Roberto Hernández Montoya
Discurso pronunciado el 22 de octubre de 2011 con motivo de la entrega del Premio Internacional de Ensayo Mariano Picón Salas al escritor Roberto Méndez Martínez, en la sede del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg).
¿Cómo se lee a José Lezama Lima? Suelen pasar dos cosas la primera vez que lo abordamos: abandonarlo amedrentado o proseguir la temeraria lectura, lo que significa internarse en una espesura exuberante, en que cada palabra es una farola o una sombra. Es descubrir que las palabras se hablan unas a otras, como en esta explicación que Lezama hace de la diferencia entre recuerdo y memoria:
Recordar es un hecho del espíritu, pero la memoria es un plasma del alma, es siempre creadora, espermática, pues memorizamos desde la raíz de la especie (La expresión americana, Madrid: Alianza, 1969, p. 23).
Memoria plasma del alma, espermática, creadora y raíz de la especie. Son palabras que entrechocan y chispean. Son estos fulgores los que nos atraen de Lezama, como dice Rafael Fauquié:
…un escritor de palabra golosa, henchida de barruntos sobre las más extraordinarias imaginerías. En él, el vocablo se hunde, como inmenso cucharón, en un caldo que contiene todos los saberes y todos los sabores y logra extraer, inimaginablemente entremezclados, bocados que son imágenes, que son poesía. Lezama es un poeta de lo sensual; escritor de una palabra que es deleite, que es placer, que es plenitud (Escribir la extrañeza).
Pero hay algo más, la promesa de una revelación de todos los sigilos del lenguaje, manual abigarrado de este mundo todo. El lenguaje en Lezama adquiere el espesor de la iniciación hacia los arcanos de alguna o de muchas civilizaciones extraviadas. A veces amedrenta tanta claridad, como ante un descaro del sentido de las palabras que decimos a diario, pero que en las letras de Lezama adquieren un brillo amenazante, impúdico. Uno deambula por sus páginas «con los ojos abiertos a toda creencia» (Paradiso, Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1966, p. 7).
Es el arte de la poesía, «dar un sentido más puro a las palabras de la tribu». Según la poética de Lezama cualquiera puede ser confiadamente terrible, es decir, cualquiera puede ascender hasta una frase o aportada palabra, por mal poeta que sea. Este poeta, dice Lezama, es imprescindible.
E ste poeta malo imprescindible, que asciende hasta una frase, o aportada palabra, es también hombre aposentado en un solo libro, que lo vio por todos los días, que sin ser lector, cuando se ve obligado a lecturas, tiene que marchar hacia ese libro uno, que lo espera, que se constituye en silencioso monstruo que espera las migajas de un ocio que le pertenece. Surge de esas casas sin libro, de esa cuartería muy nutrida de loros, pianos viejos y fundas con letras inexplicables, donde de pronto asoman ediciones de baratillo de Quevedo, con mitad de chiste desabrido y su otra mitad para los sueños; un Espronceda para el suicida y el anarquista, el amargo, el desaprensivo, que se retira de la insignificancia de todos los días con un pozo para la maldad que se acumula y se arrincona; un Bécquer que provoca la mariposa y el pintiparado, las ventanas con tiestos hormigados. Conocemos una persona casi analfabeta. Nos acercamos por la sorpresa de que portaba un librejo. Leía dificultoso y como a sílabas, pero ¿qué es lo que leía? El progreso del peregrino, de Bunyan , edición gaceta, sin consignar el traductor. El itinerario de este libro hasta llegar a la analfabeta no mostraba capítulos complicados. Lo había heredado de una cuñada espiritista también en él casi analfabeta. El progreso del peregrino, de Bunyan , recostado y apretado en una biblioteca de tres mil lomillos, puede bostezar y justificar caprichos. Bunyan había cultivado el difuso espíritu, no el espiritismo, pero por haber fundado sectas religiosas, cultivado persecuciones, se le emparejaba en aquel brumoso sector. La cuñada espiritista cuya muerte tan solo había hecho posible el donativo del libro único, había llegado a la tesonera sentencia de que «el espiritismo es la esencia de las religiones». Pero las conclusiones son obvias, la obra de Bunyan en una biblioteca, naufraga, se entrelaza en un ordenamiento cultural, donde se diluye. Su único en manos de un silabeo sin rectificaciones, asciende hasta la sentencia entrañable. Un idiota puede tener un día genial, y decir buenos días. Pero en ese día él es confiadamente terrible (José Lezama Lima (1981), La expresión americana en El reino de la imagen, Caracas: Biblioteca Ayacucho, p. 418).
Pocos libros despuntan en el relieve plano de las bibliotecas. Algunos clarean por un rato, otros para toda la vida, pero aun esos de siempre se sosiegan anidados sobre el resto de la biblioteca que justifica su existencia. No así ese libro único que exige ignorancia para maravillar.
¿De qué habla Lezama? De una aglomeración de correlaciones inesperadas, de emboscadas conceptuales a las que uno o se entrega o se rehúsa, porque Lezama no es obligatorio, por fundamental que sea. A menudo intimida o fatiga porque no es tenue tanto encandilamiento, tanto empalago de sentidos, tanta embriaguez de lecturas abarrotadas lanzadas como púas a nuestro ojos abiertos a toda creencia. Lo leo a ratos a ver si en una de esas aprendo por fin a escribir.
Lezama habla desde el fondo de los tiempos, los albores europeos, los choques americanos, la vivacidad rebuscada de las viejas casas habaneras, los postigos, las molduras, los manteles laboriosos, los manjares churriguerescos, la intimidad hogareña delicada o brutal y siempre alerta, siempre sagaz. Desde ese estrado diserta Lezama. No importa de qué hable, siempre oímos esas resonancias de todos los tiempos que rompen desde todo el mundo en el Malecón de La Habana, haciendo de nuestra cultura caribe una de las más opulentas y apetitosas del mundo. Es hoy lo que celebramos, el Día de la Cultura de Cuba, en este libro premiado, cuya escritura está a la altura de José Lezama Lima.
¿Qué pasaba en Cuba cuando surgieron al unísono tantos escritores, tantos artistas, tanta música, tanta erudición, tanta claridad política? Esas cosas pasan en la humanidad, que un pequeño rincón estalla en el milagro ático, en la Caracas que enhebró la Independencia, la Cuba de que hablo. Son las Eras Planck de la cultura, que de pronto descargan un Siglo de Oro, un Teatro Isabelino y luego se sosiegan, o no, en una medianía más arrellanada.
No sé quién sabe por qué pasan esas cosas, pero mientras lo sabemos nuestro deber íntimo es dejarnos llevar por esa corriente marina, por un rato o para toda la vida, porque Lezama no dice su son entero sino a quien con él se va.
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