Beatriz Gimeno
Escritora, activista y Diputada de PODEMOS en la Asamblea de Madrid
EconoNuestra En los últimos años
leemos noticias que nos espantan en relación a la vida de las mujeres.
Desde las matanzas indiscriminadas y extremadamente crueles de las que
Ciudad Juárez es un ejemplo, hasta la imposición de 50 años de cárcel a
mujeres que han sufrido abortos (incluso involuntarios) en El Salvador o
Guatemala. Por supuesto que no se trata de que en determinados lugares
(en este caso Centroamérica) sean más machistas que en el resto del
mundo, ni de que determinadas culturas sean tampoco más patriarcales. Se
trata de otra cosa, y las lecturas que he hecho este verano de la
antropóloga Rita Segato me han ayudado a introducir un sentido de
inteligibilidad en un magma incomprensible hasta este momento. Claro que
hay machismo, patriarcado puro y duro y que esa es la base sobre la que
se levanta esa violencia; pero patriarcado lo ha habido siempre y en
todas partes. Lo que ahora se produce de nuevo es la expansión de un
neoliberalismo brutal en territorios fronterizos, una guerra que se
libra en el cuerpo de las mujeres y que se produce al mismo tiempo que
ciertas victorias del feminismo en algunos ámbitos institucionales y
culturales que han ayudado, paradójicamente, a convertir la masculinidad
tradicional en una identidad de resistencia para muchos varones
empobrecidos y desposeídos de todo por ese neoliberalismo
Esta violencia a la que hago referencia es una violencia
extremadamente cruel que se produce contras las mujeres desde dos
ámbitos diferenciados. Por una parte el ámbito de la ilegalidad en la
que se producen los feminicidios de Ciudad Juárez, Guatemala, Honduras,
El Salvador…violencia de una crueldad y brutalidad extremas que se
produce contra mujeres desconocidas para los agresores. Además de la
extrema crueldad de estos asesinatos, que siempre se producen después de
torturas inimaginables, otra de sus características es la absoluta
impunidad de los culpables, que jamás son detenidos. Por la otra parte,
tenemos una violencia institucional que tiene como epicentro la supuesta
lucha contra el aborto. La crueldad estatal en muchos de estos países
roza el delirio. Así, cualquier pobre que acuda a un hospital después de
un aborto, provocado o no, puede ser arrestada y condenada incluso a 50
años de cárcel. También en algunos estados de EE.UU se están dando
casos de mujeres acusadas de asesinato por haber bebido alcohol durante
el embarazo o por haberse caído y haberse malogrado dicho embarazo. En
muchos países de Latinoamérica mientras los violadores gozan de una
impunidad casi absoluta, el estado impide a niñas de once años abortar
de embarazos producidos por sus padres o conduce a mujeres embarazadas
con cáncer a la muerte antes que darles la quimioterapia que podría
salvarles la vida. Son casos reales, no estoy exagerando. La violencia
legal, la que practican estos estados contra las mujeres, tiene una
importante función pedagógica.
El estado muestra así su poder y su crueldad demostrando que reconoce
una jerarquía entre las personas, que las mujeres, especialmente las
mujeres indígenas y las más pobres, ocupan el escalón más bajo de la
misma; que existen seres humanos (mujeres) desechables y que no duda en
usar su poder de manera arbitraria contra ellas.
Lo que vemos es que el poder, en su vertiente legal e ilegal, el estado y
su reflejo, el narcoestado o el reflejo corrupto del mismo, toman a las
mujeres como rehenes y víctimas de una guerra contra los pobres, por
una parte, y entre las distintas facciones de los narcoejércitos, por la
otra. Ese territorio fronterizo es el lugar en el que la vida humana no
vale nada y en el que se dan cita multitud de negocios de los que el
neoliberalismo completamente desregulado saca beneficio: trata de
personas, tráfico de órganos, prostitución, tráfico de drogas, de armas,
de medicinas…todos ellos negocios ilegales pero cuyos beneficios se
blanquean en bancos y legales al otro lado de la frontera. Ese dinero de
origen legal e ilegal es el que paga, además de ir al bolsillo de las
enormes fortunas personales de los grandes capitalistas, las campañas
electorales de todos los partidos de la región, la publicidad en los
medios y la opinión editorial de todos esos medios de comunicación,
vaciando de sentido la democracia representativa.
Esos negocios, legales o ilegales, que se establecen en la parte pobre
de la frontera necesitan territorios en los que nada ni nadie se les
oponga, ni personas, ni leyes, ni mucho menos la sociedad civil u
organizaciones sociales de ningún tipo. Para ello siembran el terror de
manera arbitraria, demostrando un poder soberano sobre el territorio.
Los cuerpos de las mujeres siempre han sido, en todas las guerras
clásicas, equiparadas al territorio, lugares de conquista. Ahora ya no
se trata de conquistar el territorio, sino de arrasarlo, porque el
neoliberalismo no quiere conservar ninguna estructura, ni cultural, ni
familiar, ni simbólica ni material. El asesinato indiscriminado de
mujeres sirve para demostrar un poder ilimitado sobre las vidas, una
crueldad ilimitada también, una voluntad de aniquilar las estructuras
comunitarias, familiares y sociales. Pero, al mismo tiempo, se convierte
en expresión de masculinidad, en una especie de intercambio ritual
entre las bandas, en un aviso, en un rito de iniciación entre las
mismas. La masculinidad extrema, la fratría, se ha convertido en uno de
los rasgos característicos de un estado paralelo que utiliza a las
mujeres como obreras explotadas en las maquilas, como mercancía y
objetos de consumo en la prostitución y como objeto sacrificial
proveedor de masculinidad para los miembros de la fratria. Masculinidad,
por otra parte, cuestionada y presionada por ciertos avances del
feminismo que ha provocado cambios sociales y simbólicos.
El estado se comporta también como una banda más castigando a las
mujeres pobres y/o indígenas para destruir en ellas la posibilidad de la
emergencia de economías alternativas, la resistencia de las economías
tradicionales, de las sociedades apegadas a vínculos que no tienen
espacio en el neoliberalismo desregulado, donde todo vínculo social o
cultural es un impedimento en la extensión del capital. Castigando a las
mujeres pobres y/o indígenas buscan destruir cualquier resquicio
comunitario, cualquier atisbo de economía tradicional, la que busca el
sustento en la agricultura, la que busca cuidar de los bosques o los
ríos, la que se basa en la reciprocidad o la solidaridad. Al castigar a
las mujeres pobres e indígenas los estados buscan destruir la
resistencia de los pueblos.
Al mismo tiempo, apoyando el negocio de la trata de personas, apoyando
la prostitución, declarando la impunidad de los asesinatos machistas, el
poder, legal e ilegal, si bien aterra por un lado, se garantiza por el
otro cierta cohesión social básica que impida un estallido
incontrolable. En una sociedad en la que millones de personas han sido
desposeídas de todo, de futuro, del trabajo, en la que los salarios han
sido reducidos al límite de la subsistencia, y en la que, al mismo
tiempo, el feminismo ha buscado ofrecer a las mujeres oportunidades y
nuevas libertades que ponen en cuestión las masculinidades
tradicionales, se hace necesario, al menos, no privar a los hombres de
lo poco que les queda, su sentido de la masculinidad; se les asegura así
que al menos por debajo de ellos hay otra clase: las mujeres. El estado
contribuye a la conversión de las mujeres en mercancía y a su
señalamiento como desechables. Eso ayuda a que los hombres que no tienen
nada sientan que, al menos, les queda la masculinidad como un bien
valioso.
En definitiva, la violencia creciente contra las mujeres, simbólica y
también material, hay que entenderla, cada vez más, como un elemento más
de la desigualdad económica y de la desposesión neoliberal; como una
compensación subjetiva para los sujetos masculinos a los que se les ha
privado de todo, incluido su sentido fuerte de la masculinidad. Los
cuerpos femeninos en los territorios de frontera son cuerpos basura,
desechables, cuerpos sacrificiales que se destruyen como símbolo, y que
se compran y se venden como objetos. Es en este contexto en el que
tenemos que entender tanto los feminicidios como, por ejemplo, la
represión de los estados a las mujeres que han abortado o que incluso
han sufrido violencia sexual.
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