lunes, 30 de agosto de 2021

Tumba de imperios

 

Luis Britto García

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Talibán, estudiante de una escuela musulmana religiosa. Estudiemos lo que en Afganistán sucede y aprendamos de sus lecciones.

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En la guerra, decía Voltaire, de lo que se trata ante todo es del robo. Las tres grandes industrias mundiales son el petróleo, el narcotráfico y el armamentismo. Afganistán es presa favorita de las tres. El United States Geological Survey de 2006 estimó que alberga reservas de 2,9 billones de barriles de crudo y 440 billones de metros cúbicos de gas natural. Aparte de ello, posee yacimientos de oro, carbón, hierro, cobre y litio. Recursos propios siempre atraen dueños ajenos.

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Estima el Fondo Monetario Internacional que el lavado de dinero ocupa del 2 al 5% del producto interno bruto mundial, y que de esa proporción entre 590 billones y 1,5 trillones de dólares están vinculados al narcotráfico y son manejados por bancos estadounidenses o británicos. Históricamente, Afganistán producía 71% de la heroína del mundo, de la cual se surtía 60% del consumo de dicha droga en Estados Unidos. Si el gobierno no domina a la droga, la droga domina al gobierno.

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Para perpetuar esta cadena de complicidades era indispensable que Afganistán siguiera cultivando amapola y refinándola en centenares de laboratorios en la frontera con Pakistán. Pero en 1978 toma el poder el socialista Partido Democrático Popular de Afganistán, libera 8.000 presos políticos, anula las deudas usurarias con sus terratenientes de once millones de campesinos, impone una reforma agraria que distribuye tierras a 250.000 de ellos, legaliza sindicatos, establece un salario mínimo, separa el Estado de la religión, abre para las mujeres la educación y la participación política, expulsa del partido a los polígamos y prohíbe el cultivo de la amapola. Hacer el bien es más peligroso que dejar hacer el mal.

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En julio de 1979 el presidente Carter emite una directiva secreta de ayuda de la CIA a los opositores del gobierno socialista. Es una operación que, como el caso Irán-Contras, financia contrarrevolución con narcotráfico. Según confesó posteriormente su asesor en política internacional Zbigniew Brzezinski, con ello “teníamos la oportunidad de darle a la Urss su guerra de Vietnam”, ya que “conscientemente incrementamos la posibilidad de que intervinieran”. Los soviéticos, en efecto, envían asesores y efectivos alegando, fundadamente, que contrarrestan una intervención estadounidense. Lo cual, según Brzezinski, conduce a que “por diez años, Moscú deba mantener una guerra insoportable, que llevó finalmente a la desmoralización y la ruptura del imperio soviético”. No se imagina que está creando un monstruo que tendrá los mismos efectos contra el imperio de Estados Unidos. Durante esa década, éste y su aliada Arabia Saudita dilapidan más de 40 billones de dólares en reclutar y entrenar cien mil mercenarios extranjeros, pertrechados con 2.000 Fim-Stinger, cohetes que buscan automáticamente el blanco de helicópteros, aviones y tanques. Durante nueve años, el conflicto causa la muerte de entre medio millón y dos millones de afganos, y desplaza otros seis millones. A tal crimen, tal castigo.

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Gorvachov retira el apoyo soviético en 1989; los paramilitares muyahedines toman el poder en 1992, torturan y ejecutan al presidente Muhammad Najibullah, dejan sin efecto las reformas progresistas, imponen la sharia, conjunto de prácticas fundadas en textos religiosos, queman libros, dinamitan milenarias esculturas budistas. La destrucción del socialismo no es la paz: es inicio de una nueva guerra civil entre facciones fundamentalistas, Señores de la Guerra, jefes tribales y diversos grupos étnicos y religiosos. Esta pesadilla es celebrada por la industria cultural estadounidense en la película Rambo III, dedicada explícitamente a los talibanes, a quienes ensalza como “luchadores por la libertad”. Las beatas autoridades restablecen el lucrativo cultivo de la amapola. La religión es opio de los pueblos, el opio religión de los fundamentalistas.

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Los talibanes, la facción de los muhayedines dominante desde 1995, recibe una oferta de George Bush y Cheney para instalar en el territorio un estratégico oleoducto que debía ser trazado “sobre una alfombra de oro, o de bombas”. Los talibanes la rechazan. Al poco tiempo, son acusados sin pruebas del sospechoso atentado de 2001 contra las Torres Gemelas, a pesar de que los supuestos secuestradores suicidas de los aviones no son afganos, sino sauditas, y de que la familia Bin Laden es socia de negocios de Bush. A falta de oro, durante veinte años diluvian bombas. En ese lapso, Estados Unidos dilapida en Afganistán unos 4 billones de dólares al año -74 billones en total. ¿Qué sentido tiene este disparate? Señala Pepe Escobar que la derrota en Afganistán fue un holocausto para el devastado pueblo afgano y el contribuyente estadounidense, pero un triunfal negocio para el complejo MICIMATT (Military-Industrial-Counter-Intelligence-Media-Academia-Think-Tank). Según afirmó Julian Assange: “El objetivo es usar Afganistán para lavar dinero fuera de las bases tributarias de Estados Unidos y Europa y a través de Afganistán de nuevo a las manos de una élite trasnacional de seguridad. El objetivo es una guerra interminable, no una guerra exitosa”. La guerra es buen negocio: invierta su hegemonía.

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La derrota estadounidense se explica por el enorme rechazo popular. Los invasores nada aportan al país: tienen lengua, costumbres y creencias distintas y no respetan las locales; tratan de imponerse por la fuerza bruta, bombardean, destruyen, torturan, asesinan y encierran en campos de concentración a supuestos resistentes, imponen un gobierno títere y se rodean de una élite colaboracionista corrupta. Prácticamente todos los que no forman parte de ella están contra la injerencia, y los talibanes se muestran como la más organizada de las fuerzas que se le oponen. Así van ocupando sigilosamente campos, aldeas y ciudades de la periferia, y cuando Biden anuncia la retirada, toman sin resistencia Kabul. Una sola cosa pueden enseñarnos los objetables talibanes: La tumba de los imperios se cava con sentimiento nacional y resistencia cultural.

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