Carola Chávez
No voy a ponerme a discutir sobre la belleza con quién es incapaz de verla más allá de una revista de moda o de su propio espejo. Hay mejores formas de perder el tiempo. Pero tras la superficialidad de las declaraciones de Lady Diana Allup hay un contenido más oscuro, más violento y eso sí debemos discutirlo.
Las palabras de Diana no son de ella, son parte del credo de la oligarquía, recitado también por las clases medias aspirantes. La fealdad que rechaza Diana, con sus pestañas batientes, con su sonrisa de Miss caduca, no es la falta de rimel y colorete, es la falta de dinero. Los pobres son feos. Y pobres, para Diana, son la señora hurribli de Petare, así como la señora hurribli de El Cafetal. Sí, El Cafetal, por mucho que caceroleen. Porque detrás de las palabras de Diana está el clasismo que funciona así: un sin fin de escalones donde el que está un escaloncito más arriba, patea y escupe a todos los de abajo. Mientras más arriba estés, a más gente puedes patear y escupir. Es una cuestión de distancia y categoría.
“El mono aunque se vista de seda, mono se queda”, ese es el mantra, sentencia inapelable que corre como cascada por esa escalera social llena de aspirantes, devotos del efecto goteo de un vaso que nunca desborda.
La misma Diana es víctima de esa escalera: Muy catira, muy Barbie, muy vestida de seda, pero muy nueva rica para el mantuanaje. Nunca una D’Agostino estará a la altura de una Machado, una Lovera, una Zuloaga. Claro que, aunque en las viejas casonas del Country Club, se rían de la armadura en la biblioteca, los perritos toy poodle tan demodé, la melena platino que sálvese quién pueda, adeco es adeco hasta que se muera; nadie pondría a Diana, por ejemplo, a comer aparte, en la cocina, con platos y cubiertos distintos a los que usa la familia, “porque uno no sabe qué microbios pueda tener esa gente”; como lo hace toda “señora de la casa” que se respete con la señora de servicio, que viene de los escalones de tierra más bajos.
El rollo no es la melena, el culo, o las pestañas; el rollo es el clasismo y su estructura de deshumanización y el desprecio.
El rollo es que, escaleras arriba, invocan una explosión social de los de abajo, creyendo que, si explota, la rabia que maceró el clasismo no los salpicará a ellos. El rollo que juegan con fuego.
No voy a ponerme a discutir sobre la belleza con quién es incapaz de verla más allá de una revista de moda o de su propio espejo. Hay mejores formas de perder el tiempo. Pero tras la superficialidad de las declaraciones de Lady Diana Allup hay un contenido más oscuro, más violento y eso sí debemos discutirlo.
Las palabras de Diana no son de ella, son parte del credo de la oligarquía, recitado también por las clases medias aspirantes. La fealdad que rechaza Diana, con sus pestañas batientes, con su sonrisa de Miss caduca, no es la falta de rimel y colorete, es la falta de dinero. Los pobres son feos. Y pobres, para Diana, son la señora hurribli de Petare, así como la señora hurribli de El Cafetal. Sí, El Cafetal, por mucho que caceroleen. Porque detrás de las palabras de Diana está el clasismo que funciona así: un sin fin de escalones donde el que está un escaloncito más arriba, patea y escupe a todos los de abajo. Mientras más arriba estés, a más gente puedes patear y escupir. Es una cuestión de distancia y categoría.
“El mono aunque se vista de seda, mono se queda”, ese es el mantra, sentencia inapelable que corre como cascada por esa escalera social llena de aspirantes, devotos del efecto goteo de un vaso que nunca desborda.
La misma Diana es víctima de esa escalera: Muy catira, muy Barbie, muy vestida de seda, pero muy nueva rica para el mantuanaje. Nunca una D’Agostino estará a la altura de una Machado, una Lovera, una Zuloaga. Claro que, aunque en las viejas casonas del Country Club, se rían de la armadura en la biblioteca, los perritos toy poodle tan demodé, la melena platino que sálvese quién pueda, adeco es adeco hasta que se muera; nadie pondría a Diana, por ejemplo, a comer aparte, en la cocina, con platos y cubiertos distintos a los que usa la familia, “porque uno no sabe qué microbios pueda tener esa gente”; como lo hace toda “señora de la casa” que se respete con la señora de servicio, que viene de los escalones de tierra más bajos.
El rollo no es la melena, el culo, o las pestañas; el rollo es el clasismo y su estructura de deshumanización y el desprecio.
El rollo es que, escaleras arriba, invocan una explosión social de los de abajo, creyendo que, si explota, la rabia que maceró el clasismo no los salpicará a ellos. El rollo que juegan con fuego.
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