Carolina Vásquez Araya
La pandemia de las violaciones sexuales cubre al planeta entero.
El caso más reciente: Una niña violada
por 30 hombres adultos en una favela de Brasil, cuyo impacto provocó
manifestaciones en ese país y repudio en todo lugar en donde llegó la
noticia, nos enfrenta con una realidad de violencia tan extendida como
impune. Ante esto, cabe preguntarse qué hubiera pasado si los violadores
no hubieran compartido las imágenes de su perverso acto de crueldad, en
su entusiasmo por divulgar su hazaña.
Lo más probable, hubiera pasado
inadvertido. Si la niña denunciaba pondría en riesgo su vida y la de su
familia, dado el carácter de 33 hombres adultos reunidos con el
propósito de pasar un momento de “diversión” a costa de una adolescente
indefensa. Es decir, la visión panorámica de una construcción cultural
en la cual no existe el concepto de respeto por la vida, el cuerpo y la
integridad de las mujeres, no importa cuál sea su condición.
Hemos visto agresiones de todo tipo, en
todas partes. No es algo excepcional ni aislado. A un lector que criticó
mi exposición del caso de Nabila en Chile, afirmando que estos temas
–feminicidio, violaciones, acoso y violencia intrafamiliar- no tienen
relevancia internacional, le respondo: Estos temas ya han ingresado en
el listado de las políticas urgentes si queremos reparar el tejido de
nuestras sociedades enfermas, y la comunidad internacional así lo
considera. La violencia en contra de las mujeres es un rasgo cultural de
toda sociedad patriarcal y urge combatirlo.
Las violaciones y otra clase de
agresiones sexuales contra niños, niñas y adolescentes rebasan en mucho
las cifras oficiales. Existen familias enteras integradas a fuerza de
violaciones en cadena, como el caso de una niña de 12 años embarazada de
su padre, quien a su vez violó y embarazó consecutivamente a 3
generaciones que siguen viviendo bajo el mismo techo. Es decir, la niña
es también hermana de su madre y de su abuela. Estos casos, poco
divulgados pero frecuentes en las áreas rurales, constituyen la muestra
indiscutible de la situación de marginación en la cual crecen las niñas,
cuyos cuerpos están a la disposición de quien quiera tomarlos,
explotarlos y desecharlos.
En países como Guatemala, en donde falta
la presencia del Estado en grandes extensiones del territorio y, por
tanto, tampoco hay un sistema de justicia y protección, el escenario es
aún más devastador. Quienes sufren los abusos sexuales y otras
agresiones físicas, psicológicas y económicas, callan por temor o por un
arcaico convencimiento –transmitido por generaciones- de que así es la
vida para las mujeres.
El reciente informe divulgado por Unicef y
Cicig sobre La Trata de Personas con fines de Explotación Sexual en
Guatemala, pone en claro la dimensión dantesca de este fenómeno y cómo
existe y prospera gracias a sus poderosos nexos con las autoridades de
Gobierno y algunas de sus instituciones. El análisis, sobre una muestra
de sentencias judiciales –lo cual solo refleja parte de los casos
reales- determina que un 57 por ciento de las víctimas son niños, niñas y
adolescentes y, en el caso de las niñas, la mayoría destinadas a
explotación sexual, muchas veces dando servicios a más de 30 hombres por
día. Un horrendo escenario de esclavitud, de impunidad y una evidencia
del subdesarrollo humano de nuestras sociedades.
Los números, sin embargo, son fríos. No
reflejan el drama cotidiano de las víctimas, quienes pierden su vida y
oportunidades en un sistema que las margina desde su nacimiento.
Determinar la responsabilidad por este fracaso colectivo es la tarea
pendiente para la ciudadanía.
elquintopatio@gmail.com
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