jueves, 28 de febrero de 2013

La rebelión del 1989, una tragedia con grandes méritos.



Por Amaury González Vilera
En esta nueva conmemoración de los hechos del Caracazo, bien vale la pena recordar la época en que los venezolanos estaban realmente divididos. Sí, divididos entre una minoría privilegiada y una mayoría excluida de los grandes beneficios de la producción social de una Venezuela rica, aunque en ese momento víctima de un neoliberalismo que venía enseñoreándose en la región.
Los sucesos de ese día siguen constituyendo hoy un desafío y una fuente ignota de conocimientos para la ciencia y la filosofía social, porque ¿Cómo explicar que un pueblo que votó mayoritariamente por una persona, días después lo deslegitimara completamente en una explosión social sin precedentes? Hoy día, sabemos que son cosas que los neoliberales son capaces de lograr con sus paquetazos criminales, pero no deja de llamar la atención lo que Carlos Andrés Pérez representaba para mucha gente en 1988: una suerte de mensajero de la abundancia, figura de la Venezuela saudita de los setenta que había dejado cierta huella en la sociedad venezolana.
No se recordaba, sin embargo, que el propio Rómulo Betancourt llegó a criticar duramente a su pupilo por sus prácticas oligofrénicas de derroche y corrupción desatadas en ese contexto en el que el país nadaba en un mar de petrodólares. Locoven, fue el apodo que CAP se ganó por esas prácticas; y qué decir del contexto internacional, el cual se transformaba con violencia a finales de los ochenta.
La gran explosión de El Caracazo, iniciada en Guarenas el 27 de febrero de 1989, sin duda fue una gran tragedia en la que se violaron todos los derechos elementales del hombre y la mujer, llámense civiles, políticos, universales o humanos. La represión fue inhumana, indiscriminada, inaudita. El presidente y sus ministros parecían dispuestos a matar a la mitad del país para ahorrarle al pueblo el dolor que empezaba a causar la “estabilización macroeconómica”. Ese día se reveló una incompatibilidad suprema entre el neoliberalismo salvaje y el pueblo venezolano, y ahí viene el mérito de El Caracazo.
El año 1989 fue el de la antesala del fin de la Unión Soviética, el gran contrapeso del occidente capitalista, con todo y sus desviaciones burocráticas. La soberbia neoliberal se imponía en el mundo y la invasión cultural del estilo de vida americano parecía haber triunfado a nivel planetario. Personajes como Francis Fukujama y Daniel Bell, hablaban del fin de la historia y del final de las ideologías, porque según ellos no quedaba más que monetarismo salvaje. La globalización neoliberal se consideraba irresistible, inevitable. El 9 de noviembre de ese año caía el muro de Berlín y con él uno de los símbolos más fuertes de la “cortina de hierro”, de la división este-oeste, de la llamada guerra fría.
Pero Venezuela no parecía encajar en esta dinámica mundial, toda vez que algunos meses antes del hecho que expresaría con fuerza el triunfo del occidente capitalista, del neoliberalismo mundial ―caída del muro― el pueblo venezolano se manifestaba contra él durante los sucesos del 27F. Así, Venezuela daba una respuesta temprana y pionera a las pretensiones de imposición del criminal sistema neoliberal que había sido bautizado en 1973 en Chile al costo de decenas de miles de asesinados y desaparecidos.
Allí radica, a nuestro parecer, la importancia del 27 de febrero de 1989, una fecha que tuvo una gran significación para el proceso político del país, pero que también la tuvo en el marco del proceso-contexto político internacional, en el que Venezuela fue la nota discordante que se transformaría en revolución.
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@maurogonzag

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