Hace unas pocas semanas, un colega envió un correo alertando acerca de un plan de sabotaje, que se estaría planificando en contra de las instalaciones eléctricas del país. Acostumbrados como estamos a que uno de los métodos sucios que se utilizan en las campañas electorales es el terror, la descalificación o la generación de situaciones que incomoden a la gente, la especie no nos generó ninguna extrañeza. Por el contrario, dimos como un hecho cierto que en las semanas previas al 26S tendríamos que soportar prolongadas oscuranas. Dicho y hecho.
El sentido común lo conduce a uno a pensar que en diatribas como la que vivimos, lo fundamental es el debate de ideas, la concientización acerca de la importancia de un proceso electoral y la responsabilidad que a todos corresponde en la escogencia de los cargos de representación popular. Se trataría, en un escenario normal, de ofrecer al votante la opción de escoger la causa que mejor se identifique con sus intereses, aquella en la que más cree. Es lo lícito: el verdadero ejercicio del libre albedrío.
Lo que no puede ser asumido como una cosa normal es que a la gente se le esconda la comida, los bienes esenciales, o que se le sabotee su vida diaria para forzarlo a votar de la forma que conviene a quienes están en contra del régimen escogido por la mayoría. Tampoco es muy honesto apelar al envejecido lema de que todo pasado fue mejor porque, ni siquiera los propios opositores son capaces de convencerse a sí mismos de que con los adecos o los copeyanos los venezolanos vivíamos en un lecho de rosas. Si hubiese sido así, y ellos lo saben, no habrían sido arrasados, literalmente, en las elecciones de diciembre del 98. La opción que secundó a Chávez en aquel proceso, significaba la suma de todas esas fuerzas malévolas que pusieron al país al borde de la quiebra. Hoy andan todavía juntitos en la oposición y no levantan cabeza, simplemente porque la gente dejó de creer en ellos hace rato.
De allí vienen los apagones, o las fallas en el metro, o el hampa desbordada y despiadada que mata a diestra y siniestra, sin que existan explicaciones psiquiátricas o criminológicas que nos permitan entender tanta saña y crueldad, súbitamente desatadas en un país que, si bien nunca ha sido la cuna de la seguridad, por lo menos se diferenciaba bastante de aquellas regiones donde el narcotráfico ha impuesto su régimen de horror y ha sometido a las poblaciones a sus anchas. Aquí no pasaba nada de las cosas espantosas que leemos a diario. Y eso no puede ser obra de la casualidad, ni mucho menos el producto de una gestión que ha cambiado el orden de las cosas, pero no para imponer el caos, sino para invertir la carga de los beneficios hacia quienes antes estaban marginados de recibirlos.
Detrás de los apagones hay un plan funesto. No vamos a cometer la ligereza de ponderar la eficiencia del gobierno en muchas de las empresas que hoy administra. Eso es una cosa y otra muy distinta pensar que el chavismo es incapaz hasta de manejar un suiche. Eso es lo que quieren que piense la gente. Pretenden que el elector vote por cansancio u obstinación. Están sembrando desesperanza pero, peor para ellos, no saben si terminarán cosechando tempestades.
El sentido común lo conduce a uno a pensar que en diatribas como la que vivimos, lo fundamental es el debate de ideas, la concientización acerca de la importancia de un proceso electoral y la responsabilidad que a todos corresponde en la escogencia de los cargos de representación popular. Se trataría, en un escenario normal, de ofrecer al votante la opción de escoger la causa que mejor se identifique con sus intereses, aquella en la que más cree. Es lo lícito: el verdadero ejercicio del libre albedrío.
Lo que no puede ser asumido como una cosa normal es que a la gente se le esconda la comida, los bienes esenciales, o que se le sabotee su vida diaria para forzarlo a votar de la forma que conviene a quienes están en contra del régimen escogido por la mayoría. Tampoco es muy honesto apelar al envejecido lema de que todo pasado fue mejor porque, ni siquiera los propios opositores son capaces de convencerse a sí mismos de que con los adecos o los copeyanos los venezolanos vivíamos en un lecho de rosas. Si hubiese sido así, y ellos lo saben, no habrían sido arrasados, literalmente, en las elecciones de diciembre del 98. La opción que secundó a Chávez en aquel proceso, significaba la suma de todas esas fuerzas malévolas que pusieron al país al borde de la quiebra. Hoy andan todavía juntitos en la oposición y no levantan cabeza, simplemente porque la gente dejó de creer en ellos hace rato.
De allí vienen los apagones, o las fallas en el metro, o el hampa desbordada y despiadada que mata a diestra y siniestra, sin que existan explicaciones psiquiátricas o criminológicas que nos permitan entender tanta saña y crueldad, súbitamente desatadas en un país que, si bien nunca ha sido la cuna de la seguridad, por lo menos se diferenciaba bastante de aquellas regiones donde el narcotráfico ha impuesto su régimen de horror y ha sometido a las poblaciones a sus anchas. Aquí no pasaba nada de las cosas espantosas que leemos a diario. Y eso no puede ser obra de la casualidad, ni mucho menos el producto de una gestión que ha cambiado el orden de las cosas, pero no para imponer el caos, sino para invertir la carga de los beneficios hacia quienes antes estaban marginados de recibirlos.
Detrás de los apagones hay un plan funesto. No vamos a cometer la ligereza de ponderar la eficiencia del gobierno en muchas de las empresas que hoy administra. Eso es una cosa y otra muy distinta pensar que el chavismo es incapaz hasta de manejar un suiche. Eso es lo que quieren que piense la gente. Pretenden que el elector vote por cansancio u obstinación. Están sembrando desesperanza pero, peor para ellos, no saben si terminarán cosechando tempestades.
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