Carola Chávez.
La viveza criolla, ese defecto de origen que algunos llevan a cuestas con sumisa resignación, con pena ajena; porque la viveza criolla siempre la practica el otro, un vecino, un primo de un cuñado, una señora por ahí. La culpa de todos nuestros males, “porque este país es maravilloso, lo malo es su gente”. Como si un país no fuera la gente que lo habita. Como si un país solo fuera una serie de hermosos paisajes que no merecemos porque somos una porquería.
La imagen del vivo criollo es tu viva imagen, un venezolano común y corriente que tiene a este país hecho pedazos porque se comió una luz, porque tiró un papel en el suelo, porque se llevó un lápiz de su oficina. Una imagen generalizada de lo que mayoritariamente no somos, un mito que ubica las “culpas” donde no van.
El vivo criollo nunca es un tipo, digamos, como Lorenzo Mendoza o como Juan Carlos Escotet. Ellos no son vivos, son el “sector productivo del país”. No importa cuán vivos sean, no importa que una sola de sus vivezas sea incalculablemente más dañina para el país que la suma de todas la vivezas de todos los vivitos de a pie. No importa, los tipos como Lorenzo, Juan Carlos o sus amigos son ejemplos a seguir. ¡Bachaquea, pequeño emprendedor, porque Polar todos somos! ¡Raspa tu cupo, que Banesco está contigo!
Grandes empresarios y banqueros que compran voluntades, que tuercen y violan leyes para que el vaso no se desborde y humedezca a los de abajo, tal como dice su perversa teoría del goteo, mientras que, con campañas institucionales, instalan en el imaginario colectivo que ”es fácil ser un buen ciudadano”, que los vivos no son ellos, sino que somos nosotros, que también como que somos pendejos.
Porque un pueblo defectuoso no puede salvarse a si mismo, se impone la idea de tulela conjunta por parte de la empresa privada, los grandes vivos que no vemos, y de países de esplendorosas fachadas, eso sí, con toneladas de basura escondida bajo sus mullidas alfombras de civilización.
En momentos de crisis se aviva el mito, destacando la viveza sobre millones de historias cotidianas de decencia, solidaridad y trabajo, protagonizadas por la inmensa mayoría de los venezolanos, muchos de ellos negándose su propia historia por empeñarse a ver el dedo de los grandes vivos que, convenientemente, señala a los vivitos.
La viveza criolla, ese defecto de origen que algunos llevan a cuestas con sumisa resignación, con pena ajena; porque la viveza criolla siempre la practica el otro, un vecino, un primo de un cuñado, una señora por ahí. La culpa de todos nuestros males, “porque este país es maravilloso, lo malo es su gente”. Como si un país no fuera la gente que lo habita. Como si un país solo fuera una serie de hermosos paisajes que no merecemos porque somos una porquería.
La imagen del vivo criollo es tu viva imagen, un venezolano común y corriente que tiene a este país hecho pedazos porque se comió una luz, porque tiró un papel en el suelo, porque se llevó un lápiz de su oficina. Una imagen generalizada de lo que mayoritariamente no somos, un mito que ubica las “culpas” donde no van.
El vivo criollo nunca es un tipo, digamos, como Lorenzo Mendoza o como Juan Carlos Escotet. Ellos no son vivos, son el “sector productivo del país”. No importa cuán vivos sean, no importa que una sola de sus vivezas sea incalculablemente más dañina para el país que la suma de todas la vivezas de todos los vivitos de a pie. No importa, los tipos como Lorenzo, Juan Carlos o sus amigos son ejemplos a seguir. ¡Bachaquea, pequeño emprendedor, porque Polar todos somos! ¡Raspa tu cupo, que Banesco está contigo!
Grandes empresarios y banqueros que compran voluntades, que tuercen y violan leyes para que el vaso no se desborde y humedezca a los de abajo, tal como dice su perversa teoría del goteo, mientras que, con campañas institucionales, instalan en el imaginario colectivo que ”es fácil ser un buen ciudadano”, que los vivos no son ellos, sino que somos nosotros, que también como que somos pendejos.
Porque un pueblo defectuoso no puede salvarse a si mismo, se impone la idea de tulela conjunta por parte de la empresa privada, los grandes vivos que no vemos, y de países de esplendorosas fachadas, eso sí, con toneladas de basura escondida bajo sus mullidas alfombras de civilización.
En momentos de crisis se aviva el mito, destacando la viveza sobre millones de historias cotidianas de decencia, solidaridad y trabajo, protagonizadas por la inmensa mayoría de los venezolanos, muchos de ellos negándose su propia historia por empeñarse a ver el dedo de los grandes vivos que, convenientemente, señala a los vivitos.
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