CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
El escándalo reventó en El Salvador
porque en un caso de prostitución infantil estaba involucrado un locutor
conocido como “el Gordo Max”, personaje popular en el mundo del
entretenimiento en ese país. Los detalles del arresto y los cargos
contra este y otros 3 capturados por los mismos delitos han recorrido
las redes en una ola de indignación alimentada por el hecho de tratarse
de hombres de un alto perfil público. Pero esto sucede a diario en todos
nuestros países y únicamente levanta polvo dependiendo de quiénes son
los involucrados. De no ser mediáticos, estos delitos pasan inadvertidos
o simplemente no despiertan la menor de las reacciones.
Hace algunos días comentaba con una
activa usuaria de las redes sociales acerca del escaso impacto de las
alertas por desapariciones de niñas, niños y adolescentes. El sistema de
alerta Alba-Keneth, una herramienta de enorme valor para la protección
de este sector de la población, no parece haber alcanzado —a nivel
mediático— la relevancia necesaria para elevar su efectividad en la
búsqueda de menores desaparecidos, pero no por ser ineficiente en sí
mismo, sino por la actitud pasiva de la sociedad, a la cual esas
desapariciones no afectan de manera significativa. Esto se aprecia con
mayor claridad en los sectores de cierto nivel económico con acceso a la
internet, porque aun cuando las alertas circulan profusamente por las
redes sociales y compartirlas depende de mover un dedo, este mínimo
gesto muchas veces no se produce.
Cada día pasan por mis redes varias de
esas llamadas desesperadas. Me pregunto siempre cómo se sentirán esos
padres y madres cuyos hijos de pronto no regresaron a casa de la
escuela, de la tienda de la esquina, de la casa de su abuela o del campo
de fútbol de la colonia. Esa angustia de no saber en dónde está, qué le
sucedió, por qué alguien quiso arrancarlo de la protección de su
familia y con qué propósito. Y entonces me imagino esa ruta de la
angustia, la desesperación de no saber, la impotencia de ver pasar las
horas y depender de esa llamada de auxilio que es la alerta Alba-Keneth,
sin la cual las probabilidades de recuperar a su ser querido se
reducirían únicamente al resultado de la búsqueda por las instituciones
encargadas.
La sociedad, sin embargo, muestra escasa
empatía con el dolor de esas familias, pero no porque sea esencialmente
perversa sino porque se ha acostumbrado a considerar estos hechos como
una parte de la vida y de la cultura en un país en donde los prejuicios
tienen un fuerte acento cuando se trata de delitos sexuales, ante los
cuales surge de manera automática el filtro del machismo para
transformar a las víctimas en protagonistas activos y consensuales de
los delitos que los victimizan. Por lo tanto, la desaparición de un
niño, una niña o una adolescente pasan a formar parte de la mezcla, en
el mismo crisol, con la trata, la pobreza, la violencia doméstica, las
violaciones sexuales y el drama de la migración.
La sociedad debe reaccionar, abrir los
ojos y comprender que todo delito de carácter sexual contra un menor
debe castigarse por igual, exista o no consenso por parte del menor.
Aunque el origen de esta cruel forma de abuso se remonta a tiempos
remotos, no debe considerarse parte de la “cultura” y mucho menos del
derecho de adultos sobre la vida de menores indefensos. Las condiciones
de vida de un importante sector de la población han sido el perfecto
caldo de cultivo para que estos abusos se practiquen sin castigo y sin
reacción social, de lo cual sacan buen provecho las organizaciones
criminales dedicadas a este tráfico maldito.
Elquintopatio@gmail.com @carvasar
Blog de la autora: https://carolinavasquezaraya.com
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