevenido, el Cardenal olvidaría su costumbre de retrotraerse caviloso al pasado, esa que al menos una vez al mes acometía y que era desplegada al ritmo de unos considerables sorbos a su habitual Bordeaux Supérieurs, en la que se proyectaba los momentos mas relevantes de su vida religiosa y la lenta metamorfosis que supuso. Era de esta manera que se solazaba recapitulando, contradictoriamente nostálgico, aquellos primeros momentos de dedicación discipular en el Seminario de San Agustine en la que abordó con purísima sobriedad y autenticidad, con mansedumbre monacal, la convicción propalada por los Primeros Padres de que la existencia de Dios se prueba por sí misma en la práctica de la fe en Dios, bastándose con el mero acto de creer que es a priori atributo demostrativo de su existencia. Y como luego, en plena faena estudiantil en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma tuvo que habérselas con la injerencia de la razón y la lógica aristotélica, en la oportunidad que se adentró receloso, por segunda vez, al examen de la prueba ontológica de la existencia de Dios de San Anselmo de Canterbury, cuya completitud y redondez argumental y cuyo sobrecogedor nominalismo, finalmente comprendió y asumió para disipar pasajeramente y cual bálsamo milagroso, sus temores formales y académicos en torno al dogma de la fe, temores que para el momento ya arreciaban, acicateados por las plutónicas pulsiones de un cuerpo ya proclive a desatender los dictados de la fe en pos de acometer su propia reivindicación.

También recordaba aquellos tiempos de turbadoras lecturas que a hurtadillas y subrepticiamente solía permitirse en la tranquilidad de su claustro, en la que el tema que predominaba era el de la Inquisición y los ejemplarizantes espectáculos de Autos de Fe que por causa de ella proliferaron. Rememoraba con ahínco y placer las mórbidas narraciones sobre la implacable persecución de herejes que la Santa Inquisición desató y la mayúscula tirria con la que estos eran ajusticiados mayormente a propósito de ardientes y escarnecíentes hogueras que dilataban el martirio de los condenados hasta los limites de lo dantesco. Invocaba igualmente su eminencia la lectura de los documentos de los Autos de Fe, la dramática, grave y pormenorizada adición de reprobaciones que allí se explayaban, en la que reconocía un incipiente pero poderoso deleite artístico que le era transmitido por soplos precisos de satisfacción y por la inefable convicción de haberse cumplido la ley divina.

Así también se reía en silencio y con nostálgica sorna al recordar como se lamentaba puerilmente por el hecho infausto de no haber corrido la misma suerte histórica de aquellos condenados el hereje Martín Lútero; aquel blasfemo apóstata quien tuvo la osadía infeliz de reparar, ante la mismísima autoridad papal, la imposición de indulgencias que eran la fuente principal de manutención de la iglesia, de prorrumpir escandaloso por toda Alemania generando sedición y caos contra la autoridad eclesiástica, de generar un cisma de la que aun los católicos romanos no se han sobrepuesto del todo y de menoscabar la fiel observancia del celibato, única garantía de paz interior y de vida sin sobresaltos en el quehacer pastoral.

Pero sobre todo le gustaba recordar el instante de climaterio en su carrera como religioso, su verdadero antes y después, su momento privilegiado que devela a todos los demás, ocurrido cuando ya se encontraba en posesión de suficientes conocimientos, experiencias y autoritas, y convencido que las insinuaciones de sus superiores iban en ese sentido. Fue en una noche veleidosa y dulce, que supuso de clara luna en los penumbrosos recovecos de la colonial catedral. Noche de efervescentes libaciones y de grata aunque inusual compañía, de juras de amor sin medida, en la que dos cuerpos retozaban insaciables y lidiaban una comunión imposible; en las que dos labios no claudicaban ante el frenesí succionador; en la que dos pretendían lo uno. Fue la noche de un encuentro ejemplar como ninguno de los anteriores, uno que resarciría para siempre las zahirientes e interminables noches de oquedad y silencio de su juvenil vocación. Fue la noche en la que abrió su pecho al verdadero amor y que le impuso de la más absorbente de las sensaciones. Fue la noche que tuvo el valor de farfullar, pleno y exultante de convicción, ya a punto del amanecer, la frase de Nietzsche, el más odiado y sofisticado de los ateos: Dios ha muerto.

Recordaba también, sin poder evitar el ironizarse y cerciorarse de tener puesto el cápelo, lo fácil y fluido que todo acontecería después de esa noche dispendiosa y hechicera.

ritakasanas@yahoo.es

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