Maryclen Stelling
En Venezuela la corrupción escapa al ámbito de la transacción puntual y
no organizada de meros actores oportunistas y, peligrosamente, se
traslada a mecanismos regulares y organizados de actores desangustiados y
desculpabilizados. La corrupción se basa en una serie de transacciones
sociales que ocurren entre diferentes ámbitos y actores sociales. A
nivel individual, corrompidos y corruptores pueden no tener conciencia
de la naturaleza corrupta de sus actos. Depende además de la opinión
pública, de las actitudes rígidas o laxas que determinan si un acto es
corrupto o no.
El gobierno reconoce y reactiva la lucha contra la corrupción. Al amparo
de la Ley Habilitante, se da la reforma de la Ley contra la Corrupción y
la creación del Cuerpo Nacional de Lucha contra la corrupción. En lo
que parece ser una política integral, el Presidente destaca tres
ámbitos: el educativo, cultural, ético y espiritual; el área la
institucional-legal y el Cuerpo Nacional contra la Corrupción. Instancia
“concebida como la capacidad para descubrir y golpear las muchas formas
de corrupción… apuntando a la meta y objetivo de acabar con la
impunidad sin fronteras aparentes de colores ideológicos y políticos”.
La oposición cuestiona la legitimidad de la estrategia de regulación y
surgen denuncias banales, tales como la “Ley contra la Corrupción fue
reformada para justificar la persecución de quienes critican al
gobierno”. Gozosos celebran el Índice de percepción de la Corrupción
(Transparencia Internacional), que ubica a Venezuela y Paraguay como los
países más corruptos de Latinoamérica. La Contralora General (E)
rechaza el informe y señala que la organización no tiene autoridad moral
para calificar a ningún país.
Los medios reseñan el ultimátum presidencial: “Corruptos temblad porque
el Cuerpo Nacional para la corrupción va para la calle a buscarlos donde
estén”. Y dos fueron los actores señalados: el detestable “corrupto
vestido de rojo simulando ser revolucionario…” y la alborotada
“oligarquía venezolana”.
Topa la lucha con una suerte de mercado de la corrupción en el que las
redes protegen a los actores involucrados y, además, banalizan e
institucionalizan la corrupción. Tropieza la lucha con la ilegalidad
banalizada y normalizada.
Ay pena, penita, pena. La corrupción que corre por mis venas.
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