LUIS BRITTO GARCÍA.
Últimas palabras, piezas oratorias a las que la censura de la hora suprema redujo a su esqueleto significativo.Comienza la vida con un ay, concluye con un ya.Toda filosofía arranca con la idea de la muerte, toda palabra prepara el silencio
Últimas palabras, piezas oratorias a las que la censura de la hora suprema redujo a su esqueleto significativo.Comienza la vida con un ay, concluye con un ya.Toda filosofía arranca con la idea de la muerte, toda palabra prepara el silencio
Últimas palabras, piezas oratorias a las que la censura de la hora suprema redujo a su esqueleto significativo.
Comienza la vida con un ay, concluye con un ya.
Toda filosofía arranca con la idea de la muerte, toda palabra prepara el silencio.
Por vengarnos del final que nos alcanza, dedicamos nuestro último aliento a menospreciarlo. El centenario filósofo Zenón cae, se destroza un dedo contra la tierra, la impreca: “Ya voy. ¿Para qué me llamas?”, y se suicida.
Mediante la última palabra afortunada sigue el difunto hablando eternamente.
Pero así como la muerte inmortaliza, también desacredita, como al Nerón que sucumbe deplorando: “¡Qué gran artista pierde el mundo!”.
Toda palabra innecesaria debería ser postrimera.
El contexto mortal redime la banalidad. “Tú también, hijo mío” deriva su prestigio de la puñalada parricida. Solo la cruz clava en la eternidad el “todo está consumado”.
La imposibilidad de aclaratoria aporta el tesoro de la ambigüedad. Vaya usted a preguntarle a Goethe si al pedir “más luz” quería que abrieran las ventanas o las mentes de la humanidad.
La trivialidad desdeña la muerte: al beber la cicuta por buscar la verdad mediante la ironía, recuerda Sócrates: “Le debo un gallo a Esculapio”.
Exalta la reputación de las últimas palabras el alardear de su condición postrera: rompe las filas Negro Primero y cae ante Páez a la voz de “General, vengo a decirle que estoy muerto”.
El legado feliz vale como última palabra. En su agonía, Anaxágoras pide a las autoridades de Lampsacus que cada aniversario de su muerte sea para los niños día de asueto.
A veces se quiere que el rigor de la muerte valide el de las leyes. Tras redactar la Constitución de Esparta, Licurgo la sanciona suicidándose.
Hay dicho en plena salud con valor de final. Le preguntan al santo qué haría de saber que morirá esa noche: contesta que lo mismo que está haciendo. Sabemos que nos iremos algún día, seguimos haciendo lo mismo.
Palabras hay que por únicas conocidas deben ser tenidas por finales. Parece que Rodrigo de Triana solo hubiera dicho: “¡Tierra!”.
Es sospechoso que cuando las facultades se extinguen destelle la oratoria. Si las arengas finales fueran todas numinosas, las escuelas de filosofía estarían en patíbulos y hospitales.
Dudosas son siempre las últimas palabras, cuyos únicos testigos suelen ser asesinos, médicos, verdugos, herederos.
Sospechosa resulta toda declaración final reseñada por enemigos. No parece creíble que Juliano el Apóstata cayera diciendo: “Venciste, Galileo”. Mucho menos que el protestante Levasseur, gobernador pirata de la Tortuga asesinado por piratas católicos, pidiera un cura para morir católico.
“Volveré, y seré millones”, truena Tupac Katari desde el patíbulo, centella que fulmina todo comentario.
Peligrosos como los matrimonios in artículo mortis son los divorcios ideológicos que echan abajo una vida. Muere don Quijote afirmando que nunca hubo caballeros andantes; escribe Lautréamont que un solo libro edificante vale más que toda la poesía del mundo, mucho revolucionario salió a venderse y no lo compró nadie. Después de la palabra afortunada hay que saber callarse.
“¡Ah, españoles cobardes! Porque os falta el valor para rendirme os valéis del fuego para vencerme: yo soy Guaicaipuro a quien buscáis y quien nunca tuvo miedo a vuestra nación soberbia; pero pues ya la fortuna me ha puesto en lance en que no me aprovecha el esfuerzo para defenderme, aquí me tenéis, matadme, para que con mi muerte os veáis libres del temor que siempre os ha causado Guaicaipuro”. Así extiende José de Oviedo y Baños la despedida del gran guerrero, quien seguramente sabía que un macanazo vale por mil palabras.
No hay para pagar a los empleados: últimas palabras de un Imperio.
Mamá es la primera palabra y suele ser la última.
¿Quién recordará la última palabra del último hombre?
Lo que menos debe uno apresurarse a decir son sus últimas palabras.
Comienza la vida con un ay, concluye con un ya.
Toda filosofía arranca con la idea de la muerte, toda palabra prepara el silencio.
Por vengarnos del final que nos alcanza, dedicamos nuestro último aliento a menospreciarlo. El centenario filósofo Zenón cae, se destroza un dedo contra la tierra, la impreca: “Ya voy. ¿Para qué me llamas?”, y se suicida.
Mediante la última palabra afortunada sigue el difunto hablando eternamente.
Pero así como la muerte inmortaliza, también desacredita, como al Nerón que sucumbe deplorando: “¡Qué gran artista pierde el mundo!”.
Toda palabra innecesaria debería ser postrimera.
El contexto mortal redime la banalidad. “Tú también, hijo mío” deriva su prestigio de la puñalada parricida. Solo la cruz clava en la eternidad el “todo está consumado”.
La imposibilidad de aclaratoria aporta el tesoro de la ambigüedad. Vaya usted a preguntarle a Goethe si al pedir “más luz” quería que abrieran las ventanas o las mentes de la humanidad.
La trivialidad desdeña la muerte: al beber la cicuta por buscar la verdad mediante la ironía, recuerda Sócrates: “Le debo un gallo a Esculapio”.
Exalta la reputación de las últimas palabras el alardear de su condición postrera: rompe las filas Negro Primero y cae ante Páez a la voz de “General, vengo a decirle que estoy muerto”.
El legado feliz vale como última palabra. En su agonía, Anaxágoras pide a las autoridades de Lampsacus que cada aniversario de su muerte sea para los niños día de asueto.
A veces se quiere que el rigor de la muerte valide el de las leyes. Tras redactar la Constitución de Esparta, Licurgo la sanciona suicidándose.
Hay dicho en plena salud con valor de final. Le preguntan al santo qué haría de saber que morirá esa noche: contesta que lo mismo que está haciendo. Sabemos que nos iremos algún día, seguimos haciendo lo mismo.
Palabras hay que por únicas conocidas deben ser tenidas por finales. Parece que Rodrigo de Triana solo hubiera dicho: “¡Tierra!”.
Es sospechoso que cuando las facultades se extinguen destelle la oratoria. Si las arengas finales fueran todas numinosas, las escuelas de filosofía estarían en patíbulos y hospitales.
Dudosas son siempre las últimas palabras, cuyos únicos testigos suelen ser asesinos, médicos, verdugos, herederos.
Sospechosa resulta toda declaración final reseñada por enemigos. No parece creíble que Juliano el Apóstata cayera diciendo: “Venciste, Galileo”. Mucho menos que el protestante Levasseur, gobernador pirata de la Tortuga asesinado por piratas católicos, pidiera un cura para morir católico.
“Volveré, y seré millones”, truena Tupac Katari desde el patíbulo, centella que fulmina todo comentario.
Peligrosos como los matrimonios in artículo mortis son los divorcios ideológicos que echan abajo una vida. Muere don Quijote afirmando que nunca hubo caballeros andantes; escribe Lautréamont que un solo libro edificante vale más que toda la poesía del mundo, mucho revolucionario salió a venderse y no lo compró nadie. Después de la palabra afortunada hay que saber callarse.
“¡Ah, españoles cobardes! Porque os falta el valor para rendirme os valéis del fuego para vencerme: yo soy Guaicaipuro a quien buscáis y quien nunca tuvo miedo a vuestra nación soberbia; pero pues ya la fortuna me ha puesto en lance en que no me aprovecha el esfuerzo para defenderme, aquí me tenéis, matadme, para que con mi muerte os veáis libres del temor que siempre os ha causado Guaicaipuro”. Así extiende José de Oviedo y Baños la despedida del gran guerrero, quien seguramente sabía que un macanazo vale por mil palabras.
No hay para pagar a los empleados: últimas palabras de un Imperio.
Mamá es la primera palabra y suele ser la última.
¿Quién recordará la última palabra del último hombre?
Lo que menos debe uno apresurarse a decir son sus últimas palabras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario