Melva Josefina Márquez Rojas
La noche es una copa de mal. Un silbo agudo
del guardia la atraviesa, cual vibrante alfiler.
Oye, tú, mujerzuela, ¿cómo si ya te fuiste, la onda aún es negra y me hace aún arder?
La copa negra. César Vallejo
No se ha ido. Hizo el amago de irse pero no se va, no se quiere ir. Por un lado los huracanes, esos vientos enloquecidos por el calor del confort que han inundado las manos y sonrisas de tantos que sueñan de día pero a quienes les llega también la noche, esa mujerzuela de Vallejo. Por otro lado, el odio, tan viejo como el deseo de poder, que llegó para instalarse en el piso del egoísmo, el individualismo y la miopía de miles en nuestra América. En Bolivia, su hijo bueno y noble, Evo, se retuerce entre la impotencia, la indignación y el coraje. Y con él, muchos de nosotros que, desde la comodidad de una pantalla nos horrorizamos con los golpes, la sangre, las patadas, los bates, la cruz retorcida y la sonrisa de noche de los “jóvenes” asesinos de sus hermanos. Pero ni olemos, ni tocamos la sangre untada en tierra, ni oímos en carne viva el llanto de la sinrazón. Entonces, me doy cuenta que de alguna manera también andamos noctámbulos.
Hoy vi al Evo inmenso con los surcos profundos de tristeza, con el semblante de quien ve que a su tierra no le llegan las lluvias y le acechan las plagas. Hoy lo vi por un ratico aislado en medio de compañías, fluxes y alfombras rojas, con olores a flores y agua mineral. También vi trajes de solidaridad porque se levantaron voces que lo quieren sostener en la esperanza. A pesar de ellos, seguía solo. Yo lo vi. Y con él sus hermanos campesinos y obreros que somos nosotros también, vestidos de sombrero mareado con sol y viento, con alpargatas gastadas y las manos llenas de alfileres; esos alfileres de los silbidos que emiten las hienas antes de hundirse en los huesos de sus víctimas.
La copa nocturna no se va de Bolivia, ni se irá mientras el odio del hermano hacia el hermano sea la fuerza que la sostenga. Por ahí oí que la montaron en un avión sin retorno, pero ¿saben? Es mentira. Porque no era una sola la copa. Hay muchas otras que se quedaron en las vallas, en los tratos “on the rocks”, en los periódicos, en las armas y en las manos que las sostienen. Ahí están y, como en una visión de retroceso, sus cristales rotos se vuelven a unir para dejar su mal esparcido allí y aquí.
Aplauden un diálogo, dicen. ¿Cómo me van a obligar a dialogar con quien me quiere matar en la oscuridad?, ¿Cómo creen que la noche es tan breve y el bostezo tan largo? Esa mujerzuela, la de Vallejo, no se quiere ir. Vuelve y se queda. Fíjense nomás que está en las ropas de quienes lloran ausencias trágicas, “para nunca más volver” y en la sonrisa fingida de bocas que escupieron “hace breves instantes” al indefenso. Bolivia, la linda hija del joven Simón, llora hoy por su noche y nosotros con ella. Porque a nosotros también nos quieren apagar la luz.
melva.marquez@gmail.com
del guardia la atraviesa, cual vibrante alfiler.
Oye, tú, mujerzuela, ¿cómo si ya te fuiste, la onda aún es negra y me hace aún arder?
La copa negra. César Vallejo
No se ha ido. Hizo el amago de irse pero no se va, no se quiere ir. Por un lado los huracanes, esos vientos enloquecidos por el calor del confort que han inundado las manos y sonrisas de tantos que sueñan de día pero a quienes les llega también la noche, esa mujerzuela de Vallejo. Por otro lado, el odio, tan viejo como el deseo de poder, que llegó para instalarse en el piso del egoísmo, el individualismo y la miopía de miles en nuestra América. En Bolivia, su hijo bueno y noble, Evo, se retuerce entre la impotencia, la indignación y el coraje. Y con él, muchos de nosotros que, desde la comodidad de una pantalla nos horrorizamos con los golpes, la sangre, las patadas, los bates, la cruz retorcida y la sonrisa de noche de los “jóvenes” asesinos de sus hermanos. Pero ni olemos, ni tocamos la sangre untada en tierra, ni oímos en carne viva el llanto de la sinrazón. Entonces, me doy cuenta que de alguna manera también andamos noctámbulos.
Hoy vi al Evo inmenso con los surcos profundos de tristeza, con el semblante de quien ve que a su tierra no le llegan las lluvias y le acechan las plagas. Hoy lo vi por un ratico aislado en medio de compañías, fluxes y alfombras rojas, con olores a flores y agua mineral. También vi trajes de solidaridad porque se levantaron voces que lo quieren sostener en la esperanza. A pesar de ellos, seguía solo. Yo lo vi. Y con él sus hermanos campesinos y obreros que somos nosotros también, vestidos de sombrero mareado con sol y viento, con alpargatas gastadas y las manos llenas de alfileres; esos alfileres de los silbidos que emiten las hienas antes de hundirse en los huesos de sus víctimas.
La copa nocturna no se va de Bolivia, ni se irá mientras el odio del hermano hacia el hermano sea la fuerza que la sostenga. Por ahí oí que la montaron en un avión sin retorno, pero ¿saben? Es mentira. Porque no era una sola la copa. Hay muchas otras que se quedaron en las vallas, en los tratos “on the rocks”, en los periódicos, en las armas y en las manos que las sostienen. Ahí están y, como en una visión de retroceso, sus cristales rotos se vuelven a unir para dejar su mal esparcido allí y aquí.
Aplauden un diálogo, dicen. ¿Cómo me van a obligar a dialogar con quien me quiere matar en la oscuridad?, ¿Cómo creen que la noche es tan breve y el bostezo tan largo? Esa mujerzuela, la de Vallejo, no se quiere ir. Vuelve y se queda. Fíjense nomás que está en las ropas de quienes lloran ausencias trágicas, “para nunca más volver” y en la sonrisa fingida de bocas que escupieron “hace breves instantes” al indefenso. Bolivia, la linda hija del joven Simón, llora hoy por su noche y nosotros con ella. Porque a nosotros también nos quieren apagar la luz.
melva.marquez@gmail.com
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