*Carola Chávez.
Esta semana vi a mi Presidente, precisamente el martes. Después de un proceso largo, doloroso y muy pero muy pensado… muy sentido; después de la partida de Chávez, mi Presi, la tristeza me ganó hasta el punto de parálisis. Tanto que escribir se convirtió en una dura tarea. Las palabras, millones de ellas atrapadas en el alma, dejaron de fluir. La llamarada, ese ardimiento del que hablaba Chávez, seguía ahí pero arrinconado por este luto hondo que no conseguía alivio.
“Los pueblos tristes no vencen” -Las palabras de Jauretche más que darme fuerza me atormentaban porque mi tristeza, además de profunda es tenaz. Mientras tanto yo veía a Nicolás enfrentando una tarea que a la mayoría de nosotros nos habría desarmado. Lo veía minuciosamente, midiendo cada gesto, cada paso, cada palabra. Lo veía con angustia, a veces, porque sé que no es fácil.
Entonces pasó: El martes pasado vi llegar a Nicolás a la Asamblea Nacional sin pensar que esa tarde marcaría otra fecha en este calendario chavista en el que conseguimos razones para hacer que los días se conviertan en eventos memorables. Llegó Nicolás, el hombre al que le tocó la menuda tarea de ser presidente después del presidente más grande de todos; de dar discursos, cuestarribamente, después de catorce años de los más grandes discursos…
Y dio un discurso impecable, lo leyó con humildad ante un país acostumbrado a largas alocuciones sin papel de por medio. Habló con una sencillez rotunda que no admite vericuetos. Deshilachó la realidad hasta el huesito, y un alivio empezó a asentarse en mi pecho. Habló con convicción, habló chavistamente, y el alivio mío se convertía en orgullo mientras toda la Asamblea y todo el país se sentaba a escucharlo. Todos menos uno que, como siempre, quiso armar una pataleta en la que, por cierto, se creció Nicolás imponiendo el orden sin cambiar el talante ni el tono, sin perder el hilo. Firme, cálido, tranquilo, tan Nicolás.
Lo vi como nunca antes seguro de su liderazgo, ya no bajo la sombra de Chávez sino brillando con la luz propia de un buen hijo, valiente, enfrentando al monstruoso enemigo, el de adentro y el de afuera; y mi alivio tornado en orgullo se volvió llamarada. Otra vez la llamarada culpenicolas, otra vez la fuerza, otra vez las palabras.
Entonces de mis labios brotó a modo de medallita personalísima, no tan importante para él como lo es para mi, un pronombre posesivo que solo le había dado a Chávez: Mi Presidente.
Nicolás, mi Presidente chavista, quien después de seis meses remontando su propia tristeza, además de una montaña de dificultades, me ayuda a remontar la mía y se convierte en el presidente que Chávez, con su certeza plena como lo luna llena, supo que iba a ser.
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