Argentina Casanova
Los tratos inhumanos, la violencia sexual, la incomunicación, las amenazas de daño a familiares o a hijas e hijos, amenazas de muerte, de ser investigadas, ser sometidas a revisiones físicas innecesarias, toqueteos-manoseos, hasta violaciones, entrevistas que sobrevictimizan, negativas a creer en su palabra, rechazo a abrir denuncias o investigaciones, son parte del día a día de las mujeres o niñas que se atreven a denunciar, incluso como ocurre a las mujeres periodistas y/o defensoras cuando son atacadas públicamente cuestionando o exhibiendo elementos para poner en duda su “honorabilidad”, reputación o respetabilidad laboral.
Las mujeres son en gran medida víctimas escogidas por su sexo, por salirse de un “deber ser” esperado de ellas, y en aquellos casos en los que la tortura se practica con forma de violencia sexual cometida por el Estado, las mujeres son víctimas por el hecho de serlo, por estar en un lugar donde no debían estar y/o por demandar justicia al Estado; ambos elementos permiten un tipo de tortura que no se repite en otros sujetos con tal transversalidad.
Por ello es importante visibilizar estas prácticas y comprender los mecanismos represivos y discursivos que operan, ya que así se deja en claro que la violencia de esta tortura es pensada, planeada y ejecutada con fines y de formas específicas. Esto es una acción contra la mitad de la población a manos de un aparato ideológico que utiliza la tortura para completar su cometido.
El propósito es hacerlas desistir de la búsqueda de justicia, hacer prevalecer, perpetuar y garantizar que continúe normalizada/naturalizada la violencia que ellas mediante sus denuncias pretenden poner fin, que intentan enrarecer, enmarcar como algo extraordinario e injusto.
En respuesta reciben tratos que van dirigidos a vulnerar su dignidad, quebrarles la voluntad. Con los mismos tintes que la tortura, se trata de un aparato ideológico para garantizar su perpetuidad sembrando el terror. Poner el ejemplo de cómo les va a aquéllas que se atreven a denunciar.
Un claro ejemplo se presenta con las indígenas que se atreven a denunciar, o que lo intentan, y sus comunidades, en vez de abrigarlas y protegerlas, las abandonan, expulsan o las obligan a renunciar a su derecho a la justicia, como ha ocurrido y documentan organizaciones que dan acompañamiento a las mujeres en Oaxaca, cuyas comunidades y líderes se amparan en los “usos y costumbres” para ejercer violencia comunitaria contra aquéllas que rompen el silencio.
En México las mujeres están al final, después de lo último y lo saben los servidores públicos, por eso permiten en una cómplice alianza con las estructuras comunitarias ejercer violencia en una perfecta simbiosis sociedad-Estado que se recrudece con las declaraciones de los comisarios, alcaldes, gobernadores y demás líderes, quienes asumen posturas que contribuyen y fortalecen una opinión pública favorable a la misoginia, la discriminación y la permisividad a la violencia, hasta los asesinatos de mujeres, que empiezan justamente con la indiferencia y el trato inhumano.
No se trata sólo de parir en los pasillos, en las aceras públicas o en los jardines; la violencia institucional tiene múltiples rostros y todos ellos natural-normalizados.
*Integrante de la Red Nacional de Periodistas y del Observatorio de Feminicidio en Campeche.
Cimacnoticias En México la
violencia institucional tiene las características de la tortura y tratos
crueles e indignos cometidos por el Estado, al igual que la perpetrada
por Estados totalitarios está dirigida a vulnerar la dignidad de las
víctimas, especialmente contra las niñas y mujeres de todo el país.
En medio del clima de violencia que se vive en México, el riesgo
es la indiferencia frente a lo que parece una política de Estado visible
en la negativa a la emisión de la Alerta de Violencia de Género (AVG), a
la destitución o sanción de servidores públicos que violentan a las
mujeres víctimas de delitos, y en especial contra mujeres periodistas y
defensoras de Derechos Humanos (DH).
La violencia contra las mujeres en México encuentra una de sus formas
más crudas cuando es infringida por el Estado, no sólo a través de la
violencia institucional como ocurre cotidianamente en el territorio
nacional con la omisión en la atención, como se ha visto en casos de
detenciones arbitrarias; acusaciones en las que se violenta la
presunción de la inocencia; el derecho a una defensa justa; a recibir
asistencia durante un proceso, que en el caso de las mujeres viene
acompañado de tortura física y sicológica con un sesgo sexual que busca
denigrar, humillar, trastocar y vulnerar la dignidad de las mujeres.
Los tratos inhumanos, la violencia sexual, la incomunicación, las amenazas de daño a familiares o a hijas e hijos, amenazas de muerte, de ser investigadas, ser sometidas a revisiones físicas innecesarias, toqueteos-manoseos, hasta violaciones, entrevistas que sobrevictimizan, negativas a creer en su palabra, rechazo a abrir denuncias o investigaciones, son parte del día a día de las mujeres o niñas que se atreven a denunciar, incluso como ocurre a las mujeres periodistas y/o defensoras cuando son atacadas públicamente cuestionando o exhibiendo elementos para poner en duda su “honorabilidad”, reputación o respetabilidad laboral.
Las mujeres son en gran medida víctimas escogidas por su sexo, por salirse de un “deber ser” esperado de ellas, y en aquellos casos en los que la tortura se practica con forma de violencia sexual cometida por el Estado, las mujeres son víctimas por el hecho de serlo, por estar en un lugar donde no debían estar y/o por demandar justicia al Estado; ambos elementos permiten un tipo de tortura que no se repite en otros sujetos con tal transversalidad.
Por ello es importante visibilizar estas prácticas y comprender los mecanismos represivos y discursivos que operan, ya que así se deja en claro que la violencia de esta tortura es pensada, planeada y ejecutada con fines y de formas específicas. Esto es una acción contra la mitad de la población a manos de un aparato ideológico que utiliza la tortura para completar su cometido.
El propósito es hacerlas desistir de la búsqueda de justicia, hacer prevalecer, perpetuar y garantizar que continúe normalizada/naturalizada la violencia que ellas mediante sus denuncias pretenden poner fin, que intentan enrarecer, enmarcar como algo extraordinario e injusto.
En respuesta reciben tratos que van dirigidos a vulnerar su dignidad, quebrarles la voluntad. Con los mismos tintes que la tortura, se trata de un aparato ideológico para garantizar su perpetuidad sembrando el terror. Poner el ejemplo de cómo les va a aquéllas que se atreven a denunciar.
Un claro ejemplo se presenta con las indígenas que se atreven a denunciar, o que lo intentan, y sus comunidades, en vez de abrigarlas y protegerlas, las abandonan, expulsan o las obligan a renunciar a su derecho a la justicia, como ha ocurrido y documentan organizaciones que dan acompañamiento a las mujeres en Oaxaca, cuyas comunidades y líderes se amparan en los “usos y costumbres” para ejercer violencia comunitaria contra aquéllas que rompen el silencio.
En México las mujeres están al final, después de lo último y lo saben los servidores públicos, por eso permiten en una cómplice alianza con las estructuras comunitarias ejercer violencia en una perfecta simbiosis sociedad-Estado que se recrudece con las declaraciones de los comisarios, alcaldes, gobernadores y demás líderes, quienes asumen posturas que contribuyen y fortalecen una opinión pública favorable a la misoginia, la discriminación y la permisividad a la violencia, hasta los asesinatos de mujeres, que empiezan justamente con la indiferencia y el trato inhumano.
No se trata sólo de parir en los pasillos, en las aceras públicas o en los jardines; la violencia institucional tiene múltiples rostros y todos ellos natural-normalizados.
*Integrante de la Red Nacional de Periodistas y del Observatorio de Feminicidio en Campeche.
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