MARYCLEN STELLING
Interrogante que abordamos discutiendo si las diferencias entre hombres y mujeres son expresiones de disparidad biológica o, por el contrario, creaciones sociales con poco o ningún fundamento biológico.
La lógica biologicista imperante, con carácter de verdad universal y de gran fuerza persuasiva, postula el estatus secundario de la mujer en la sociedad. Desvalorización fundamentada en el determinismo biológico que no ha sido demostrada a satisfacción. Un segundo planteamiento ubica la desvalorización universal de las mujeres como un problema cultural. No se afirma que los hechos biológicos sean irrelevantes, ni que hombres y mujeres no sean distintos, sino que estos hechos y diferencias sólo adquieren significación de superior-inferior a partir de la cultura y el sistema de valores.
Autores acotan que detrás de la lógica binaria hombre-mujer existe una construcción cultural, que identifica a la mujer con la naturaleza y al hombre con la cultura, justificando tal situación de asimetría y jerarquía. La naturaleza –suerte de orden de existencia inferior– por oposición a la cultura que permite a la humanidad trascender las condiciones de la existencia natural, doblegándolas y controlándolas según sus propósitos e intereses. Correspondería al hombre la tarea de crear cultura con fines de “trascender, por medio de sistemas de pensamiento y tecnología, los hechos naturales de la existencia”. El cuerpo de la mujer, sus naturales funciones procreadoras y los roles social que de allí se derivan con carácter impositivo, la sitúan en mayor proximidad a la naturaleza en comparación con la fisiología del hombre, que le permite mayor libertad para emprender los planes de la cultura.
LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DEL GÉNERO
Mientras sexo se refiere a las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, el género, más allá de la biológía, es una creación socio-cultural del sexo. Acoge todos los rasgos no biológicos, socialmente construidos asignados a hombres y mujeres, que definen en cada época, sociedad y cultura los contenidos específicos de ser mujer o ser hombre. Cada cultura y grupo dominante acuerdan sus estereotipos como “únicas e invariables” formas de ser hombre y mujer. Indefectiblemente todas las culturas erigen su clasificación sexual a partir de la biología.
La cultura define lo femenino y lo masculino, dando lugar a un sistema de poder basado en la jerarquía de géneros, relación asimétrica de dominación-sujeción que le adjudica poder hegemónico a lo masculino y subordinación a lo femenino. Legitima e invisibiliza tal asimetría y al legitimar, condiciona como se admite o se resiste la exclusión-discriminación.
La identidad femenina está definida más por su relación con lo masculino que por su propia esencia, generando una concepción dicotómica del género, donde lo que se atribuye a uno es negado al otro. Dualidad que se manifiesta en diversas dicotomías sociales, tales como lo privado y lo público, la razón moral y la instrumental, la protección y la producción, la cooperación y la competencia.
La ideología de la domesticidad, define la estructura del mercado de trabajo y del trabajo familiar, sustentando que los hombres “naturalmente” pertenecen al mercado porque son competitivos, agresivos y se focalizan en logros y autonomía; mientras que las mujeres pertenecen al hogar en razón de su “natural” focalización en las relaciones, los niños y la ética del cuidado.
Desde la perspectiva laboral, muchas mujeres, presas de la ideología masculina dominante, incorporan a su repertorio valorativo la concepción de éxito profesional, competitividad y poder como vía de ascenso social. Ello no necesariamente es indicativo de una transformación profunda, en razón de que continúan orientadas hacia lo doméstico, lo afectivo, lo relacional y lo estético. Mientras que los hombres al poder, al éxito profesional, al mundo de las decisiones públicas.
IMPERATIVOS CULTURALES: BELLEZA FÍSICA Y JUVENTUD COMO VALORES
En un mundo globalizado se propaga sin control un modelo estético que parece conducir a la procura de la belleza y juventud artificial, con la consecuente proliferación de la oferta médico-estética. La cirugía posibilita a las personas modificar, de acuerdo con los cánones de belleza imperantes, su cuerpo e imagen, permitiendo la “reinvención instantánea del yo”.
Fama, consumismo y globalización asoman como las tres fuerzas culturales que condicionan la procura de la cirugía en tanto vía para alcanzar el modelo estético imperante. Los medios de comunicación dan cuenta de famosos y famosas que gracias a la medicina y cirugía estética han logrado la promesa de belleza y juventud artificial. El mercado médico y el crediticio, los productos de belleza y aparatos para conservarla, promueven la compulsión al consumo estético. La globalización transmite e impone angustias e inseguridades en torno al reto de la imagen corporal, la puerta que abre o cierra oportunidades.
La cultura de la cirugía estética da respuesta a temores sociales: apariencia de vejez ante un avasallante sector joven que amenaza con desplazar en el entorno laboral y en el plano amoroso. En un mundo que demanda gente joven y bella, las intervenciones quirúrgicas se convierten en la solución mágica para mejorar la apariencia, la vida, la carrera profesional y las relaciones.
La edad al igual que el sexo es utilizada como base para clasificaciones sociales. Ser joven legitima, valoriza y asigna prestigio y, por ende, en el mercado de los signos todo aquello que exprese juventud tiene alta demanda.
La “reinvención instantánea del yo” mediante procedimientos quirúrgicos se complementa entonces con la juvenilización, el esfuerzo de parecer joven incorporando a la apariencia signos propios de los modelos de juventud popularizados por los medios. Lo juvenil no es más que un producto de mercado que se puede adquirir permitiendo el reciclaje de la apariencia etaria.
El modelo estético y la juventud “artificial”, en tanto imperativos culturales, también invaden e imponen su lógica en el ámbito laboral.
EL ÁMBITO LABORAL
Impera una “ética masculina”, que identifica la gerencia efectiva con características atribuidas al hombre: actitud decidida para resolver problemas, habilidades analíticas para producir planes, capacidad para dejar de lado el plano personal y una supuesta superioridad cognitiva en la resolución de problemas y toma de decisiones. Tradicionalmente se cree que las mujeres carecen de tales rasgos y comportamientos considerados prerrequisitos para un liderazgo efectivo. La ética masculina que impregna la estructura de muchas organizaciones obstaculiza e influye en el acceso y participación de la mujer en puestos directivos.
Sin embargo, en el mundo laboral tiene lugar un interesante cambio, las mujeres han descubierto que aquellos roles distinguidos tradicionalmente como femeninos –cooperación y soporte, relacionados con la “maternidad”– constituyen su ventaja competitiva. Aprendizaje que les ha permitido desarrollar un estilo de gestión que se distancia del modelo masculino, basado en el poder y en el control de los recursos para motivar a los otros.
¿BATALLA GANADA?
A pesar de la entrada y ascenso de la mujer en el mercado laboral, aún persisten situaciones de segregación de género con limitación de las oportunidades de avance. La mujer se encuentra entonces frente a una situación dilemática: asumir las asignaciones socio-históricas de lo femenino en tanto construcción masculina; asumir para sí los atributos masculinos, con la consecuente masculinización; o, en tanto tercera vía en construcción, la reconceptualización de los géneros, redefinición de la masculinidad y la feminidad a partir de una nueva ética de inclusión y respeto. En resumen, desmantelar las estructuras discursivas y sociales en las cuales se sostiene la desigualdad.
La autora es Socióloga.
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