Reinaldo Iturriza López
No estoy en lo absoluto de acuerdo con quienes plantean que en tiempos de campaña no sólo hay cerrar filas, sino cerrar la boca. No sólo porque si así fuera, entonces tendríamos que estar callados todo el tiempo; fundamentalmente, porque una premisa tal contradice toda idea de radicalización democrática.
Algo semejante sólo puede salir de la gran bocota de los censuradores, que en el campo de la izquierda, e históricamente, a menudo han estado encarnados en esos personajes que realmente se creen el cuento de que ellos poseen una verdad inaccesible para el común de la gente, y que esa verdad debe ser impuesta por la fuerza de ser necesario.
No por casualidad, exactamente los mismos personajes suelen concebir las elecciones como una circunstancia en la que todo vale, incluso las peores prácticas políticas. De la verdad que sólo ellos conocen se derivan propósitos, y en tanto que la política, incluso la revolucionaria, consiste en lidiar con un universo de ignorantes, habrá que hacer lo que sea necesario para el cumplimiento de tales propósitos.
No es mi intención idealizar el ejercicio de la política y plantear que la política revolucionaria es un asunto que compete a seres de otro mundo. La pragmática no sólo es indispensable, sino deseable. Pero es preciso ponerle límites.
¿Cerrar la boca? De ninguna manera. Pero tampoco confundir la beligerancia, la crítica y la interpelación con peleas de egos, incluyendo muchas de las que se cazan con personajes de la oposición. Mucho menos hacerlas pasar por las discusiones centrales de la revolución. De esto estamos verdaderamente hartos.
Cuánto de simple y vulgar egolatría no hay en nuestra dificultad para construir colectivamente. Cuánto de estridencia, de pose, de ansias de figurar, de pescueceo. ¿Ustedes creen que nadie se da cuenta?
Algún día tendrá que escribirse en extenso sobre los "camaradas" que optaron por no hablar más como la gente ordinaria, se pusieron un disfraz, y adoptaron esa jerga pavosa e indescifrable plagada de consignas y clichés, que a nadie dice nada.
Mientras tanto, estamos en campaña. Y en lugar de callarse la boca, hay que afinar la voz y aguzar los sentidos. Hay que comenzar por escuchar el rumor popular, de ese gigante que habla claro y no cree es en nadie.
Para eso debe servir la campaña electoral: para intensificar el trabajo que tendríamos que hacer en todo momento, que es crear las condiciones para el autogobierno popular, derribando obstáculos y corrigiendo entuertos. Insisto, construyendo colectivamente, asumiendo que el protagonismo, ese principio insustituible de la revolución, también es ejercicio colectivo, y no cuestión de egos.
No estoy en lo absoluto de acuerdo con quienes plantean que en tiempos de campaña no sólo hay cerrar filas, sino cerrar la boca. No sólo porque si así fuera, entonces tendríamos que estar callados todo el tiempo; fundamentalmente, porque una premisa tal contradice toda idea de radicalización democrática.
Algo semejante sólo puede salir de la gran bocota de los censuradores, que en el campo de la izquierda, e históricamente, a menudo han estado encarnados en esos personajes que realmente se creen el cuento de que ellos poseen una verdad inaccesible para el común de la gente, y que esa verdad debe ser impuesta por la fuerza de ser necesario.
No por casualidad, exactamente los mismos personajes suelen concebir las elecciones como una circunstancia en la que todo vale, incluso las peores prácticas políticas. De la verdad que sólo ellos conocen se derivan propósitos, y en tanto que la política, incluso la revolucionaria, consiste en lidiar con un universo de ignorantes, habrá que hacer lo que sea necesario para el cumplimiento de tales propósitos.
No es mi intención idealizar el ejercicio de la política y plantear que la política revolucionaria es un asunto que compete a seres de otro mundo. La pragmática no sólo es indispensable, sino deseable. Pero es preciso ponerle límites.
¿Cerrar la boca? De ninguna manera. Pero tampoco confundir la beligerancia, la crítica y la interpelación con peleas de egos, incluyendo muchas de las que se cazan con personajes de la oposición. Mucho menos hacerlas pasar por las discusiones centrales de la revolución. De esto estamos verdaderamente hartos.
Cuánto de simple y vulgar egolatría no hay en nuestra dificultad para construir colectivamente. Cuánto de estridencia, de pose, de ansias de figurar, de pescueceo. ¿Ustedes creen que nadie se da cuenta?
Algún día tendrá que escribirse en extenso sobre los "camaradas" que optaron por no hablar más como la gente ordinaria, se pusieron un disfraz, y adoptaron esa jerga pavosa e indescifrable plagada de consignas y clichés, que a nadie dice nada.
Mientras tanto, estamos en campaña. Y en lugar de callarse la boca, hay que afinar la voz y aguzar los sentidos. Hay que comenzar por escuchar el rumor popular, de ese gigante que habla claro y no cree es en nadie.
Para eso debe servir la campaña electoral: para intensificar el trabajo que tendríamos que hacer en todo momento, que es crear las condiciones para el autogobierno popular, derribando obstáculos y corrigiendo entuertos. Insisto, construyendo colectivamente, asumiendo que el protagonismo, ese principio insustituible de la revolución, también es ejercicio colectivo, y no cuestión de egos.
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