miércoles, 26 de septiembre de 2007

Mujeres de bandera de nuestros padres

Alicia Martínez Ea

En un reciente artículo aparecido en el suplemento El Semental con el título “Mujeres como las de antes” (http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=2247&id_firma=4370), el exreportero Arturo Pérez Reverte exponía sucintamente su canon de belleza a través de la exhibición de diversos cromos pertenecientes a su personal catálogo masturbatorio adolescente —que parece conservar aún con gran arrobo debajo del colchón—. El catálogo en cuestión era, al parecer, enteramente aprobado por su compañero Javier Marías a medida que ambos transitaban por la Carrera de San Jerónimo —procedentes del Hotel Palace— en un ambiente de relajado compañerismo masculino: “Javier, que me estás babeando todo el traje, haz el favor de apartarte un poquito”, “Si Arturo, pero deja de frotarte contra mi pierna que parece que nos están mirando esas dos tordas que salen del Congreso”, etc.
Mientras tanto, los dos académicos tenían la ocasión de contrastar sus arrebatos de pantalón corto con la triste realidad. Pero no con la triste realidad de lo difícil que sería confundir a cualquiera de ellos con Cary Grant, Tyrone Power, el Fari, o cualquier otro de aquellos galanes que seducían a aquellas “mujeres de bandera” que salían en las películas en blanco y negro, sino con la triste realidad de que las mujeres de hoy ya no son como las de aquellos tiempos en los que: “Hasta las niñas, en el recreo, se recogían con una mano la falda del babi y procuraban caminar como las mujeres mayores, con suave contoneo condicionado por la sabia combinación de tacones, falda que obligaba a moverse de un modo determinado, caderas en las que nunca se ponía el sol y garbo propio de hembras de gloriosa casta”.
La interferencia producida en los desvaríos psicopaticonanistas de Reverte y compañía por la visión de una joven real —suponemos que esto sería ya al pasar a la altura del Chicote— inspiraba finalmente al exreportero esta bella reflexión: “Se nos cruza una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente –¿acaso no se mata a los caballos?–, abatirla de un escopetazo”.
En una columna posterior publicada en el mismo medio (“Ava Gardner nunca mais” http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_firma=4571&id_edicion=2387) el mismo autor finge escandalizarse del escándalo provocado en “algunas feministas” por su anterior artículo, y aprovecha la ocasión para —siguiendo el lema del Duque de Alba de “sostenella y no enmendalla”— tirar del repertorio y agregar algunas necedades más acerca del mismo asunto.
En cualquier caso es evidente que no se trata tanto en el artículo y respuesta subsiguiente de llevar a cabo una investigación acerca de los estándares femeninos por excelencia —por mucho que lo parezca—, sino que se trata más bien, en el fondo, de la necesidad de exhibición de ciertos estándares masculinos, como deja ver claramente este segundo artículo. Ahora bien, dado el carácter de estos estándares, se trataría de un asunto para el cual quizás la mejor solución sea la que ya le proponía a Reverte María Soleto en una réplica muy acertada: que "se lo haga mirar".
En efecto, según dice allí Reverte: "A fin de cuentas, lo que de verdad hace que a una hembra le tiemblen las piernas —se pongan las feministas como se pongan— no son los quesitos desnatados que van de malotes, ni los charlatanes lánguidos, sino los hombres cuajados con resabios del cazador y el guerrero que fueron hace siglos. Los que dejan las sábanas arrugadas debajo de una".
En caso de que Reverte se esté refiriendo aquí también a las “hembras” de nuestra propia especie —lo que no queda muy claro en el texto—, algunas de nosotras diríamos que parece que ésta es exactamente la imagen que el señor Reverte tiene o más bien quiere, necesita, ansía tener de sí, y quizás la que cree aún poder ver reflejada en el escaparate de esas “mujeres de antes” para las que aún regía aquello del hombre y el oso, las tetas y las carretas, la mona que se viste de seda, etc. En tal caso, para sostenella en el campo de lucha simbólico lo primero que hay que hacer —cuando, como aquí, se trata de dominación masculina (lo de violencia de género resulta, ciertamente, muy vago y ambiguo)—, es situarse por encima del otro sexo, en este caso reduciéndolo directamente a la animalidad. Expresiones como “torda espectacular”, “focas deshechos de tienta”, “marmotas domingueras”, “morsas con pantalón pirata”, “desagradables tocinos sin fronteras”, “erizas”, etc. —además de la piadosa analogía con los caballos antes citada—, son usadas allí para describir a aquellas que no se ajustan al canon de las “hembras homologadas como tales”, y de este modo, mediante este parloteo incesante se viene, tras las convenientes faltas de respeto, a escindir a las féminas en una simple pero provechosa alternativa: susceptibles o no de ser cazadas o capturadas —en este caso por el señor Reverte y el señor Javier Marías (guerrero y cazador respectivamente)—. Es para poder identificar con más claridad a las piezas, para lo que tienen a bien elaborar un patrón de comparación basado ¡en el Hollywood de hace casi un siglo!, de modo que todas las lectoras puedan medirse con él —para saber si son dignas de los rebuznos a los que alude Reverde en su primer artículo como “propios de su sexo”—, así como ser a su vez medidas por los lectores en idénticos términos. Gracias a este metro de platino iridiado pueden ya separarse los quesos desnatados de los manchegos y las churras de las merinas.
En este caso, la labor de los dos académicos parecería limitarse a limpiar, fijar y dar esplendor a ese ajado canon supuestamente universal, del mismo modo en que un fetichista se aplica a hacerlo con las botas de su inaccesible icono.
Pero esto es así quizás sólo en apariencia, porque lo que más bien ocurre es algo ligeramente contrario. A saber: no se trata tanto de eso, como de establecer unas pautas claras de autenticidad viril que puedan ser reconocidas de modo que quepa autorreconocerse en ellas.
Igual que los niños como Arturito y Javierín fueron condicionados a apretar los muslos y salivar ante las imágenes de la Loren, la Mangano o la Gardner —a menos que quisieran ser considerados unos “mariquitas”—, también se vieron obligados a coleccionar los cromos de Pirri y de Kubala, los álbumes de Roberto Alcázar y el Capitán Trueno, se atiborraron de películas de John Wayne y Clarke Cable y aprendieron a reconocer en los gestos, en los colores, en la actitudes, en el impasible ademán, aquello que convierte a un “varón normalmente constituido” —como dice y repite Reviente— en un verdadero “machote”. El varón, como la mujer, no nace, “se constituye”. Pero una vez constituido —y tanto más cuanto más se acerca a la edad provecta— siempre agradece algún que otro reconstituyente.
El artículo de Reverte se convierte así en una auténtica mot de passe para todo los “veteranos del 51” que se sienten incluidos así en la misma clase de los marías y revertes, legitimados es sus más íntimas cochambres y caspas por los dos académicos, y eso, además: “se pongan como se pongan las feministas”. Dicho de otro modo: quien realmente pertenece al conjunto de los hombres cuajados con resabios del cazador y el guerrero que fueron hace siglos —también definido bajo la intensión: los que dejan las sábanas arrugadas debajo de una (debe ser porque nunca te ayudan a hacer la cama)— es aquel que se reconoce, como en un espejo, en el artículo de Reverte. Y esto es bien interesante, porque ese autorreconocimiento periodístico parece resultar, por lo pronto, suficiente, y aportar ya la píldora de honor que permite a varones como el señor Reverte y el señor Marías dormir tranquilos y soñarse Vigo Mortensen —sublimando así la segunda de las definiciones, cuya comprobación práctica deja al punto de ser necesaria y, por lo tanto, incomprobada e incluso incomprobable—.
Ése era el primer paso del ritual. El segundo consistirá en —ante la innecesariedad de la prueba de potencia práctica— hacer reconocible —a ellos mismos y a sus congéneres— por eliminación, al modelo propuesto (hombre-cuajado-con-resabios-del-cazado-y-el guerrero-que fue-hace-siglos). Para ello Reverte procede a eliminar del campo todo lo que no es un hombre-cuajado-con-resabios-del-cazado-y-el guerrero-que fue-hace-siglos. Recordamos la lista —algo corta por cierto— de pseudo hombres: los quesitos desnatados que van de malotes y los charlatanes lánguidos.
Verdaderamente en esto el señor Reverte se muestra bastante original y, a decir verdad, nos despista un poco y nos hubiera gustado que precisara más. Sin embargo, este contramodelo quizás podría aclararse recurriendo también a cierto personaje fílmico —quizá algo más moderno que los arquetipos femeninos por él propuestos— que a nuestro juicio merece la inclusión en ambas clases: El Capitán Jack Sparrow. Sin duda que el contoneo y la verborrea de esta especie de pirata-rastafari-Drag-Queen que encarna ese actor especializado en “quesitos desnatados” y “charlatanes lánguidos” —y representante él mismo de ambas cosas— que es Johnny Deep, se encuentra a años luz en el campo simbólico de alguien como el Capitán Alatriste (aquel alterego —por no decir, “ego” a secas— con el que Reverde consiguió plantar su primera Pica en Flandes). Nunca se sabe, de hecho, si el Capitán Sparrow se acabará escapando con Elizabeth Swann (Keira Knightley) o con Will Turner (Orlando Bloom), y eso precisamente lo que aporta al personaje su capacidad de ironizar sobre todos los estereotipos del género (del de las películas de piratas, en este caso). No cabe duda de que es otro el modelo que tiene en mente el firmante de esas columnas que aparecen todos los domingos en El Seminal bajo el lema “Patente de Corso”, pues es obvio que se trata de aquel modelo ficticio que Revende piensa como cumplidor de todos y cada uno de sus anhelos estéticos e identitarios.
Sin embargo hay una importante diferencia entre un “pirata” como Sparrow y un “corsario” como los que le gustan a Reviente. Los piratas eran gente cruel o desesperada que se echaban al mar huyendo de la miseria o persiguiendo la riqueza. Hubo incluso muchas mujeres pirata a quienes sólo les quedó esa salida como manera de escapar de la violencia, de la dominación o de los roles que les habían sido impuestos. Pero al menos los piratas y las piratas podían ir a donde querían, elegir su terreno y decidir con quien luchar y con quién no. En cambio los corsarios eran simples mercenarios que trabajaban para una sola potencia, y que sólo podían capturar los barcos que les decían sus patrones, convirtiéndose así en unos meros funcionarios encargados de molestar, de incordiar y de dar la tabarra, atacando, preferiblemente, a los galeones más obesos y más desprevenidos y pudiéndose siempre refugiar, si había peligro, en los puertos del rey que les había firmado la patente.
En el caso de Revente puede que se trate del Rey de Redonda, la isla situada en los alrededores de Antigua y Barbuda de la que actualmente Javier Marías ostenta la soberanía tras haberla heredado de un pirado llamado John Wynne-Tyson (no confundir con el resultado de cruzar a un actor blanco con un boxeador negro).
Queda aún por determinar el grado de violencia hacia las mujeres que conlleva el artículo en general y alguna parte verdaderamente desagradable del mismo en particular. Solamente diremos que es el síntoma último de un resentimiento que certifica lo peligroso que puede ser ir por ahí confundiendo la realidad con la ficción sobre todo cuando eso mismo ocurre con personas que son en esencia malas. Si no se les convence para que busquen algún tipo de ayuda pronto podemos tener un disgusto.

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