Carola Chávez
Un día, hace poco menos más de dos meses, la vida en el edificio cambió de manera radical. Todo por culpa de Maduro, claro. Resulta que una tarde, un grupo de encapuchados quemaba y rompía cosas para hacer su barricada delante del edificio, y claro, se defendían lanzándoles molotovs a la guardia y la policía que pretendían violar su derecho a quemar y romper cosas para hacer su barricada. Esos muchachos cerraban nuestra calle con nosotros adentro en nombre de la libertad. Ellos son nuestros libertadores.
Así, una tarde, cuando llegó la guardia nacional a llevárselos presos, nosotros, los vecinos, no dudamos en abrir el portón para que los libertadores se refugiaran en nuestra propiedad privada, inviolable, sagrada, aún en esta dictadura comunista. Entraron corriendo con sus escudos, con sus capuchas, hediondos a gasolina, pobrecitos. Esperábamos que algunos de ellos subieran a sus apartamentos, con sus papás, pero ninguno se movió de la planta baja. Parecían no saber, no tener a dónde ir. “No son de este edificio” -comentó Gladys. “Deben ser de los edificios de al lado”.
Caía la noche, la guardia no se iba y había que resguardar a nuestros héroes. Así, terminaron en la sala de fiesta del edificio. Les bajamos comida, cobijas y algunas almohadas. Allí pasaron la noche.
Apenas amanecía cuando salieron todos a retomar la calle, calle y más calle; a rehacer la barricada que nos mantendría presos en nuestras casas en nombre de la libertad. Un nuevo día de basura quemada, postes de luz arrancados de raíz atravesados en la calle, bien hecho, para que nadie pudiera pasar, y menos esos guardias que se quieren llevar a nuestros héroes.
Otra refriega con los esbirros al final de la tarde, otra vez los encapuchados libertarios alojados en nuestra sala de fiesta. Esta vez más confiados, hasta se quitaron las capuchas para comerse los sanduchitos que los vecinos les bajamos. “Lo raro es que si son del edificio de al lado, siempre corran a refugiarse en el nuestro” -dijo Gladys, nerviosa, porque notó que los chamos no eran tan blancos como los imaginó cuando llevaban la capucha.
Como la lucha es para largo, por eso se llama resistencia, según explicó Audi Guevara, los héroes encapuchados empezaron a hacer turnos de calle, calle y más calle. Mientras unos destrozaban cosas afuera, otros destrozaban la jardinería de nuestro edificio, usando nuestros lindos materos de brillantinas como sillas, tarimas y camas. Ya no se conformaban con permanecer en el salón de fiesta, ya casi no cabían en él. Sin que nos diéramos cuenta, cada vez que abríamos el portón para salvarlos, se metían dos o tres nuevos encapuchados a vivir en nuestro edificio.
Pronto empezaron a ponerse pesados, como toda visita que se queda más de la cuenta. Ya no se conformaban con los sanduchitos y jugos que les ofrecíamos. Uno de ellos me pregunto, casi amenazante, si yo no tenia whisky en mi casa. Les tuvimos que bajar esa noche una botella de Pampero aniversario que teníamos guardada en casa por si llegaba una visita. La visita eran los encapuchados.
Llenaron la sala de fiesta y los pasillos del edificio con escudos, botellas de vidrio, y bidones con gasolina, que dejaban arrumados en cualquier parte. También había máscaras antigases, y unos tubos que usan para lanzar cohetones. Gladys, que es maniática con la limpieza, trató de ordenar un poco las áreas comunes, y uno de los héroes la paró en seco: “Doñita, mejor vaya y métase en su cocina no vaya a ser que termine quemándose aquí”. Gladys, lívida, subió a su apartamento y no le hemos vistos bajar más.
Con Miguel, el vecino de 8-B la cosa fue más de miedo: en la entrada de la calle, nuestros huéspedes encapuchados le había cobrado peaje para dejarlo pasar. Todo el efectivo que llevaba, que no era mucho, y por no ser mucho, también tuvo que entregarles su celular. Llegó Miguel mentando madres, mientras nosotros tratábamos de calmarlo, no fuera a ser que los encapuchados lo escucharan. Lo escucharon y uno de ellos se nos acercó y, golpeando a Miguel con su dedo índice en el pecho, preguntó “¿No será que este mariquito es un sapo? ¡Mosca, pues!”. Algunos de los vecinos dieron un defensivo paso atrás, lejos del que podía ser un sapo chavista. Otros sabíamos que Miguel era incapaz de sapear a nadie, que solo estaba bravo porque tuvo que entregar su celular a la causa libertaria. Lo acompañamos hasta su casa y le recomendamos, nos recomendamos, guardar cualquier queja en el fondo de nuestras almas.
Tantas semanas después, cuando el olor a basura quemada nos resultaba hogareño, cuando habíamos perdido el hilo de cuántos y cuáles encapuchados entraban y salían de nuestra propiedad, cuando ya estábamos acostumbrados a llevar dinero para el peaje cada vez que íbamos a salir, cuando nuestros hijos estaban felices de que las vacaciones de fin de curso se hubieran adelantado tres meses, aunque esto les pudiera costar el año escolar, justo entonces, llegó la guardia a deshacer la barricada y a llevarse presos a los encapuchados que, definitivamente, o no tenían madre o no eran de aquí, porque nadie salió a reclamar cuando se los llevaban.
Cuando llegó la guardia a buscarlos definitivamente, porque ya, desde nuestro edificio habían herido a varios de ellos, Maritza, la presidenta de condominio nos instó, desde el whatsapp, a tocar las cacerolas en repudio a los esbirros. Cuatro cacerolas sonaron en cuatro balcones durante cuatro minutos. Todos repudiábamos “la brutal represión” en el chat de whatsapp, como diciendo “presente”, como para que nadie pensara que estábamos de acuerdo con que se llevaran por fin a los huéspedes terribles que nos tenían secuestrados. Miguel, el del 8-B era el que más y mejor repudiaba. “Pobres muchachos, nuestros héroes, salgamos a defenderlos de las garras represoras de la dictadura”, escribía lejos de pararse del sofá y salir a defenderlos. Todos lo apoyábamos desde nuestros sofás.
Fue una noche larga y tensa que cedió a un amanecer raro, sin humo, sin héroes durmiendo en los pasillos y escaleras del edificio. La calle, con las cicatrices que le dejó el destrozo, el poste a un lado junto a un árbol que corrió su mismo destino, la calle herida, pero despejada.
En el edificio, respiramos aliviados, eso sí, con mucho tacto y disimulo. Abajo me encontré con Gladys, que intentaba resucitar a las brillantinas con un poco de agua y fertilizante. Miguel, el del 8-B se subía en su carro con sus tres niños que volvían por fin al colegio. “Qué cagada que se llevaron a los héroes” -me dijo sin convicción. “Qué cagada, sí” -le contesté, cruzando los dedos para que no vuelvan nunca más. Que mi calle, nunca más, se convierta en una zona de guerra. Amén.
Un día, hace poco menos más de dos meses, la vida en el edificio cambió de manera radical. Todo por culpa de Maduro, claro. Resulta que una tarde, un grupo de encapuchados quemaba y rompía cosas para hacer su barricada delante del edificio, y claro, se defendían lanzándoles molotovs a la guardia y la policía que pretendían violar su derecho a quemar y romper cosas para hacer su barricada. Esos muchachos cerraban nuestra calle con nosotros adentro en nombre de la libertad. Ellos son nuestros libertadores.
Así, una tarde, cuando llegó la guardia nacional a llevárselos presos, nosotros, los vecinos, no dudamos en abrir el portón para que los libertadores se refugiaran en nuestra propiedad privada, inviolable, sagrada, aún en esta dictadura comunista. Entraron corriendo con sus escudos, con sus capuchas, hediondos a gasolina, pobrecitos. Esperábamos que algunos de ellos subieran a sus apartamentos, con sus papás, pero ninguno se movió de la planta baja. Parecían no saber, no tener a dónde ir. “No son de este edificio” -comentó Gladys. “Deben ser de los edificios de al lado”.
Caía la noche, la guardia no se iba y había que resguardar a nuestros héroes. Así, terminaron en la sala de fiesta del edificio. Les bajamos comida, cobijas y algunas almohadas. Allí pasaron la noche.
Apenas amanecía cuando salieron todos a retomar la calle, calle y más calle; a rehacer la barricada que nos mantendría presos en nuestras casas en nombre de la libertad. Un nuevo día de basura quemada, postes de luz arrancados de raíz atravesados en la calle, bien hecho, para que nadie pudiera pasar, y menos esos guardias que se quieren llevar a nuestros héroes.
Otra refriega con los esbirros al final de la tarde, otra vez los encapuchados libertarios alojados en nuestra sala de fiesta. Esta vez más confiados, hasta se quitaron las capuchas para comerse los sanduchitos que los vecinos les bajamos. “Lo raro es que si son del edificio de al lado, siempre corran a refugiarse en el nuestro” -dijo Gladys, nerviosa, porque notó que los chamos no eran tan blancos como los imaginó cuando llevaban la capucha.
Como la lucha es para largo, por eso se llama resistencia, según explicó Audi Guevara, los héroes encapuchados empezaron a hacer turnos de calle, calle y más calle. Mientras unos destrozaban cosas afuera, otros destrozaban la jardinería de nuestro edificio, usando nuestros lindos materos de brillantinas como sillas, tarimas y camas. Ya no se conformaban con permanecer en el salón de fiesta, ya casi no cabían en él. Sin que nos diéramos cuenta, cada vez que abríamos el portón para salvarlos, se metían dos o tres nuevos encapuchados a vivir en nuestro edificio.
Pronto empezaron a ponerse pesados, como toda visita que se queda más de la cuenta. Ya no se conformaban con los sanduchitos y jugos que les ofrecíamos. Uno de ellos me pregunto, casi amenazante, si yo no tenia whisky en mi casa. Les tuvimos que bajar esa noche una botella de Pampero aniversario que teníamos guardada en casa por si llegaba una visita. La visita eran los encapuchados.
Llenaron la sala de fiesta y los pasillos del edificio con escudos, botellas de vidrio, y bidones con gasolina, que dejaban arrumados en cualquier parte. También había máscaras antigases, y unos tubos que usan para lanzar cohetones. Gladys, que es maniática con la limpieza, trató de ordenar un poco las áreas comunes, y uno de los héroes la paró en seco: “Doñita, mejor vaya y métase en su cocina no vaya a ser que termine quemándose aquí”. Gladys, lívida, subió a su apartamento y no le hemos vistos bajar más.
Con Miguel, el vecino de 8-B la cosa fue más de miedo: en la entrada de la calle, nuestros huéspedes encapuchados le había cobrado peaje para dejarlo pasar. Todo el efectivo que llevaba, que no era mucho, y por no ser mucho, también tuvo que entregarles su celular. Llegó Miguel mentando madres, mientras nosotros tratábamos de calmarlo, no fuera a ser que los encapuchados lo escucharan. Lo escucharon y uno de ellos se nos acercó y, golpeando a Miguel con su dedo índice en el pecho, preguntó “¿No será que este mariquito es un sapo? ¡Mosca, pues!”. Algunos de los vecinos dieron un defensivo paso atrás, lejos del que podía ser un sapo chavista. Otros sabíamos que Miguel era incapaz de sapear a nadie, que solo estaba bravo porque tuvo que entregar su celular a la causa libertaria. Lo acompañamos hasta su casa y le recomendamos, nos recomendamos, guardar cualquier queja en el fondo de nuestras almas.
Tantas semanas después, cuando el olor a basura quemada nos resultaba hogareño, cuando habíamos perdido el hilo de cuántos y cuáles encapuchados entraban y salían de nuestra propiedad, cuando ya estábamos acostumbrados a llevar dinero para el peaje cada vez que íbamos a salir, cuando nuestros hijos estaban felices de que las vacaciones de fin de curso se hubieran adelantado tres meses, aunque esto les pudiera costar el año escolar, justo entonces, llegó la guardia a deshacer la barricada y a llevarse presos a los encapuchados que, definitivamente, o no tenían madre o no eran de aquí, porque nadie salió a reclamar cuando se los llevaban.
Cuando llegó la guardia a buscarlos definitivamente, porque ya, desde nuestro edificio habían herido a varios de ellos, Maritza, la presidenta de condominio nos instó, desde el whatsapp, a tocar las cacerolas en repudio a los esbirros. Cuatro cacerolas sonaron en cuatro balcones durante cuatro minutos. Todos repudiábamos “la brutal represión” en el chat de whatsapp, como diciendo “presente”, como para que nadie pensara que estábamos de acuerdo con que se llevaran por fin a los huéspedes terribles que nos tenían secuestrados. Miguel, el del 8-B era el que más y mejor repudiaba. “Pobres muchachos, nuestros héroes, salgamos a defenderlos de las garras represoras de la dictadura”, escribía lejos de pararse del sofá y salir a defenderlos. Todos lo apoyábamos desde nuestros sofás.
Fue una noche larga y tensa que cedió a un amanecer raro, sin humo, sin héroes durmiendo en los pasillos y escaleras del edificio. La calle, con las cicatrices que le dejó el destrozo, el poste a un lado junto a un árbol que corrió su mismo destino, la calle herida, pero despejada.
En el edificio, respiramos aliviados, eso sí, con mucho tacto y disimulo. Abajo me encontré con Gladys, que intentaba resucitar a las brillantinas con un poco de agua y fertilizante. Miguel, el del 8-B se subía en su carro con sus tres niños que volvían por fin al colegio. “Qué cagada que se llevaron a los héroes” -me dijo sin convicción. “Qué cagada, sí” -le contesté, cruzando los dedos para que no vuelvan nunca más. Que mi calle, nunca más, se convierta en una zona de guerra. Amén.
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