domingo, 16 de abril de 2017

Peligrosísima la humanidad vuelta bestia

No podíamos creer que había renunciado. Se renuncia a un capricho; se renuncia a un trabajo subpagado; se renuncia incluso a una pasión, por lo general demasiado tarde, cuando algunos de sus fuegos nos han dañado de modo irreparable. Pero a una lucha en la que se ha dejado la energía de varias vidas, a una lucha que además implica el devenir de una nación e incluso de un continente, a eso no se renuncia.
Los acontecimientos rudos fueron el jueves en el centro, especialmente en Puente Llaguno, allí estuve con mi madre, mi hermana y unos amigos. Mi mamá había pasado todo el viernes abatida, sus ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar parecían culos de pollo, pobrecita, no poder siquiera consolarla, querer calmar un ardor y no poder porque se está en llamas. Las palabras no me salían, se me hacían pegoste en el cielo de la boca, nubes informes, pantanosas. Yo también tenía el espíritu despedazado. Toda la gente que conocía, la gente de mi entorno, caminaba lerda, anegada por una pesada densidad metafísica similar a la que sobrecae cuando una muerte abrupta desbarajusta la estabilidad de una familia. Las conversaciones eran más bien letanías. Sentíamos caer nuevamente sobre nosotros la pulgosa alfombra del desamparo, sobre la pobrecía, sobre los condenados de la tierra nuevamente el desamparo. El susto, como un pepazo en el esternón, me tenía paralizada.
El sábado, casi a las tres de la mañana, se encendió la chispa. Así sucedió en mi casa, en la de mi mamá por mejor decir, allá en el barrio El Peñón de Baruta: enorme úlcera de profundas ramificaciones, hundida en una montaña de clima y vegetación agradables. Aquella casa mínima, de dos habitaciones, improvisada junto a un cañaote pestilente, acogía por esos tiempos a doce personas; diez de las cuales dormíamos en la salita, hacinadas como gusanos mazamorreros. Por lo regular en el día la casa permanecía vacía, todos salíamos malvestidos y malcomidos a trabajar y estudiar. Pero por las noches, a la hora del sueño, la casa nos volvía a concentrar, y tirados como podíamos sobre colchonetas dábamos la impresión de ser soldados caídos en batalla: la batalla de la pobreza legendaria. Esa juntura de pesares muchas veces ha sido la clave de los giros de la historia, yo estoy segura de que esa vez también lo fue. En la madrugada del 13 abril estábamos sumergidos dentro de una oscurana, el reflejo del televisor prendido nos daba un aire decadente y nostálgico. Todos sabíamos que ninguno dormía, los ruidos que emitíamos eran de cuerpos despiertos, tan pegados los unos de los otros que no sorprendía el hecho de que los pensamientos se gestaran en una cabeza para asentarse en la que reposaba más cerca. De pronto el entonces fiscal general empezó a hablar ante una rueda de prensa en cadena nacional de radio y televisión, y dijo lo que dijo, Isaías Rodríguez dijo lo que tenía que decir: “El presidente Chávez no ha renunciado, estamos frente a un golpe de Estado”. Un insecto descomunal me mordió las paredes del estómago, el mismo bicho replicado en la panza de los náufragos tumbados junto a mí hacía de las suyas. Me da por pensar que en esa fracción de segundo gran parte del pueblo noctámbulo sintió en sus entrañas una dentellada estremecedora. Luego la algarabía, la planificación espontánea.
Mi madre se levantó eléctrica, tomó el teléfono y habló con “unos camaradas”, compañeros y compañeras de lucha de ese y otros barrios. Ella es profesora de matemática y una respetada líder comunal desde que era bien joven. A los minutos regresó a la sala-refugio y nos dijo: “Bueno gente, a dormir por lo menos dos horas que a las 6 de la mañana arrancamos a rescatar al comandante, todo el mundo va a estar en el Fuerte Tiuna”. “Rescatar”, cuando pronunció la palabra denotó un afectado sentido militar. Era otra mujer, con los mismos culos de pollo en lugar de ojos, pero renacida en el ánimo. Parecía una generala que organizando los escombros de su recién vencido ejército, estuviese iluminada por la epifanía de una victoria indefectible. Nos despertó faltando 10 minutos para las 6 de la mañana. La mitad se levantó sin titubear, yo fui parte de la otra mitad. El sueño me dominaba las ganas heroicas. Pero mi hermana, que tenía para ese entonces 17 años (uno y medio menos que yo), dejó caer sobre mí un tobo de agua fría con estas palabras: “Bueno chama párate, ¿esa es toda tu voluntad?, ¿tú crees que Chávez está durmiendo así de rico ahorita?”. Mi vergüenza venció el arrebato de ira que amenazó con explotarle cualquier frase estúpida en la cara. Me levanté, me cepillé los dientes, lavé mi rostro con agua fría, me puse unos jeanes, una franela de corte masculino que me quedaba grande y unos zapatos deportivos. A las 6 y 15 iba bajando, por una larga escalinata, el esmirriadito batallón en ayunas del cual yo formaba parte.
En la calle no parecía estar sucediendo nada, el día espléndido de sol y vestido con ropas de obrero se montó junto a nosotros en el metrobús hasta Chacaíto, y luego, también con nosotros se enrumbó en el Metro, hasta la estación El Valle. Cuando llegamos al Fuerte Tiuna aún no eran las 8 de la mañana. Todos seguíamos a mi mamá, que punteaba el grupo a paso ligero, como si la esperaran y estuviese retrasada. Pero la verdad era que nadie nos esperaba. Yo suponía que una multitud nos recibiría frenética y en cambio un par de soldados se nos acercó al vernos llegar.
—¿Qué hacen acá?, aquí no pueden estar. Les aconsejo que se vayan a sus casas, anoche aquí hubo una revuelta, tiros y hasta heridos.
Yo sentía un desasosiego tremendo, como si el amor de mi vida me hubiera dejado plantada. Creo que se me notaba, porque ambos soldados por momentos me veían con cara de lástima. Mi mamá no, ella estaba en su papel de ráfaga y dijo:
—Nosotros sabemos que el comandante Chávez no ha renunciado, él sigue siendo el presidente, y de acá no nos vamos, ustedes más bien deberían apoyarnos, sospechamos que lo tienen secuestrado allá dentro –apuntó al Fuerte Tiuna.
Las palabras de mi madre me hacían sentir orgullo, pero sobre todo ternura, ella hablaba como si representara algún tipo de superentrenado comando especial de seguridad e inteligencia, y honestamente un poco así nos sentíamos, inflamados, responsables de una misión.
—No señora, acá no está, de verdad que no, váyanse.
—Pues no, de aquí no nos movemos.
Y nos envalentonamos todos, empezamos a gritar consignas, a agitar las banderas y los afiches que llevábamos. Finalmente el soldado con un gesto que no supe interpretar nos dijo:
—Bueno si se van a quedar no pueden interrumpir la circulación de los carros, manténganse en esa isla –y señaló un trozo de tierra en mitad de la avenida.
Allí nos mantuvimos disciplinados, al menos un rato, para no dar excusas al desencuentro. Pero la gente empezó a bajarse de las camionetas, a unirse a nosotros. Gente que iba a sus trabajos cuando nos veía detenía su ritmo, mandaba lejos el compromiso con los patrones.
Poco a poco la isla se fue reduciendo debajo de una mancha humana, mancha que como la brea se derramó sobre toda la ciudad, hirviendo en cólera. Aunque si lo pienso bien, dudo. No estoy segura de que haya sido exactamente cólera lo que carburó aquellas circunstancias. El desenlace, ya se sabe. Después de horas de agitación y exigencias multitudinarias (tanto en Fuerte Tiuna como frente a Miraflores) en la madrugada del domingo 14 el presidente Chávez fue traído de vuelta al palacio presidencial.
La cólera que quiebra al hombre en niños…
La cólera que quiebra al hombre en niños,
que quiebra al niño en pájaros iguales,
y al pájaro, después, en huevecillos;
la cólera del pobre
tiene un aceite contra dos vinagres.
La cólera que al árbol quiebra en hojas,
la hoja en botones desiguales
y al botón, en ranuras telescópicas;
la cólera del pobre
tiene dos ríos contra muchos mares.
La cólera que quiebra al bien en dudas,
a la duda, en tres arcos semejantes
y al arco, luego, en tumbas imprevistas;
la cólera del pobre
tiene un acero contra dos puñales.
La cólera que quiebra al alma en cuerpos,
al cuerpo en órganos desemejantes
y al órgano, en octavos pensamientos;
la cólera del pobre
tiene un fuego central contra dos cráteres.
César Vallejo.
Nada desalienta más que lo determinado
El canto del poeta peruano prefigura la sensación de ruptura, de escisión, de fragmentación del todo que así, hecho pedazos, roto, da paso a la multiplicación y continuación esencial de sí: “La cólera que quiebra al hombre en niños, / que quiebra al niño en pájaros iguales, / y al pájaro, después, en huevecillos”. Parece un himno a la vida, a la violencia creadora de la naturaleza, suena a promesa de parto esa “cólera que al árbol quiebra en hojas”, con todo el trauma que ello pueda significar. Las imágenes de los tres primeros versos en la primera y segunda estrofa connotan, pues, una plasticidad agradable, aún y cuando la cadencia se mantiene agitada gracias a la percusión de dos palabras que determinan la atmósfera abrupta del poema, de principio a fin: cólera y quiebra. Pero también refiere, la voz poética, a la conmoción del absoluto, a la turbación de la circularidad infame de lo definitivo, que únicamente logra ser abierto a partir del impacto arrebatado y desmedido, como cuando “la cólera (…) quiebra al bien en dudas” o “quiebra al alma en cuerpos”. Las dos últimas estrofas son inquietantes, y quizá también prometedoras, sí, en tanto nada desalienta más que lo determinado, en tanto que nada es más esperanzador que la fractura de lo establecido, sin embargo las imágenes ya no son niños, pájaros y ranuras telescópicas, sino que son dudas, tumbas, órganos desemejantes. Ahora bien, lo verdaderamente perturbador, por la complejidad y belleza de su simbología, es el salto en que cierra cada estrofa, los dos últimos versos. Vallejo enuncia sin ambages “la cólera del pobre”, va directamente al asunto que quiere registrar, ilumina al sujeto que merece toda la grandeza de su genio, sujeto que además, vale decir, persiste a lo largo de su obra en otros poemas. El pobre aquí es el paria, según Tristán; el condenado de la tierra, según Fanon; el desposeído, según Le Guin; el que no tiene parte, según Rancière. Este pobre al que canta Vallejo es el oprimido en quien piensa Marx. Luego, el último verso de cada estrofa, ese broche rotundo que en cada imagen coloca dos fuerzas en contraposición: una es la cólera del pobre, la otra no se identifica, no queda abiertamente determinada, pero podría presumirse que se trata de la fuerza opresora del sistema, la naturaleza degradada del capitalismo que succiona la energía vital de los pobres. Lo interesante es cuando el poeta concluye: “la cólera del pobre / tiene un aceite contra dos vinagres”, “dos ríos contra muchos mares”, “un acero contra dos puñales”, “un fuego central contra dos cráteres”. Siempre la cólera es presentada en condición de inferioridad. Pareciera querer decir que nunca es provechosa la cólera del pobre, que antes más bien le perjudica.
Durante mucho tiempo, y hasta que leí con seriedad el poema de Vallejo, estuve convencida de que la ira colectiva tenía algo de mesiánico, de que era algo así como un fuego purificador destinado a chamuscar las depravaciones de las clases dominantes. Tendía a relacionar cólera con valentía, con arrojo. Escuchaba aquella consigna: “El pueblo arrecho reclama sus derechos”, y nunca la cuestioné, creo que naturalizaba e incluso celebraba el reclamo de derechos bajo los influjos del más candente arrecherón. Sospecho que muchos conmigo pensaban y piensan aún lo mismo. Pero esos versos me descolocaron, mientras más leía el poema más me gustaba, y más incómoda me sentía. Lo estudié, le di vueltas, lo desmembré como “al cuerpo en órganos desemejantes”, como “al órgano en octavos pensamientos”. Evidentemente me resistía a la idea de que la cólera es nociva a la lucha del pobre, a la lucha mía y de mi gente. No me resignaba a aceptar que Vallejo me estuviera advirtiendo contra el equívoco de mi devoción hacia la ira. Pero, ¿quién afirma que es posible razonar cuando todo el cuerpo, y especialmente la cabeza, hierve?, ¿cómo se diseñan planes, se trazan objetivos, se definen tácticas y estrategias, mientras el entendimiento se ve obnubilado por deseos de absoluta destrucción?, ¿de qué modo es posible protegerse de las fortalezas y armas del enemigo si lo único que se siente es la infinitud de la fuerza y los poderes propios, siempre exagerados por el ardor que se padece? La cólera es energía pura, bruta y brutal, que no admite cauces ni arneses, no admite brújulas ni sentidos, no acepta límites. Es el ímpetu desaforado por echar afuera el chorro de lava que nos hincha desde lo más íntimo y que se produce porque algo nos ha afectado tremendamente. Por tanto, puedo entender y justificar la cólera que llevó a los seguidores de Boves al desmadre de 1814. Aquel gentío negro e indio, esclavizado, mancillado hasta el hartazgo, violado y reducido a puros dientes, a puras uñas, se levantó contra todo lo que le recordara su tragedia, se convirtió en una avalancha de odio y resentimiento. Sin embargo, ¿más allá de desbocarse contra todo (matando, violando, despellejando, torturando, arrebatando), más allá de demostrar que es peligrosísima la humanidad vuelta bestia, qué configuración política proponía para tomar el poder y fundar un nuevo orden de cosas? Ninguna. Es después que Bolívar logra capitalizar toda esa furia, le da “razones” y de esa manera la convierte en fuerza dirigida hacia un sentido.
En nuestra historia más reciente, el 27 de febrero de 1989 tuvo lugar un acontecimiento de verdadero quiebre. Valiéndome de algunas imágenes del poema de Vallejo diré que El Caracazo quebró “al bien en dudas, / a la duda, en tres arcos semejantes / y al arco, luego, en tumbas imprevistas”. Venezuela era por ese entonces una enorme olla de presión, abultada por malsanos vapores políticos y económicos, olla que explotó desde Guarenas y cuyas consecuencias inmediatas se sintieron especialmente en el centro de la capital. Desde los cerros la gente airada chorreó como hierro derretido encima de lo que encontró a su paso. Pero “la cólera del pobre / tiene dos ríos contra muchos mares”. Y esos “muchos mares” arremetieron con su funesto poderío, el gobierno de Carlos Andrés Pérez se encimó contra aquellos “dos ríos” repartiendo plomo y muerte. Lejos estoy de decir, como sí dijo hace dos mil años Séneca, el educador del terrible Nerón, que la cólera debe ser suprimida por completo porque es una pasión detestable y monstruosa, que no conviene a las gentes dotadas de razón; personas dotadas de razón: la aristocracia esclavizadora y torturadora; personas que se dejaban llevar por las pasiones: plebeyos y esclavos. Yo más bien creo que se trata de una energía carburante que debemos transformar a través del fortalecimiento intelectual, de la organización colectiva, de la planificación, de la lectura crítica de la realidad, del cultivo de la memoria. La primera parte de esta reflexión narra desde una perspectiva muy íntima y periférica las emociones y condiciones que permitieron que el accionar de un pueblo cumpliera con un objetivo preciso: lograr el retorno de Hugo Chávez al poder. No se trató de mera cólera, no fue un arrebato destructor y avasallante, esa vez el torrente que iba creciendo tenía bien definido cauce y desembocadura, estaba concentrado en un fin. Lo que todo pobre debiera tener claro es entonces que lo que debe buscar no es simplemente drenar su inconformidad en episodios o eventos de ira, sino hacerse del poder para erigir una arquitectura social distinta, lo cual implica responsabilidades, disciplina y deberes, no únicamente el reclamo pasivo de derechos.
Por otro lado es absurdo decir que no se justifica hoy un brote de cólera por parte del pueblo venezolano. Después de 10 años de holgura y estabilidad económica, desde 2013 nos hemos visto sometidos a una presión de enormes magnitudes. Especialmente los sectores más vulnerables, la gente más jodida, la que generalmente no tiene nada que perder y se lanza de espaldas al precipicio de la ira, ha visto las fauces del monstruo bien de cerca. De hecho, por momentos da la impresión de que precisamente es una explosión social lo que esperan algunos líderes políticos y actores fundamentales de la economía nacional e internacional, tanto de la derecha opositora (interna y externa) como del Gobierno en su inextricable composición de fibras e intereses intestinos. Se viene aupando, a través de todos los medios posibles, desde principios del año pasado, un segundo Caracazo. Muchos analistas y sabedores de oficio incluso se preguntan arrancándose los cabellos cómo es que no ha salido un gentío a voltear el país como si fuese una mesa, a devastar lo que encuentre a su paso. Pues bien, yo tengo mi humilde lectura: una de las tantas razones por las cuales no ha acontecido un estallido violento por parte del pueblo es porque mucha de esa gente que hace 28 años salió enardecida durante El Caracazo se incorporó luego (si no lo estaba ya) a organizaciones colectivas, las mujeres y los hombres de los sectores más escoñetados del país durante todos estos años han cargado con su rabia y se han ido conformando en fuerza política, con intenciones de tomar el poder, porque a fin de cuentas es la manera de subvertir las lógicas dominantes que nos tienen tan escaldados. Si no vea qué fue lo que hizo Hugo Chávez, vea cómo lo logró. No fue él solo; fue él, con su sensibilidad, con su formación, con su inteligencia, con su historia, pero sobre todo con un tronco de pueblo de respaldo.
Es imposible asegurar que en lo adelante el pueblo venezolano no encarnará acontecimientos de cólera colectiva, que el acero de la cólera del pobre no se enfrentará nunca más “contra dos puñales”, pero en este momento, aquí y ahora, le vamos ganando una a la canalla; aun sintiendo indignación y física rabia.

Autor: 

Yanuva León

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