Carola Chávez.
Cuando era una niña vi a mi mamá hacer mantequilla en casa. No era nada terriblemente complicado: crema de leche, sal, y a batir. También compraba, mi mamá, la mantequilla en el supermercado, porque ya había supermercados cuando yo era pequeña. Eran los años 70, habíamos llegado a la luna, éramos gente moderna y muchas cosas primitivas, como la mantequilla, casera o no, tenían que quedar atrás.
Así hizo su entrada triunfal la margarina, un producto milagroso que se suponía sabía a mantequilla pero no era mortífero como ésta, “porque la mantequilla es peligrosísima –comentaban mi mamá y sus amigas–. Imagínate que tapa las arterias porque es puro colesterol”. Miles de artículos en la prensa, revistas, en la tele, en todos lados explicaban cómo estudios avalados por importantísimas universidades habían comprobado que la mantequilla era un veneno que nos mataba a fuego lento.
Fascinada, mi mamá empezó a comprar aquellos tarros plásticos, de color amarillo mantequilla, que decían margarina Kraft. Comimos sano desde entonces, hasta que tres décadas después, supimos la verdad.
La era espacial también nos trajo los cubitos y sopas instantáneas. Sopas en en cinco minutos, sabor sin picar aliño. La practicidad envasada a la medida de los tiempos modernos, “hecha con productos naturales” –según sostienen, aún hoy, los cínicos que tal veneno fabrican y venden.
Muerta la sopa casera, llegaron las compotas, el fin del del agobio de despachurrar cambures y de licuar sopitas de auyama. “Ahora tu bebé tiene todo lo que le dabas y más, porque las compotas están fortificadas con vitaminas, minerales, que ya estaban en el cambur, pero que le gustará a tu bebé porque le añadimos azúcar. Las mamás, orgullosas de las roscas de sus bebés, los llamaron “la generación compota”, que derivó en la generación diabética hipertensa.
Así te fueron llenando la alacena y el estómago de prácticos alimentos procesados, instantáneos, glutomatados, que no se dañan, que no requieren esfuerzo, que ni siquiera requieren ser alimenticios. Perrarina para gente.
Te convencieron de que en esta vida moderna de corre y corre y exceso de trabajo para lograr eso que llaman “un nivel de vida”, que también te vendieron como fabuloso; no hay otra forma de comer. Te convencieron, te dominaron y te jodieron.
Cuando era una niña vi a mi mamá hacer mantequilla en casa. No era nada terriblemente complicado: crema de leche, sal, y a batir. También compraba, mi mamá, la mantequilla en el supermercado, porque ya había supermercados cuando yo era pequeña. Eran los años 70, habíamos llegado a la luna, éramos gente moderna y muchas cosas primitivas, como la mantequilla, casera o no, tenían que quedar atrás.
Así hizo su entrada triunfal la margarina, un producto milagroso que se suponía sabía a mantequilla pero no era mortífero como ésta, “porque la mantequilla es peligrosísima –comentaban mi mamá y sus amigas–. Imagínate que tapa las arterias porque es puro colesterol”. Miles de artículos en la prensa, revistas, en la tele, en todos lados explicaban cómo estudios avalados por importantísimas universidades habían comprobado que la mantequilla era un veneno que nos mataba a fuego lento.
Fascinada, mi mamá empezó a comprar aquellos tarros plásticos, de color amarillo mantequilla, que decían margarina Kraft. Comimos sano desde entonces, hasta que tres décadas después, supimos la verdad.
La era espacial también nos trajo los cubitos y sopas instantáneas. Sopas en en cinco minutos, sabor sin picar aliño. La practicidad envasada a la medida de los tiempos modernos, “hecha con productos naturales” –según sostienen, aún hoy, los cínicos que tal veneno fabrican y venden.
Muerta la sopa casera, llegaron las compotas, el fin del del agobio de despachurrar cambures y de licuar sopitas de auyama. “Ahora tu bebé tiene todo lo que le dabas y más, porque las compotas están fortificadas con vitaminas, minerales, que ya estaban en el cambur, pero que le gustará a tu bebé porque le añadimos azúcar. Las mamás, orgullosas de las roscas de sus bebés, los llamaron “la generación compota”, que derivó en la generación diabética hipertensa.
Así te fueron llenando la alacena y el estómago de prácticos alimentos procesados, instantáneos, glutomatados, que no se dañan, que no requieren esfuerzo, que ni siquiera requieren ser alimenticios. Perrarina para gente.
Te convencieron de que en esta vida moderna de corre y corre y exceso de trabajo para lograr eso que llaman “un nivel de vida”, que también te vendieron como fabuloso; no hay otra forma de comer. Te convencieron, te dominaron y te jodieron.
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