Antonio Aponte
Estamos sumergidos en una feroz guerra entre el capitalismo y el Socialismo, se trata de la mayor colisión que haya conocido la humanidad.
El capitalismo es una fiera insaciable, independiente de la voluntad humana, sus requerimientos de acumulación, crecimiento sin límites, hacen que su destino sea la destrucción de la vida planetaria.
Esa es la causa profunda de la necesidad de enfrentarlo.
Pero además, ya lo sabemos, el capitalismo condena al hombre a la pérdida de la condición humana, lo transforma en mercancía, lo obliga a relacionarse como mercancía y no como humano, lo confina al mundo del mercado, de la competencia donde sólo una minoría tienen posibilidades de vida, el resto, la gran mayoría de la humanidad es condenada a sobrevivir en condiciones de infraanimalidad.
Entonces, con el capitalismo el futuro es la extinción, y el presente es de la angustia de una existencia incierta, en la que la lucha por la vida es la lucha contra nuestros semejantes, que dejaron de ser hermanos para ser mercancías en competencia.
El signo del capitalismo es la inseguridad: de no saber si mañana saldremos con éxito de esta lucha individual por la vida, si mantendremos el trabajo de hoy, si una enfermedad nos arruina, si mañana nos expulsan del mercado de las mercancías humanas, si no tendremos nada que vender, ni siquiera la fuerza bruta de trabajo. La inseguridad de no saber si algún antisocial individual, surgido de esta organización capitalista que es antisocial, encarna en nosotros a todos los privilegiados del planeta y toma justicia por su propia mano.
Contra este monstruo luchamos, este es el enemigo en esta guerra definitiva.
El sistema capitalista se defiende, se mantiene porque deformó el alma del humano, lo hizo egoísta, anuló su sentido fraterno y altruista, aplastó su instinto de conservación, lo embriagó de consumismo, lo sumerge en un mundo ficticio donde el hombre se vende para poder comprar, y lo que compra son cosas que se desvanecen en el intento de dar contenido a la existencia que siempre es vacía.
El objetivo final de esta guerra es el espíritu del dominado, allí se decide el futuro de la humanidad.
El sistema capitalista en esa batalla usa todos sus recursos, desde la bomba nuclear, torturas, invasiones, genocidios, magnicidios, de todo usan contra los brotes de insurgencia, pero su mejor arma son las intelectuales, las dirigidas a deformar el espíritu.
Los oligarcas desde siempre entendieron que son las cadenas del espíritu las únicas que pueden mantener su dominación, y por eso construyeron un sistema de manipulación del alma que es poderosísimo: la escuela que ideologiza en la deformación, el cine, la televisión, la iglesia, los cedice y demás tanques pensantes, todo conforma una tela monstruosa que talla al hombre a imagen y semejanza de una mercancía útil para el capitalismo.
Esta es la guerra, la mejor manera de perderla es no reconocerla y extraviarnos en ficciones de convivencia.
¡Al capitalismo ni tantico así!
¡Chávez es Socialismo!
El capitalismo es una fiera insaciable, independiente de la voluntad humana, sus requerimientos de acumulación, crecimiento sin límites, hacen que su destino sea la destrucción de la vida planetaria.
Esa es la causa profunda de la necesidad de enfrentarlo.
Pero además, ya lo sabemos, el capitalismo condena al hombre a la pérdida de la condición humana, lo transforma en mercancía, lo obliga a relacionarse como mercancía y no como humano, lo confina al mundo del mercado, de la competencia donde sólo una minoría tienen posibilidades de vida, el resto, la gran mayoría de la humanidad es condenada a sobrevivir en condiciones de infraanimalidad.
Entonces, con el capitalismo el futuro es la extinción, y el presente es de la angustia de una existencia incierta, en la que la lucha por la vida es la lucha contra nuestros semejantes, que dejaron de ser hermanos para ser mercancías en competencia.
El signo del capitalismo es la inseguridad: de no saber si mañana saldremos con éxito de esta lucha individual por la vida, si mantendremos el trabajo de hoy, si una enfermedad nos arruina, si mañana nos expulsan del mercado de las mercancías humanas, si no tendremos nada que vender, ni siquiera la fuerza bruta de trabajo. La inseguridad de no saber si algún antisocial individual, surgido de esta organización capitalista que es antisocial, encarna en nosotros a todos los privilegiados del planeta y toma justicia por su propia mano.
Contra este monstruo luchamos, este es el enemigo en esta guerra definitiva.
El sistema capitalista se defiende, se mantiene porque deformó el alma del humano, lo hizo egoísta, anuló su sentido fraterno y altruista, aplastó su instinto de conservación, lo embriagó de consumismo, lo sumerge en un mundo ficticio donde el hombre se vende para poder comprar, y lo que compra son cosas que se desvanecen en el intento de dar contenido a la existencia que siempre es vacía.
El objetivo final de esta guerra es el espíritu del dominado, allí se decide el futuro de la humanidad.
El sistema capitalista en esa batalla usa todos sus recursos, desde la bomba nuclear, torturas, invasiones, genocidios, magnicidios, de todo usan contra los brotes de insurgencia, pero su mejor arma son las intelectuales, las dirigidas a deformar el espíritu.
Los oligarcas desde siempre entendieron que son las cadenas del espíritu las únicas que pueden mantener su dominación, y por eso construyeron un sistema de manipulación del alma que es poderosísimo: la escuela que ideologiza en la deformación, el cine, la televisión, la iglesia, los cedice y demás tanques pensantes, todo conforma una tela monstruosa que talla al hombre a imagen y semejanza de una mercancía útil para el capitalismo.
Esta es la guerra, la mejor manera de perderla es no reconocerla y extraviarnos en ficciones de convivencia.
¡Al capitalismo ni tantico así!
¡Chávez es Socialismo!
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