“¡Hoy es 23 de diciembre, mi amigo!”, dijo altanero el empleado tras su ventanilla. “Para terminarle el trámite… ¡déjese algo!”. ¿Alguien pasó por experiencias similares? Seguramente muchos, o todos los que están leyendo este texto.
La
corrupción no es un cuerpo extraño en las sociedades: es el pan nuestro
de cada día. Ello no pretende ser una justificación. Por el contrario:
pretende partir de su reconocimiento para ver cómo dar un combate con
posibilidades reales de éxito. Por
supuesto, hay grados de corrupción: lo que pide ese empleado para
terminar el trámite no es lo mismo que el 20% que exige un ministro para
otorgar una millonaria obra de infraestructura que demorará un año en
terminarse. Pero que hay corrupción por todos lados: ¡no hay dudas!
Fidel Castro, aún en ejercicio de la presidencia en Cuba hace algunos
años atrás, la tuvo que denunciar explícitamente, y eso no significa el
fracaso de los valores socialistas.
Reconocer que está entre nosotros, que
está instalada como posibilidad cultural de todos los seres humanos, no
es declararse rendido ante ella. Que la corrupción existe, que tiene un
peso considerable en la dinámica de las relaciones humanas, que ha
estado presente en muchas civilizaciones a través de la historia según
se desprende de su estudio, todo ello debe ser nuestro punto de
arranque. La cuestión es ¿qué antídoto le anteponemos? O más aún: ¿es
posible combatirla? ¿Hay antídoto?
Partimos de la base de dos premisas: 1)
la corrupción es detestable, es negativa, destruye en vez de construir,
aunque sea una práctica común y que puede hallarse por todos lados; 2)
es posible combatirla y quitarle espacio, y hasta quizá vencerla
totalmente. Si no creyéramos firmemente en esas premisas, de nada
valdría plantearse trabajar el tema.
La corrupción, dicho muy rápidamente,
tiene que ver con la evitación de las normas, con su transgresión.
Aunque no cualquier transgresión: sin duda se trata de un delito, como
cualquier salto a las normas, a las leyes establecidas. Pero si algo
tiene como particularidad distintiva es la impunidad. Los actos
corruptos dañan a terceros, sin dudas, si bien tienen la singularidad
de estar integrados como parte de la cultura dominante; es decir: son
“normales” dentro de las distintas sociedades, distintamente a otro tipo
de crímenes. En ese sentido podemos considerarla como impune,
protegida contra el castigo. Es, por tanto, un “mal” que tenemos
instalado en la cotidianeidad. No hay sociedad compleja, con aparato
estatal ya desarrollado, que no presente una cuota de corrupción.
Salvando las distancias, es como las caries respecto a la salud bucal:
no son buenas, pero convivimos con ellas y es muy difícil prevenirlas. Y
definitivamente, es imposible evitarlas.
Si bien está integrada en lo cotidiano,
por supuesto que hay diferencias entre el grado de tolerancia para con
la corrupción: sus escalas de incidencia varían en los distintos países
así como las respuestas institucionales que se le da. En algunos lados
merece pena de muerte (China, Rusia, por ejemplo) –aunque eso no la
elimine–; en otros está incorporada a la dinámica cotidiana, es parte de
la “normalidad” diaria con mucha mayor naturalidad (África o
Latinoamérica, pongamos por caso. Es sabido que muchos agentes públicos
“redondean” su salario con el soberno). Y eso está en dependencia de un
sinnúmero de factores: hay países “civilizados” del próspero Primer
Mundo donde la corrupción es moneda corriente en los distintos niveles
de la dinámica social: Italia por ejemplo, mientras hay otros –los
nórdicos, Canadá– donde tiene una incidencia mucho menor y es mucho más
penalizada. Lo que pareciera un común denominador es que a menor grado
de “desarrollo humano”, según los criterios modernos que marca cierta
Sociología –o, dicho en otros términos: a menor complejidad de las
estructuras sociales y estatales– mayor grado de laxitud en el
cumplimiento de las leyes, es decir: mayor corrupción.
Podríamos atrevernos a decir que la corrupción ha existido inmemorialmente en las distintas sociedades clasitas. “Todo hombre tiene su precio”,
dijo a principios del siglo XIX Napoleón Bonaparte. Es decir: una vez
establecida la ley, paralelamente hay un espacio para burlarla. Quizá
podríamos concluir que eso es parte de nuestra condición humana: siempre
hay un resquicio para jugar a saltar las normas establecidas.
“La corrupción ha acompañado la
historia de la humanidad, pero en nuestros días ha alcanzado tales
extremos que los hechos derivados de su significado etimológico:
descomponer, depravar, dañar, viciar, pervertir, sobornar y cohechar, no
parecen suficientes para describir este cáncer de la sociedad,
convertido en un antivalor generalizado. La corrupción constituye un
fenómeno político, social y económico a nivel mundial. Es un mal
universal que corroe las sociedades y las culturas; se vincula con otras
formas de injusticia e inmoralidades, provoca crímenes y asesinatos,
violencia, muerte y toda clase de impunidad; genera marginalidad,
exclusión y miedo en los demás pobres mientras utiliza ilegítimamente el
poder en su provecho. Afecta a la administración de justicia, a los
procesos electorales, al pago de impuestos, a las relaciones económicas y
comerciales nacionales e internacionales, a la comunicación social.
Está por igual en la esfera pública como en la privada, y en una y otra
se necesitan y complementan. Se liga al narcotráfico, al comercio de
armas, al soborno, a la venta de favores y decisiones, al tráfico de
influencias, al enriquecimiento ilícito”. Todo esto, con
características casi apocalípticas, lo decía la Conferencia Episcopal de
Ecuador reunida en Quito en 1988 en su documento “Corrupción y
conciencia cristiana”. Hoy día podríamos suscribir uno a uno estos
conceptos, con diferentes grados de intensidad sin dudas, pero como algo
absolutamente vigente en cualquier parte del mundo.
Los “vendidos”, los favores silenciados,
el tráfico de influencias, la “propina para el cafecito” y toda la
parafernalia que tiene que ver con los erráticos vericuetos del deseo y
el ejercicio del poder son tan viejos como viejas son las sociedades
vertebradas en torno a la división de clases. De todos modos, las
sociedades modernas, las sociedades masificadas que han venido de la
mano del capitalismo, y más aún: las sociedades de la información donde
los hechos políticos pasaron a ser parte de la mercantilización de
noticias en las cuales más o menos todos saben algo de lo que pasa en el
manejo de los Estados, esas sociedades han dado una nueva faceta al
tema de la corrupción. Con los medios masivos de comunicación que
inundan todo el espacio social difundiendo –aunque tergiversadamente en
general– noticias y opiniones que en las sociedades agrarias
tradicionales eran impensables, la corrupción pasó a ser una de las
“vedettes” de la moderna industria informativa. No para combatirla
realmente, sino porque es algo que “vende”. Abrumar de información, en
definitiva, también puede servir para desinformar. ¿Cuántos altos
funcionarios e incluso presidentes en el mundo tienen en la actualidad
procesos judiciales en su contra debido a denuncias de malversación a
las que contribuyó la prensa? Sin dudas muchos, infinitamente más que a
comienzos del siglo XX, pero ello no termina la corrupción.
Hoy por hoy, sin que esto signifique que
la corrupción esté en vías de desaparición, las sociedades saben más
sobre los grandes casos de corrupción. Es común que estos ilícitos
político-administrativos se denuncien, circulen, se difundan en forma
masiva. Y a veces, incluso, dado el peso de las circunstancias, hasta
llegan a castigarse. En estos últimos años, sin que ello signifique un
mejoramiento real en las condiciones de vida de las poblaciones, ya son
más comunes las denuncias sobre hechos notorios de corrupción, la
destitución de funcionarios, algún que otro juicio. Ello no mejora la
distribución de la riqueza: los pobres y excluidos siguen tan pobres y
excluidos como siempre, y los ricos continúan enriqueciéndose. Pero
permite la sensación de cierta credibilidad en las instituciones.
Sucede, sin embargo, que la cuestión
sigue abordándose como un hecho policial, más dado a la crónica
sensacionalista que como un problema de capital importancia para la
construcción de sociedades más equitativas. A veces, inclusive, se
desliza la idea que la histórica pobreza de las grandes mayorías se debe
al robo de algún funcionario inescrupuloso. “Estamos pobres porque los políticos se roban todo”
es el prejuicio en juego. Y con ello se escamotea la verdadera
naturaleza de la explotación de clase, fundamento de la riqueza y
privilegios de unos sobre otros. La corrupción, en definitiva, habla de
una cultura generalizada, de una ética, de un modelo de ser humano en
juego.
En mayor o menor grado, el capitalismo es
corrupto. Si los valores rectores están asociados con la ganancia
individual, con el beneficio entendido como posesión material, es
absolutamente funcional lo dicho por Napoleón: todos tenemos nuestro
precio, todos podemos vendernos por algo. Todo es mercancía; también los
seres humanos, nuestra moral, nuestra reputación. La tentación de los
bienes materiales que se nos ofrecen es grande, y parece que no es nada
fácil resistirse. Pero en realidad no se trata de “resistirse” al más
espartano modo de un asceta, o siguiendo la ética guevarista de los 60
de siglo pasado, sin tomar Coca-Cola porque eso es “hacer el juego al
enemigo”. De lo que se trata es de construir otra cultura, otra nueva
escala de valores donde la corrupción vaya quedando acorralada y haya
espacio real para la solidaridad, para la responsabilidad colectiva sin
necesidad de ser super héroes. Porque –¡esto es imprescindible dejarlo
absolutamente claro desde un inicio!– no existen los super héroes.
Y si de esa construcción se trata, estamos hablando de socialismo.
Como dijo en su ya histórica formulación la incansable luchadora Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”.
Si seguimos con el puro individualismo del “sálvese quien pueda” que
instauran las sociedades clasistas, y en grado sumo el capitalismo, no
hay posibilidad de terminar con la corrupción. Porque desde esa lógica
es innegable que “todos tenemos un precio”, y tarde o temprano, podemos
“vendernos”. En otros términos: la barbarie se impone. La gente común y
corriente, la gente real que conforma la humanidad, no son (no somos) ni
Jesús ni el heroico guerrillero Ernesto Guevara –más mitos que
realidades– y por tanto es mucho más posible que terminemos siendo
corruptibles a que resistamos los “suplicios” de las tentaciones
terrenales (la Coca-Cola se sigue vendiendo). Aquello de “la carne es
débil” encierra mucha verdad, sin dudas.
Ahora bien: ¿hay antídoto contra la
corrupción? ¿Es realmente posible terminar con ella? Vale la pena
probarlo. Por lo pronto, y como mínimo, podemos apuntar a generar una
nueva cultura, una nueva ética de la solidaridad. Es un desafío, y
aunque no podamos asegurar el final de la batalla, vale la pena
intentarlo. Es más: no sólo vale la pena sino que es imprescindible intentarlo. Si no, no hay posibilidad de cambio real, no hay socialismo.
Hoy por hoy la corrupción sigue siendo
una actitud estructural en lo humano. Luchar contra ella es más difícil
que combatir contra un enemigo externo. Contra un tercero, el enemigo
está claro, es externo, está parado delante nuestro; por el contrario,
en la lucha contra la corrupción estamos implicados nosotros mismos en
nuestra subjetividad, en nuestro ser. De ahí que es tan difícil el
combate.
El socialismo real que hemos conocido –el
que cayó con el Muro de Berlín, el que todavía pervive en algunos
puntos del planeta con experiencias dispares como Vietnam, Cuba,
Venezuela o Corea del Norte– nos abre interrogantes sobre todo esto.
Ahí, sin dudas, también hay habido (o hay) corrupción. Quizá mucha
incluso. ¿Significa eso que fracasó el planteo socialista? Sin dudas:
no. Significa que la transformación profunda de las sociedades es un
camino que recién ha dado unos primeros y balbucientes pasos. Y por
supuesto faltan mucho aún por dar.
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