viernes, 12 de diciembre de 2008

EL ESTADO Y LA CRISIS.

Jorge Gomez Barata

Quienes se han entretenido en contarlas, refieren el hallazgo de más de 100 definiciones del Estado. Algunas resultan de investigaciones científicas, otras surgieron en debates políticos y muchas son reflexiones académicas. Todas tratan de explicar un fenómeno que ninguna niega: el Estado es uno de los grandes resultados de la civilización humana.
El Estado, como la fe o el dinero, existe en todas las civilizaciones y en todas las culturas y siempre se asocia a la organización política de la sociedad, al poder, al ejercicio de la autoridad y a la democracia. Del mismo modo que en ningún lugar el hombre ha prescindido de Dios, tampoco lo ha hecho del Estado. El Estado no tiene los mismos poderes o dones que Dios, aunque se aproxima.
Si bien en las sociedades precapitalistas existió el Estado e incluso se atribuye a un rey medieval la expresión: “El Estado soy yo”, en su forma más cabal, la existencia del Estado se vincula al desarrollo de las nacionalidades y a la aparición de las naciones, más exactamente a la Nación/Estado que es un proceso asociado al surgimiento del sistema mundial del capitalismo y a la idea de la democracia.
En las explicaciones funcionales y utilitarias, cuando falta tiempo o espacio para reflexiones teóricas, lo más difícil es comprender que: Estado y Gobierno son entidades sustancialmente distintas cuya identificación conduce a confusiones, incluso a desastrosas deformaciones. Junto a tal distinción es preciso percibir que entre ambos existe la relación que siempre hay entre el todo y una de sus partes.
La Nación/Estado es un conglomerado humano que habita un mismo territorio, está unido por lazos históricos, económicos, culturales, lingüísticos e incluso psicológicos y que llegados a un punto de madurez civilizatoria, se constituyen en Nación, se organizan de un modo determinado y crean las instituciones que aseguran la convivencia, la dirección de la sociedad y el buen gobierno. El Estado no es una entidad creada a voluntad ni surgida de contingencias o coyunturas, sino un resultado evolutivo ligado a la política pero también a los procesos demográficos y culturales.
En Occidente, como parte de los procesos civilizatorios sucesivos y multifacéticos que condujeron a la Era Moderna, surgieron los Estados Nacionales que, sobre la base de la filosofía liberal clásica, adoptaron formas de gobierno típicas. De ese modo, a los factores económicos, políticos, sociales, culturales, confesionales, demográficos y otros, se sumaron las institucionales del Estado, principalmente los llamados tres poderes, es decir: el gobierno, los órganos legislativos y las entidades de administración de justicia. A esos elementos se añaden los liderazgos escogidos democráticamente.
El Estado es por tanto una entidad total que reúne a un conjunto infinito de factores humanos y jurídicos, objetivos y subjetivos, institucionales e individuales. El Estado es el pueblo y el territorio, la identidad nacional y la cultura, la lengua y las religiones. Es un todo indisoluble y eterno capaz de representar y regir a la Nación, trabajar por el bien común de los ciudadanos y velar por ellos.
Cuando Luis XIV proclamó “El Estado soy yo” más que cometer un error teórico protagonizó un acto de usurpación; en realidad entonces, en aquel lugar, el Estado era Francia. Con la Revolución Francesa, la burguesía y las masas le impartieron una lección de humildad.
A la vista, no hay manera de prescindir del Estado como no sea optando por el caos, ni en el pensamiento liberal clásico existe ninguna justificación para la actitud despectiva que respecto a tal entidad asumen los ponentes del neoliberalismo, sino todo lo contrario.
La contradicción de tal corriente con la historia y que la enfrenta al liberalismo clásico, radica en la deformación de la función básica del Estado, que es arbitrar las relaciones entre los diferentes actores sociales y fijar las reglas del juego para que la interacción, la lucha y la competencia entre ellos no extermine a la sociedad. En su naturaleza compleja y múltiple, el perfil del Estado esta ligado a los intereses de la clase dominante en su conjunto y no a un segmento de ella.
Lo ocurrido en los países capitalistas desarrollados, principalmente Estados Unidos desde donde se irradiaron las tesis neoliberales, es que las camarillas neoconservadoras lograron apoderarse del control de los gobiernos y los parlamentos y modificaron el perfil del Estado para apartarlo de su función reguladora esencial para la existencia de la Nación, la estabilidad de la sociedad y la preservación del sistema.
De hecho, el Estado capitalista dejó de presentar a los intereses del capitalismo en su conjunto para privilegiar a los banqueros y a los barones del dinero en perjuicio del resto de la sociedad, que incluye no sólo a otros segmentos de la burguesía, sino también al pueblo americano que es parte del sistema y, gústele o no, del Estado.
Trabajar por reducir el tamaño del gobierno, sobre todo de la burocracia, procurar la eficiencia del sector público de la economía aplicando técnicas de gerencia análogas a las empleadas por la empresa privada y aligerar la gestión deshaciéndose de regulaciones, prohibiciones y normativas excesivas, pueden ser búsquedas racionales, pero de ahí a prescindir del Estado, la distancia es enorme.
Liquidar al Estado o relegarlo es liquidar a la Nación. Tampoco hay que sacralizarlo. Ese es otro tema.

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