Luis Britto García
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El arte lo invade todo. Lo que los hermanos Lumiére concibieron como máquina para registrar el movimiento –el cinematógrafo- terminó convertido en nuevo arte. Total, porque incluye plástica, narración, movimiento, mímica, danza, música. Universal, porque la imagen es el lenguaje global accesible a todos antes de que nos aislara la Torre de Babel de las escrituras. En las cavernas de nuestros antepasados no aparecen letras, sino dibujos. Necesitamos que se nos traduzca Kafka: ninguna mediación requiere el ballet trágico de la escalinata de Odessa. Todas las cosas pueden ser reducidas a imágenes, pero las imágenes pueden convertirse en todas las cosas: testimonio, razonamiento, sentimiento, manifiesto, éxtasis, protesta.
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En sus comienzos el Arte fue total. La experiencia cumbre de cada comunidad era la fiesta social, que amalgamaba mitos fundacionales, música, danza, mímica, pintura corporal, ornamentos, selección o transfiguración de un espacio. La división de la sociedad en clases separó las artes en oficios y especialidades diversas y dispersas, hermanadas apenas por el aire de familia del Zeitgeist o espíritu de cada época. Pero siempre persistió el proyecto de recuperar la plenitud de la fiesta social en las manifestaciones del arte total: ceremonia religiosa, desfile, teatro, ópera, en fin el cine, que reúne de nuevo la pluralidad de manifestaciones estéticas. Integrar las artes es reintegrar el ser humano.
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Un film es ante todo una idea expresada en forma sensorial. Es registro de una realidad, pero de una realidad que surge de la concatenación intencional de los hechos fotografiados. Experimentamos placer al reconstruir este silogismo porque al fin de la fiesta de los sentidos nos espera el sentido.
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Tal revelación produce resultados contradictorios. La tecnología del cinematógrafo es hasta cierto punto universal. Sin embargo el resultado es idiosincráticamente local. Podemos hablar de una filmografía europea, estadounidense, china o japonesa, así como de otra latinoamericana y caribeña, cubana, mexicana, brasileña, argentina, venezolana o boliviana. Pero la difusión de estos lenguajes, como los de la literatura, depende de aduanas locales y distribuidoras transnacionales. El gran capital crea o cierra mercados e impone o clausura cinematografías. Difícil es ver una obra maestra boliviana en Venezuela o una paraguaya en Ecuador. Cinematecas y Festivales como el del ICAIC en La Habana instituyen puentes sobre abismos invisibles que impiden disfrutar y comprender la maravillosa unidad y diversidad de lo humano.
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La imagen en movimiento se decanta cada vez más por la aceleración y la brevedad. Tres días duraba una representación del Katakali; la Orestíada se toma una noche entera; representaciones teatrales y óperas de la modernidad requieren horas; el lenguaje fílmico cristaliza en la hora y media del largometraje y en los formatos cada vez más breves del mediometraje y el cortometraje. La pantalla televisiva impuso la media hora de la telenovela como coartada para el medio minuto de la cuña. Nuevas tecnologías permiten los instantáneos micro relatos del Tik Tok. La cinematografía, arte del tiempo, debe ir con los tiempos y explorar los nuevos formatos y tecnologías antes de que los grandes capitales los monopolicen. Un film maestro es la preparación de una epifanía visual poderosa y breve como un aforismo.
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Al igual que el mundo que refleja, un buen Festival, como el de La Habana, es inabarcable. Imposible ver y calificar todo.
La cocina, (2024) escrita y dirigida por el mexicano Alonzo Ruizpalacios a partir de un drama de Arnold Wesker, reivindica el tan vilipendiado realismo como omnipotente método fílmico. Narrada casi en tiempo real, en austero blanco y negro, revela el mundo del trabajo, usualmente desterrado de las pantallas y de la fachada de los rascacielos y los pulcros restoranes estadounidenses de Manhattan. En los sótanos, se afana el submundo de los explotados, los indocumentados, los desprotegidos, los subpagados, los discriminados, los menospreciados, los maltratados, los amenazados por la deportación. Percibimos guiños a la monumental Metropolis, de Fritz Lang: la ropa de trabajo uniforma a todos, las cadencias de trabajo son insoportables, prosiguen incluso en medio de una inundación periódica. Dolorosamente, estos excluidos sueñan en convertirse en quienes los excluyen. Darían lo que no tienen por la Green Card que les evitaría ser expulsados; el protagonista anhela además casarse con una gringa rubia. El sueño revienta como una burbuja. Un gringo de venerable barba entra a la cocina a mendigar sobras, y recita la biografía de toda una clase obrera: Trabajé toda mi vida y no encuentro empleo. No tengo casa, pensión ni seguro médico. Un cocinero le da comida, un gerente lo veta, las sobras van a la basura. Desaparecen unos dólares, y ya se sabe quiénes van a ser acusados. La rebelión es anómica, individual, desesperanzada: pero pudiera ser organizada, colectiva, triunfante. Todo gran película expresa más de lo que dice.
El Jockey, (2024) dirigida y escrita por el argentino Luis Ortega, nos introduce al mundo de la explotación de los jinetes por las mafias que manejan el mundo hípico. Surrealista es que un deporte sea regido por el crimen organizado: surrealista es el film signado por la belleza de las danzas de entrenamiento de jockeys masculinos y femeninos, por la cotidiana incongruencia, por los asesinatos aleatorios, por la búsqueda individual de sentido en un mundo que ha dejado de tenerlo.
Farha, (2021) de la joven directora de Jordania Darin J. Sallan, reconstruye la historia real de una niña de catorce años encerrada en su casa por un padre que desaparecerá aniquilado por la Nakba, la invasión israelí a Palestina de 1948. En el oscuro encierro, Farha se entera del exterminio de sus amigas, de sus vecinos, de su patria por el estrépito de armas y la escasa visión que filtran algunas rendijas. La ausencia de diálogo y el anhelante rostro inquisitivo construyen una tensión magistral. La niña huirá a pie hasta Siria; de estar con vida hoy, seguramente emprende otro peregrinaje quién sabe dónde. Mientras los poderes fácticos puedan alimentarse del genocidio impune, todos somos palestinos.
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO