CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
Algo muy malo sucede cuando se pierde de
vista el imperio de la justicia, transformándose los derechos humanos en
un concepto relativo y perdiendo su carácter absoluto. Es entonces
cuando se aplican normas diseñadas a la medida de intereses y
percepciones arbitrarias. El ser humano no parece haber aprendido la
lección: la imposición violenta de las creencias de uno por sobre los
demás jamás será el camino para gozar de libertades básicas y, a partir
de ahí, garantizar una relación de respeto para vivir en paz.
Los derechos fundamentales definidos en
la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) a estas alturas de
la Historia son ignorados por la mayoría de los habitantes del planeta
y, más grave aún, violados por la mayoría de Estados a través de
gobiernos corruptos, dictatoriales, orientados a satisfacer demandas de
centros de poder político y económico. De ahí los reclamos de
independencia y autonomía de gobiernos en vías de desarrollo chocan con
la realidad abrumadora de compromisos contraídos con otros más
poderosos, desde cuyas capitales se decide la vida (y la muerte) del
planeta.
El respeto por la vida es uno de esos
derechos fundamentales sistemáticamente violados en un afán de
supremacía de unos por sobre otros, o por grupos fundamentalistas cuyas
doctrinas se imponen por la fuerza sobre población sujeta a la voluntad
de quienes deciden sobre su destino. Pero también los violan, por
apatía, quienes no los defienden.
Eso sucede cuando la sociedad no
reacciona contra quienes los cometen desde sus posiciones de privilegio,
y acepta con pasiva indiferencia la realidad del hambre y la miseria
extrema como si fuera una maldición bíblica. También cuando los 15 o 20
casos diarios de asesinatos y desapariciones de niñas, niños y jóvenes
se reducen a una nota de prensa leída sin perder el apetito. Resulta
entonces imperativo comprender que hay problemas, y muy serios.
La sociedad vive momentos de extrema
gravedad. Por un lado está la acumulación de tensión social provocada
por las injusticias de un sistema inoperante, por otro una especie de
parálisis ciudadana inducida por un manejo perverso del derecho a
manifestación sin temor a represalias. Pero también hay contradicciones
en el sentir ciudadano y estas se plantean de la manera más cruda en las
frecuentes demandas por la aplicación de la pena de muerte contra
jóvenes organizados en maras y exigiendo procesar como adultos a niños
delincuentes.
Lo contradictorio en este caso es cierto
afán de pasar por alto la causa primaria de esa violencia y de cómo
estas organizaciones criminales tan odiadas por la sociedad han logrado
establecerse y crecer. Ese fenómeno —causante de muerte, dolor, pérdida
económica y miedo entre la ciudadanía— se debe en gran parte al abandono
de la niñez y la juventud. Estos sectores vulnerables e indefensos han
sido privados —a nivel masivo— de una educación completa y de calidad,
pero también han sido reducidos a sobrevivir en una estrechez cuyas
repercusiones en salud y desarrollo físico y mental les han arrebatado
toda posibilidad de vivir con plenitud.
¿En dónde está el origen de esa pérdida
de orientación que induce a castigar al ya condenado desde su
nacimiento, en lugar de aplicar la solución desde el germen mismo del
fenómeno? La niñez no solo necesita atención integral, ¡tiene derecho a
ella desde el texto mismo de la Constitución! La manera más inteligente
de reducir la violencia es dándole lo que por derecho le pertenece:
educación, alimentación, salud y recreación. En pocas palabras, un trato
digno desde su llegada al mundo.
@carvasar elquintopatio@gmail.com
Blog de la autora: https://carolinavasquezaraya.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario