Carola Chávez.
Hay cosas que no se cuestionan, incluso por quienes nos cuestionamos tantas cosas. A cosas que creemos saber a ciencia cierta y por eso nos remitimos a ellas sin detenernos ni un segundo revisar. Lo sabemos y ya.
El proceso de colonización de nuestros pueblos ha sido un minucioso trabajo que terminó tallando nuestro pensamiento a la medida de otros, por lo siglos de los siglos. Es por eso que hoy todo lo que creemos saber debe ser cuestionado. Claro que para algunos el cuestionamiento mismo es inadmisible. Las cosas son como son, no en vano me quemé las pestañas en la universidad. Es precisamente su renuencia a revisar historias y conceptos repetidos lo que delata su altísimo estado de colonización. Otros reconocen su existencia y muchos de sus efectos, pero tienden a creer que el mero reconocimiento los hace inmunes a ellos. Todos, todos toditos, estamos contaminados. Todos, todos toditos, deberíamos empezar a deshilachar ideas y quitarnos costras que nos pesan, nos aplastan y no nos dejan otro camino que no sea el de la resignación.
La peor y principalísima costra es esa que dice de que somos genéticamente defectuosos, que nuestra historia lo demuestra, que este pueblo no nació tan bien nacido como el del país norte, fundado por familias respetuosas de Dios, en lugar de pillos y malvivientes, como nos tocaron a nosotros. Aceptar y repetir esta afirmación sin que se te rebele el alma es una muestra de lo que la colonización cultural hace con nosotros, incluso con quienes la combatimos.
Si quieres dominar a alguien debes convencerlo de su inferioridad, de su incapacidad de tomar decisiones propias. Remóntate a su historia, achácale a sus genes, con carácter de exclusividad, tendencias negativas inherentes a todos los seres humanos. restriégale en su cara cada uno de sus errores, que nunca los olvide, que se sienta incapaz de evitarlos. Limítalo, y que crea que las limitaciones son suyas. Redúcelo mientras lo envuelves con la imagen deseable, inalcanzable, imposible que quieres proyectar, hasta que caiga a tus pies suplicando tu tutoría. Eso nos han hecho. Eso nos hacen.
Entonces repetimos la historia que nos contaron, aceptamos comparaciones imposibles: el gringo que no se come la luz, el criollo que tira la basura en la calle. Vemos el efecto y no la causa. Generalizamos defectos y minimizamos virtudes convirtiéndolas en excepciones. Aceptamos la desesperanza porque frente a la inferioridad congénita poco o nada se puede hacer. No hay solución posible cuando nuestra misma naturaleza nos condena.
Debemos desbaratar certezas, mirarnos más allá de lo evidente, con nuestros propios ojos y, en una especie de borrón y cuenta nueva, repensarnos desde lo que somos, haciendo de esto un ejercicio cotidiano, una necesaria tarea liberadora.
El proceso de colonización de nuestros pueblos ha sido un minucioso trabajo que terminó tallando nuestro pensamiento a la medida de otros, por lo siglos de los siglos. Es por eso que hoy todo lo que creemos saber debe ser cuestionado. Claro que para algunos el cuestionamiento mismo es inadmisible. Las cosas son como son, no en vano me quemé las pestañas en la universidad. Es precisamente su renuencia a revisar historias y conceptos repetidos lo que delata su altísimo estado de colonización. Otros reconocen su existencia y muchos de sus efectos, pero tienden a creer que el mero reconocimiento los hace inmunes a ellos. Todos, todos toditos, estamos contaminados. Todos, todos toditos, deberíamos empezar a deshilachar ideas y quitarnos costras que nos pesan, nos aplastan y no nos dejan otro camino que no sea el de la resignación.
La peor y principalísima costra es esa que dice de que somos genéticamente defectuosos, que nuestra historia lo demuestra, que este pueblo no nació tan bien nacido como el del país norte, fundado por familias respetuosas de Dios, en lugar de pillos y malvivientes, como nos tocaron a nosotros. Aceptar y repetir esta afirmación sin que se te rebele el alma es una muestra de lo que la colonización cultural hace con nosotros, incluso con quienes la combatimos.
Si quieres dominar a alguien debes convencerlo de su inferioridad, de su incapacidad de tomar decisiones propias. Remóntate a su historia, achácale a sus genes, con carácter de exclusividad, tendencias negativas inherentes a todos los seres humanos. restriégale en su cara cada uno de sus errores, que nunca los olvide, que se sienta incapaz de evitarlos. Limítalo, y que crea que las limitaciones son suyas. Redúcelo mientras lo envuelves con la imagen deseable, inalcanzable, imposible que quieres proyectar, hasta que caiga a tus pies suplicando tu tutoría. Eso nos han hecho. Eso nos hacen.
Entonces repetimos la historia que nos contaron, aceptamos comparaciones imposibles: el gringo que no se come la luz, el criollo que tira la basura en la calle. Vemos el efecto y no la causa. Generalizamos defectos y minimizamos virtudes convirtiéndolas en excepciones. Aceptamos la desesperanza porque frente a la inferioridad congénita poco o nada se puede hacer. No hay solución posible cuando nuestra misma naturaleza nos condena.
Debemos desbaratar certezas, mirarnos más allá de lo evidente, con nuestros propios ojos y, en una especie de borrón y cuenta nueva, repensarnos desde lo que somos, haciendo de esto un ejercicio cotidiano, una necesaria tarea liberadora.
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