Reinaldo Iturriza López.
El viejo Antonio no pierde oportunidad para señalar lo que define como una clara propensión a la militancia sin principios ni ímpetu. Ofrece varios ejemplos, de vividores y charlatanes, y me pregunta si acaso a eso se le puede llamar militante.
De cuándo acá alguien exige un salario por hacer el trabajo que en otros tiempos se hacía por pura convicción.
Le riposto, más en broma que en serio, que yo siempre entendí que la revolución era asunto de asalariados, y me responde que una revolución es asunto de hombres y mujeres que no están dispuestos a ponerle un precio a su trabajo, y esto incluye toda la energía puesta en el trabajo militante.
Le replico nuevamente, y le planteo que debe reconocer que no todo se trata de ímpetu, furor o frenesí. Que hace falta cabeza y también pies sobre la tierra. Me dice que tengo razón. Pero agrega que si tiene que escoger entre quien acusa un dolor de cabeza o se queja de sus pies adoloridos tras una larga caminata o alguien con dolor de ímpetu, se queda con este último.
Dolor de ímpetu: dícese de aquel dolor que hace que se nos retuerzan los bríos con que luchamos.
Otra forma de nombrar la alegría que nos produce saber que la llama que nos hace pensar y caminar no está extinta.
Qué fácil es confundir a Antonio, comunista desde niño, severo de juicio, con un viejo cascarrabias, un nostálgico, un hombre derrotado. Sin embargo, en su interior sigue habitando esa llama, y es como si se empeñara todos los días en resguardarla para preservar la herencia.
A su manera, el viejo Antonio es un "hombre decepcionado". No se me ocurre otra forma de expresarle mis respetos.
Daniel Bensaïd escribía que la crítica de la religión que hacía Marx tenía como objetivo "despojar al hombre de sus ilusiones, de sus consuelos ilusos, defraudarlo, hacer caer las escamas de sus ojos" para que, en palabras del propio Marx, "piense, obre y modele su realidad como hombre decepcionado, que alcanza la razón para gravitar en torno a él mismo, es decir, en torno a su sol real".
Es lo que hace Antonio, y lo disimula con estridencias, alaridos y golpes a la mesa que no impresionan a nadie: recordarme que no podemos permitirnos dejar de pensar, obrar y modelar nuestra realidad como hombres y mujeres decepcionados, porque de otra forma estamos perdidos.
Que la inconformidad, la rebeldía, la independencia de criterio forman parte de una herencia que tenemos que ser capaces de transmitir a los que vendrán después de nosotros, y que debemos evitar ser tan imbéciles como para creer que una revolución se trata de obtener un cargo, sacar provecho personal.
Después no se lamenten cuando el pueblo decepcionado se los cobre.
El viejo Antonio no pierde oportunidad para señalar lo que define como una clara propensión a la militancia sin principios ni ímpetu. Ofrece varios ejemplos, de vividores y charlatanes, y me pregunta si acaso a eso se le puede llamar militante.
De cuándo acá alguien exige un salario por hacer el trabajo que en otros tiempos se hacía por pura convicción.
Le riposto, más en broma que en serio, que yo siempre entendí que la revolución era asunto de asalariados, y me responde que una revolución es asunto de hombres y mujeres que no están dispuestos a ponerle un precio a su trabajo, y esto incluye toda la energía puesta en el trabajo militante.
Le replico nuevamente, y le planteo que debe reconocer que no todo se trata de ímpetu, furor o frenesí. Que hace falta cabeza y también pies sobre la tierra. Me dice que tengo razón. Pero agrega que si tiene que escoger entre quien acusa un dolor de cabeza o se queja de sus pies adoloridos tras una larga caminata o alguien con dolor de ímpetu, se queda con este último.
Dolor de ímpetu: dícese de aquel dolor que hace que se nos retuerzan los bríos con que luchamos.
Otra forma de nombrar la alegría que nos produce saber que la llama que nos hace pensar y caminar no está extinta.
Qué fácil es confundir a Antonio, comunista desde niño, severo de juicio, con un viejo cascarrabias, un nostálgico, un hombre derrotado. Sin embargo, en su interior sigue habitando esa llama, y es como si se empeñara todos los días en resguardarla para preservar la herencia.
A su manera, el viejo Antonio es un "hombre decepcionado". No se me ocurre otra forma de expresarle mis respetos.
Daniel Bensaïd escribía que la crítica de la religión que hacía Marx tenía como objetivo "despojar al hombre de sus ilusiones, de sus consuelos ilusos, defraudarlo, hacer caer las escamas de sus ojos" para que, en palabras del propio Marx, "piense, obre y modele su realidad como hombre decepcionado, que alcanza la razón para gravitar en torno a él mismo, es decir, en torno a su sol real".
Es lo que hace Antonio, y lo disimula con estridencias, alaridos y golpes a la mesa que no impresionan a nadie: recordarme que no podemos permitirnos dejar de pensar, obrar y modelar nuestra realidad como hombres y mujeres decepcionados, porque de otra forma estamos perdidos.
Que la inconformidad, la rebeldía, la independencia de criterio forman parte de una herencia que tenemos que ser capaces de transmitir a los que vendrán después de nosotros, y que debemos evitar ser tan imbéciles como para creer que una revolución se trata de obtener un cargo, sacar provecho personal.
Después no se lamenten cuando el pueblo decepcionado se los cobre.
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