Carola Chávez.
Tenía yo doce años cuando me contaron el cuento de “La mano invisible del mercado”. Solo la inocencia de una adolescente podía tragarse aquella historia que entonces me pareció tan razonable y lógica… más que lógica, genial.
Yo lo entendí clarito: dos tiendas que vendían más o menos la misma cosa, digamos, hamburguesas, y una vendía un poquito más barato y la gente iba para allá, así que la otra tienda, llamada “la competencia”, bajaba sus precios, o agregaba tocinetas y queso sin que estos significara un costo adicional para cliente. Así uno, el cliente, que además, según me explicaron, siempre tiene la razón, era quien terminaba controlando no solo los precios, sino la calidad de la hamburguesa, el servicio, ¡todo!, no solo en los lugares de comida rápida sino cualquier empresa que pretendiera vendernos bienes o servicios. Sentí la urgencia salvadora de ser cliente, porque serlo me proporcionaría el poder de determinar algunas cosas, sobre todo las que más me afectaban entonces: las hamburguesas, el cine, el chicle bomba…
Pronto empecé a sospechar que los señores de Mc Donald’s y Burger King como que eran amigos, porque cada vez que aumentaban los precios o achicaban los vasos donde servían las merengadas, lo hacían casi que sincronizados, arrebatándome la opción de irme a “la competencia”, arrebatándome el poder y abofeteándome con una mano que ya no me parecía tan invisible.
Más tarde la vida dejó de ser hamburguesas, cine y chicles bomba para convertirse en una cuesta empinadísima. Fue entonces cuando choqué de frente contra el brutal argumento de la oferta y la demanda que La Mano Invisible guarda bajo la manga; ya saben, la demanda es lo que uno necesita, la oferta es lo que hay para satisfacer las necesidades, y a mayor demanda los precios suben porque la oferta no alcanza para todos.
Y como todos demandamos salud, educación, comida, vivienda, La Mano Invisible con la boca hecha agua, convirtió nuestros derechos en mercancía y juega con ellos en la Bolsa. Y en nombre de las ganancias, pretende desmantelar al Estado, anulándolo para luego, como lo hacían los señores de las hamburguesas, pactar precios a nuestras espaldas, pero esta vez, el precio de nuestras vidas.
Entonces la vi clarito: La Mano Invisible no es sino una mano peluda que reparte miseria. El Libre Mercado es una extraña cárcel donde la gente se encierra solita, sumisa, con el espíritu quebrado por la dependencia a necesidades creadas a modo de grilletes pagaderos en incómodas cuotas. Y aterrados como el pajarito al que se le abre la jaula, se arman con sus tarjetas de crédito para defender como fieras el único derecho que les queda: el derecho a ser esclavos.
Los que abrimos la jaula y volamos vemos como, allá desde su cárcel, se consuelan mirándonos feo.
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