CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
Desde Sydney a Los Ángeles, desde Londres
a Nueva York, con ecos en Guatemala, México, Chile y otros países en
los 5 continentes, las voces de millones de personas —en su mayoría
mujeres— se unieron para manifestar su rechazo a la explícita posición
misógina, racista y discriminatoria del nuevo habitante de la Casa
Blanca. No esperaron a que Donald Trump desempacara sus valijas para
hacerle ver que no importando la distancia, la vigilancia sobre sus
políticas será constante.
Los temas más preocupantes para las
manifestantes del 21 de enero se refieren a las actitudes carentes de
empatía del nuevo presidente estadounidense con las minorías, en
especial sus intenciones de cambiar leyes que representan conquistas
importantes, como las que permiten el aborto y garantizan programas de
asistencia en programas de salud sexual y reproductiva, el matrimonio
igualitario, los programas para establecer controles de prevención
contra el cambio climático, la contaminación y la degradación del
ambiente y otros de beneficio social.
Trump parece haber alcanzado el sueño de
su niñez sin reparar en que la presidencia del país más poderoso del
mundo no es un juego de niños. Llegó con un discurso agresivo y
descalificante hacia sus antecesores, convencido de haber logrado, junto
con el palio presidencial, la omnipotencia. Craso error, porque aún con
las desigualdades y precariedad en la cual vive el grueso de la
población mundial, existe un contrapeso natural en las decisiones
emanadas desde las principales potencias. Este poder se manifiesta no
solo en convenios y tratados firmados y ratificados por las distintas
naciones, sino también en la voz de ciudadanos cada vez más conscientes
de sus derechos.
Este cambio de mando y de tendencia
política, aun con ser relativo —el Departamento de Estado nunca ha
bajado su bandera expansionista ni su agresiva política económica—
muestra a un mandatario decidido a transformar su territorio en una
fortaleza inexpugnable, hostil hacia los inmigrantes y abiertamente
orientada a proteger sus intereses comerciales contra viento y marea, no
importando cuáles sean las consecuencias para los países socios en esos
tratados de intercambio. Sin embargo, lo que se veía fácil y posible en
promesas de campaña con el objetivo de seducir a una población
decepcionada de la política tradicional, en la realidad será una lucha a
brazo partido contra intereses mucho más poderosos, fincados en
complejos acuerdos entre compañías multinacionales y países productores
de mano de obra barata cuyos intereses trascienden la visión de
nacionalismo reeditada por Trump.
Para los países ubicados al sur, la
situación es amenazante. Los mayores receptores de remesas de
inmigrantes muchos de ellos residentes legales, pero también miles de
indocumentados que trabajan en todo el territorio estadounidense, son
los países del triángulo norte de Centro América y la nueva
administración constituye una alerta roja para sus gobiernos, los cuales
ya deberían comenzar a diseñar sus estrategias de negociación.
De no hacerlo, y de no hacerlo
correctamente, la política anti inmigrantes de Trump podría generar una
repatriación masiva de ciudadanos centroamericanos, quienes de paso
perderían todo lo ganado durante su estadía en Estados Unidos. Esto,
porque al ser indocumentados y carecer de estatus legal, el manejo de
sus bienes es precario e inseguro. Al darse un movimiento de tal
magnitud, la mayor fuente de divisas de algunos de estos países, como
Guatemala, se reduciría drásticamente con las graves consecuencias que
eso implica para los sectores más necesitados.
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