Carola Chávez.
Si yo fuera niña querría una escuela donde los saltamontes del jardín nos regalaran mil lecciones distintas, y el cielo y los pájaros y las flores. Donde las matemáticas no se enjaularan en un cuaderno cuadriculado y las letras no estuvieran condenadas al yugo del silabario. Una escuela desobediente a los convencionalismos, casi siempre llenos de prejuicios, donde deshilachar ideas y darles la vuelta sea tarea cotidiana. Una escuela que no penalice la curiosidad, las inquietudes, las dudas, la rebeldía.
Querría una escuela de descubrimientos propios, no de certezas de otros. Querría descubrirme dibujando palabras mías, porque mi mamá no me mima, mi mamá me hace cosquillitas; y lo escribiría con letras gordas, grandes o chicas, con mis propios trazos, no con los de un tal Palmer que por cierto, debe haber sido la persona más aburrida del mundo. Una escuela sin copias, sin dictados, sembradores de cizaña entre las letras y los niños.
Una escuela que me ayudara a ser grande en el mejor y más amplio sentido más amplio de la palabra. Que no buscara convertirme en alguien sino que me permitiera encontrarme con lo que soy. Una escuela que no nos uniformara por fuera y por dentro sino que alentara nuestra diversidad. Donde la curiosidad no mate al gato, donde mientras más preguntas mejor. Una escuela donde la poesía no muera aplastada por la ciencia, donde los números no importen más que los colores, donde los métodos, el tiempo y las formas no limiten los sueños.
Querría una escuela con un huerto que entierre para siempre a las maquetas y a las láminas de cultivo. Y con una cocina donde las matemática, lengua, biología, química, física fueran, junto a la harina y el azúcar, ingrediéntes principalísimos para hacer una torta. Y un taller de arte, y uno de música y una carpinteria y una radio o un periodiquito, y un teatro para aprender a aprender y aprenderlo haciendo. Una escuela donde explorar nuestras posibilidades, donde el asombro sea cotidiano, donde nuestras manos destadas nos muestren todo lo que somos capaces de hacer.
Una escuela para nuestros niños de hoy, como la concibió hace dos siglos el maestro Simón Rodriguez, al que llamaban El Loco porque, como nos contó Eduardo Galeano hace unos días, "fue capaz de locuras en tiempos en que la cordura consistía en obedecer... Un desobediente que cometió el pecado imperdonable de enseñar lo que estaba prohibido enseñar: la libertad."
La escuela de la revolución bolivariana no puede sino ser robinsoniana.
Querría una escuela de descubrimientos propios, no de certezas de otros. Querría descubrirme dibujando palabras mías, porque mi mamá no me mima, mi mamá me hace cosquillitas; y lo escribiría con letras gordas, grandes o chicas, con mis propios trazos, no con los de un tal Palmer que por cierto, debe haber sido la persona más aburrida del mundo. Una escuela sin copias, sin dictados, sembradores de cizaña entre las letras y los niños.
Una escuela que me ayudara a ser grande en el mejor y más amplio sentido más amplio de la palabra. Que no buscara convertirme en alguien sino que me permitiera encontrarme con lo que soy. Una escuela que no nos uniformara por fuera y por dentro sino que alentara nuestra diversidad. Donde la curiosidad no mate al gato, donde mientras más preguntas mejor. Una escuela donde la poesía no muera aplastada por la ciencia, donde los números no importen más que los colores, donde los métodos, el tiempo y las formas no limiten los sueños.
Querría una escuela con un huerto que entierre para siempre a las maquetas y a las láminas de cultivo. Y con una cocina donde las matemática, lengua, biología, química, física fueran, junto a la harina y el azúcar, ingrediéntes principalísimos para hacer una torta. Y un taller de arte, y uno de música y una carpinteria y una radio o un periodiquito, y un teatro para aprender a aprender y aprenderlo haciendo. Una escuela donde explorar nuestras posibilidades, donde el asombro sea cotidiano, donde nuestras manos destadas nos muestren todo lo que somos capaces de hacer.
Una escuela para nuestros niños de hoy, como la concibió hace dos siglos el maestro Simón Rodriguez, al que llamaban El Loco porque, como nos contó Eduardo Galeano hace unos días, "fue capaz de locuras en tiempos en que la cordura consistía en obedecer... Un desobediente que cometió el pecado imperdonable de enseñar lo que estaba prohibido enseñar: la libertad."
La escuela de la revolución bolivariana no puede sino ser robinsoniana.
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