sábado, 30 de diciembre de 2023

Vitrina de nimiedades | Calendarios

 Los calendarios eran hasta hace algunos años un objeto de culto en la temporada navideña. Recibir uno de obsequio era halagador, tanto como una hallaca, un pan de jamón o un ponche crema. Las tiendas de cierta reputación eran celosas en imprimir las cantidades necesarias para regalarles a sus clientes, por aquello de agradar y premiar la fidelidad. Después de una jornada de compras, lo usual era llegar con al menos un almanaque de bolsillo, que se mostraba a la familia como un trofeo. Detrás de ese objeto, había un mundo de ritos y posibilidades.

Tanto en el mundo pre-Internet como en la fase inicial de la web, etapas con limitado acceso a las impresiones, ni siquiera era necesario explicar el valor de un calendario. Un hogar, centro laboral o colegio sin ese recurso era un limbo, un espacio destinado a ser fagocitado por el despiste de quien ignora los rigores del tiempo. Era vital poseer esa tabla para detenerse ante ella y calcular cuánto faltaba para las tareas pendientes, las buenas noticias y los infortunios previsibles. Cada fecha importante era un campanazo cuyo efecto dependía de los ánimos y las angustias de cada quien.

En ese contexto, muchas generaciones aprendimos a contar los momentos de distintas formas. Los calendarios desprendibles, por ejemplo, sirven para recordarnos que el tiempo no sabe detenerse: al arrancar cada fecha, podemos decir: "Un día menos de angustia" o "Un día más de suerte", según las circunstancias que enfrentemos. La industria editorial edulcoró esa cuenta agregando chistes, citas de obras literarias, consejos y datos curiosos detrás de cada hoja. Los días agradecen ese favor.

También, están los calendarios de pared, ideados para darnos una panorámica del mes o del año, y los de mesa, infaltables en cualquier escritorio de gente convencionalmente seria. Con ellos, el paso del tiempo no se nota tanto, salvo si se es en verdad un obsesivo de la puntualidad en las tareas laborales, los pagos y los eventos familiares. En todo caso, la función de estos recursos no es marcar el paso del año día por día, sino darnos pequeñas sorpresas: descubrir que aquel evento lejano es pasado mañana, confirmar que las vacaciones duran menos de lo merecido en realidad y calcular cuánto podemos sobrevivir con nuestra quincena.

Ver pasar el tiempo también puede ser una excusa para conocernos y descubrir a otros. Grandes marcas y organizaciones convirtieron los almanaques en un vehículo cultural. Niñez, ambiente, tradiciones, historia y también erotismo se mezclan en estos productos que no solo sirven para contar los días, sino también para descubrir personajes, reafirmar estereotipos o promover distintas ópticas de vida.

Pero, más allá de su belleza o su practicidad, la efectividad de los calendarios depende del fervor que les tengamos. El mundo está poblado de historias sobre almanaques que se estacionaron en un mes, como si ya no resultara necesario sacar más cuentas; jamás fueron puestos en alguna pared o, por el contrario, terminaron con marcas y tachaduras para cumplir con el (in)noble oficio de hacernos recordar.

Con la irrupción de los recursos electrónicos, el paso de cada año dejó de ser un conteo diario, un paneo general o una sorpresa. Ahora, es una sucesión de recordatorios y notificaciones para los esclavos de la productividad, mientras que se vuelve una omisión plena para quienes prefieren vivir sin sacar cuentas. ¿Los calendarios de papel? Sí, sobreviven: se pueden comprar o buscar en la web, descargar y darle al botón "Imprimir". Ver pasar el tiempo es un ritual que aún tiene sus dolientes.

 

Rosa E. Pellegrino



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