*JUAN MARTORANO.
Esta pretende ser la penúltima entrega de este trabajo de investigación sobre la muerte de Hugo Chávez. Creo que a través de este esfuerzo, surgirán más interrogantes que respuestas. Es una de mis finalidades con esto, más allá de mi creencia y mi convencimiento sobre el asesinato de Hugo Chávez. Ojalá más temprano que tarde, y dándose todo un conjunto de condiciones de carácter científico, técnico, político, que no son nada fáciles, pueda conformarse una Comisión Seria de Científicos que puedan determinar de manera seria y responsable las verdaderas causas de la muerte del Comandante Supremo y Eterno de la Revolución Bolivariana.
Agradezco todos los comentarios, críticas y aportes a este trabajo. Estamos concluyendo una fase. Tal vez nunca sabremos las verdaderas causas de la muerte de Hugo Chávez, pero si algo cabe preguntarse es que, hay personas beneficiadas directamente con la partida física del Gigante de Sabaneta, y de que pudieran haber pensado que lo que pretendí escribir fue una especie de best seller. Es algo así como los que aún creen que el imperialismo no existe, cuando la misma historia se ha encargado, una y otra vez de mostrarnos que el imperialismo si existe, y la guerra biológica o el diseño de bioarmas destinadas a acabar con la vida de dirigentes políticos no afectos a Washington y a los que históricamente han pretendido dominar al mundo, es uno de los tantos rostros de ese imperialismo, aunque algunos se resistan a creerlo.
Pero retomemos esta penúltima entrega, y la fase final de toda esta evolución, aunque extensa, pero necesaria, de lo que ha sido la guerra química-biológica, y el diseño de las bioarmas.
Desde el suelo hasta el techo sus estantes estaban llenos de libros, publicaciones científicas y documentos de todo el mundo dedicados el temas de la guerra bacteriológica. Algunos eran ya del dominio público, otros los habían obtenido de los agentes de los servicios secretos de Corea del Norte, viajando con pasaportes falsos y haciéndose pasar por estudiantes, investigadores y periodistas científicos. Habían arrastrado sus redes por el Silicon Valley californiano y los campus de las universidades màs punteras de Estados Unidos. También habían visitado Londres, parís, Madrid y Munich y acudido a todos los lugares donde hubiera información sobre gérmenes disponible. En los estantes había estudios sobre cómo el Pentàgono había planeado en un tiempo atacar la Cuba de Fidel Castro en toxinas en la escalada hacia la crisis de los misiles; sobre cómo, durante la guerra de Vietnam, los científicos de Fort Detrick habían hallado un modo de preservar el virus de la viruela. Usando un proceso llamado liofilización, habían logrado congelar en seco el virus para que permaneciera latente y luego, cuando regresara a temperatura ambiente, fuese más virulento si cabe. Había documentos sobre pruebas secretas de Estados Unidos y Gran Bretaña con sistemas de dispersión que propagaran los gérmenes sobre ciudades enteras. Había libros consagrados a la encefalitis equina venezolana, un virus presente en caballos y mulas de América Central y del Sur, que dejaba a los humanos al borde de la muerte; manuales dedicados a cada uno de los siete tipos de botuslismo, toxinas que son el asesino definitivo; una historia del desarrollo de la ricina por parte de la propia Corea del Norte. La ricina, derivada de las semillas de los ricinos que se criaban en los invernaderos del país, una vez convertida en arma causaba fallos vasculares y una muerte segura.
Los artículos de investigación detallaban los lejos que había llegado Corea del Norte y otros países en el desarrollo de la viruela negra, la variedad màs perjudicial de la enfermedad, con un índice de mortalidad cercano al cien por ciento; como habían desarrollado los investigadores los nanopolvos de sílice, minúsculas partículas de cristal de sílice que, una vez mezcladas con un arma biológica, permitían su fácil transporte por vía aérea y, por ende, le daban una mayor capacidad para penetrar en los pulmones humanos. Como otros muchos componentes del arsenal norcoreano de países como Estados Unidos, Rusia o Corea del Norte, los habían ensayado mediante experimentos sobre prisioneros. Otros documentos trataban acerca del agente bacteriano más infame de la historia, la peste bubónica, la Muerte Negra del Medioevo, o de la temida “gripe española”, que en 1918 había matado a muchas veces más personas que la Primera Guerra Mundial, y el modo de relanzarla sobre un mundo todavía indefenso. Los documentos procedían de centros de guerra biológica supuestamente superseguros de países como Estados Unidos, Gran Bretaña e Israel. Varios habían sido comprados en el mercado negro de Moscú tras la caída del programa de guerra biológica de la URSS. Otros procedían, en fin, del proyecto Costa sudafricano, sacados antes de que hubieran podido triturarlos.
Los investigadores de la CIA, el MI6 y otros servicios de inteligencia habían desentrañado con paciencia el calado del contenido de la biblioteca del doctor Ri mediante la supervisión de las peticiones de libros y de otros datos a editores universitarios a través de direcciones de venta por correo de Brmania, Tailandia y Vietnam conocidas por ser aparentemente conductos de comunicación de Corea del Norte. Más tarde, la CIA y el MI6, trabajando a través de sus propias tapaderas, habían iniciado cautos contactos preliminares para hacer saber al doctor Ri que Occidente los esperaba con los brazos abiertos. Conocidos como “contactos por alusiones y codazos” dentro del mundillo de los servicios de inteligencia, estos avances formaban parte de un plan para atraer al doctor Ri a Occidente. En un principio no habían tenido resultado, pero al cabo de un año llegó el primer indicio de que el científico acusaba recibo de los contactos. Pasarían dos años más antes de que hubiera lo que una fuente de los servicios secretos llamaría más tarde “una señal positiva” de que el doctor Ri se estaba desengañando con lo que le ordenaban hacer.
Desde el principio, el científico se había tomando muchas molestias para proteger su investigación acerca de las razas, las etnias y en última instancia la bomba que atacaría tan sólo a la población blanca. Había seguido el debate en curso dentro de la comunidad científica occidental sobre si era factible crear un arma de este tipo. Los partidarios de la misma alegaban que las enfermedades endémicas habían contribuido a la derrota de los incas y aztecas a manos de los conquistadores españoles, inmunes a menudo a los gérmenes de América Central y del Sur. Los británicos habían lanzado su propia variedad tosca de “bombas genéticas”, distribuyendo mantas infectadas de viruela entre las tribus indias de Norteamérica y constatando que sus propis índices de mortalidad eran muchas veces menores a los de las tribus. Los médicos que acompañaban a las fuerzas de invasión dieron por sentado que sus soldados poseían sencillamente una resistencia física superior forjada a lo largo de los siglos.
A medida que los ejércitos cruzaban Europa de un lado a otro, saqueando, violando y, en caso de victoria, afincándose en las tierras conquistadas, las fronteras artificiales de la “raza” se vieron vulneradas. Se estableció un flujo de genes de país en país conquistado, de provincia en provincia, de nación en nación. A pesar de las diferencias culturales, las poblaciones de Europa, desarrollaron semejanzas genéticas. Las diferencias de coloración de la piel y de constitución no suponían desde un punto de vista genético ninguna diferencia (entre la clásica piel pálida de los ingleses y el color moreno de las razas mediterráneas de Francia y España, por ejemplo). Esos descubrimientos todavía estaban, sin embargo, a siglos de distancia. Con todo, había calado la creencia de que la raza blanca era la más poderosa y de que, entre muchas otras cosas, era más capaz de resistir las enfermedades naturales. Era esa creencia la que habían ordenado destruir al doctor Ri y, en última instancia, lo había decidido a huir con las pruebas.
En el apogeo de la intervención estadounidense en Nicaragua, la idea de crear una bomba genética había ocupado a los genetistas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). El doctor Gottlieb había ordenado localizar lo que él llamaba “el gen nicaragüense”. Se invirtieron ingentes sumas de dinero en la obtención de muestras de sangre de nicaragüenses para hacer pruebas en los laboratorios de la CIA. No se identificó ningún gen específico de Nicaragua. El proyecto fue abandonado y retomado en el momento en que Cuba suponía una creciente amenaza para Washington. El doctor Gottlieb había lanzado la búsqueda de un “gen cubano exclusivo”. Si podía descubrirse, sería a renglón seguido convertido en un arma para atacar a los cubanos, a ser posible mientras recogían su cosecha anual de caña de azúcar. Una vez más, la investigación quedó en agua de borrajas.
Sin embargo, la posibilidad de encontrar un arma biológica capaz de afectar a una raza específica había seguido consumiendo el talento de biólogos de la Unión Soviética, China, Estados Unidos, Gran Bretaña, y finalmente del doctor Ri. Él sabía que crear una bomba étnica ya no era una fantasía. Se había convertido en lo que el científico galardonado con el Premio Nóbel Joshua Lederberg había llamado el “monstruo en nuestro patio de atrás”. El antrópologo John Moore, experto reconocido en la amenaza de una bomba étnica, había predicho que su activación desencadenaría variaciones genéticas capaces de provocar un contagio generalizado de la población humana, e índices de mortalidad parecidos a los de la ficticia “amenaza de Andrómeda”, lo bastante altos para exterminar a toda la especie. Dos respetados investigadores, Noah Rosenberg Y Mary Claire King, habían publicado en la edición de diciembre de 2002 en la revista Science que en ese momento era factible tomar como blanco a un grupo étnico. La advertencia llegaba apenas un año después de que el Gobierno británico hubiese declarado en un informe oficial que “no existe hasta la fecha signo alguno de diferencias genéticas contra un determinado grupo étnico”. En los meses transcurridos desde entonces, según el proyecto Sunshine, la ingeniería genética había avanzadolo suficiente para acercar más aún la posibilidad de un arma de ese estilo.
Años más tarde saldría a la luz que la directora del programa de armas biológicas de Saddam Husein, la doctora Rihad Taha, había viajado en secreto a Corea del Norte. Hija de una de las familias baasistas gobernantes del país, se había formado en la Universidad de East Anglia, en Norwich, Inglaterra. Cuando la doctora Taha regresó a Irak en 1984 con una titulación en microbiología, se unió a un pequeño equipo de licenciados iraquíes formados en Gran Bretaña que debían ser la punta de lanza del programa bioquímico de Saddam. Montó sus laboratorios en el Instituto Al-Hazzan Ibn Al- Hathan en las afueras de Bagdad. Fue allí donde empezó a matar a sus víctimas. Seleccionadas en las cárceles de Saddam, eran sometidas a experimentos idénticos a los llevados en Corea del Norte o los Estados Unidos de Norteamérica. Al final de la Guerra del Golfo de 1991, la doctora Taha se las ingenió para ocultar sus mortíferas actividades. Afirmó que su investigación no había diferido de la efectuada en Porton Down o Fort Detrick, que era “puramente defensiva”. A finales del verano de 1991, escribió una invitación para visitar Corea del Norte y le ofrecieron todo un recorrido por sus instalaciones biológicas, lo que es un raro privilegio para un extranjero en ese país. Realizó dos visitas más, en 2000 y 2001, para reunirse con destacados microbiológos y genetistas.
Los detalles de esas visitas no se supieron hasta el interrogatorio de la doctora Taha tras su arresto por parte de las Fuerzas Especiales estadounidenses, a finales del año 2003, durante la guerra con Irak. Entretanto, agentes secretos occidentales habían intentado obtener más información sobre el doctor Ri.
En la madrugada del 5 de septiembre, el doctor Ri se acercó a la entrada de servicio del hotel Guangdong. Le habían entregado una tarjeta con banda magnética para que entrase en el edificio e iniciase la etapa final de su salida clandestina del país. En lugar de eso se encontró con los agentes de la seguridad pública, que lo esposaron y se lo llevaron.
El director de la división química de la CIA, Nathan Gordon había debatido sobre lo que debía hacerse con la considerable cantidad de agentes biológicos que la CIA había almacenado en Fort Detrick. El presidente Nixon había anunciado pocos días antes que Estados Unidos interrumpía su programa de guerra química y biológica.
Este científico le mostró a Gordon Thomas un memorándum redactado por el doctor Gottlieb. El “Boceto de proyecto concerniente a los agentes biológicos de guerra almacenados”, fechado el 18 de febrero de 1970, iba destinado a Richard Helms, en ese entonces director de la CIA. Al final de mes el doctor Gottlieb celebró una reunión con Helms y Thomas H. Karamessines, que en ese momento era director adjunto de proyectos de la CIA. Después ordenó a uno de sus hombres que fuera a buscar de inmediato dos bidones de 3,5 litros llenos de veneno paralizador de molusco. Los recipientes contenían lo suficiente para matar a 60.000 personas. ¿Qué quería hacer el doctor Gottlieb con el veneno? ¿Por qué ordenó que los bidones se guardaran en la unidad de almacenamiento biológico de la Oficina de Medicina y Cirugía de la Marina estadounidense de la calle Veintitrés de Washington? Esto no lo sabremos nunca, puesto que Sidney Gottlieb falleció en marzo de 1999.
También en la guerra de Corea fue propicia para experimentar con bioarmas. Existía un documento prometedor, escrito por el jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, el general Hoyt Vanderberg, en febrero de 1952. El armamento biológico está progresando mucho en la actualidad y ciertas capacidades ofensivas se están materializando.
¿Qué papel había desempeñado el doctor Gottlieb para llegar a esas alturas? El memorándum de Robert Lovett, secretario de Defensa de EEUU en esos años aporta pruebas adicionales sobre el uso de armas biológicas por parte de los Estados Unidos en la guerra de Corea. Si esto es así, entonces: ¿Quién puede negar el uso de las mismas para acabar con poblaciones enteras, o en su defecto, para asesinar a ciertos líderes políticos que no sean afectos a los intereses de los Gobiernos de Washington e Israel?
El 25 de febrero de 1952, días después de que Vanderberg regresase de Corea, el secretario había escrito a los jefes del Estado mayor Conjunto que era necesario desarrollar “una potente capacidad de guerra biológica sin tardanza… para sumarla a todos los medios efectivos para librar una guerra, sean cuales sean los precedentes de su uso”.
La obsesión de Sidney Gottlieb había empujado a científicos, médicos y agentes secretos a utilizar a la gente como conejillo de Indias por encima de cualquier consideración moral o ética.
Para Sidney Gottlieb, efectivamente, ya es cosa del pasado. Sin embargo, su obra pervive porque continúa.
Algunos de los documentos sobre guerra químico-biológica que recomiendo, y que fueron objeto de esta investigación son los siguientes:
Cochrane, Rexmond C: History of the Chemical Warfare Service in World War II (1 July 1940- 15 August 1945). Volume II: Biological Warfare Research in the United States; US Army Chemical Corps: Historical Section, noviembre, 1947.
Department of the army: US Army Activity in the US Biological Warfare Programs; volúmenes I y II, 24 de febrero, 1977. (Reimpreso en US Congress. Senate. Hearings before Subcommittee on Health and Scientific Research of the Committee on Human Resources: Biological Testing Involving Human Subjects by the Department of Defence, 1977; 95. º Congr, 1ª Ses, 8 de marzo y 23 de mayo, 1977.
War Research Service: Historical Report of War Research Service, November 1944- Final (1945); (manuscrito de alto secreto desclasificado; archives, National Academy Of Sciences).
Operational Suitability of a BW Munition, Dugway Proving Ground Report 134 (BW 16-52), Dugway Proving Ground, Utah, 29 de enero de 1954.
Special Report Nº 44: Munitions for Biological Warfare; dos volúmenes; Camp Detrick, Maryland: Technical Department, Munitions División, junio 1943- septiembre 1945. (Documento de alto secreto desclasificado y sin publicar); Ft Belvoir, Virginia: Defense Technical Information Center: AD 310773 (volume 1), AD 310774 (volumen II).
Report on Scientific Intelligence Survey in Japan, September and October 1945. Volume V. Biological Warfare; Cuartel General, Fuerzas Armadas del Ejército de Estados Unidos, Pacífico: Sección de Asesoramiento Científico y Técnico, 1 de noviembre de 1945 (documento secreto desclasificado; Office of the Command Historian, Headquarters, US Army Garrison, Fort Detrick, Maryland).
Reporto n Japanese Biological Warfare (BW) Activities; Camp Detrick, Maryland: Army Service Forces, 31 de mayo, 1946 (document secreto desclasificado: Office of the Command Historian, Headquarters, US Army Garrison, Fort Detrick, Maryland).
Summary Report on BW Investigations; camp Detrick, Maryland, 12 de diciembre de 1947 (Office of the Command Historian, Headquarters, US Army Garrison, Fort Detrick, Maryland).
Report on Special BW Operations; National Military Establishment, Research and Development Board, Washington D.C., 5 de octubre, 1948.
A Study of the Vulnerability of Subway Passengers in New York City to Covert Attack with Biological Agents; Special Operations División, Fort Detrick.
Estos son solo algunos documentos respecto a lo que es la Guerra biológica-química, ya en la última entrega, para aquellos que no pudieron seguirnos en las entregas anteriores, en nuestras conclusiones, entenderán el por que de este extenso relato, que busca dar indicios sobre la posibilidad real del asesinato biológico y del cómo pudo haber sido asesinado Hugo Chávez.
¡Bolívar y Chávez Viven, y sus luchas y la Patria que nos legaron siguen!
¡Hasta la Victoria Siempre!
¡Independencia y Patria Socialista!
¡Viviremos y Venceremos!
*Abogado,Activista por los Derechos Humanos,Militante Revolucionario y de la Red Nacional de Tuiter@s Socialistas (RENTSOC).http://juanmartorano .blogspot.com/http:// juanmartorano.wordpress.com/ ,jmartoranoster@gmail .com ,j_martorano@hotmail.com ,juan _martoranocastillo@yahoo. com. ar . @juanmartorano (Cuenta en Tuiter).
Esta pretende ser la penúltima entrega de este trabajo de investigación sobre la muerte de Hugo Chávez. Creo que a través de este esfuerzo, surgirán más interrogantes que respuestas. Es una de mis finalidades con esto, más allá de mi creencia y mi convencimiento sobre el asesinato de Hugo Chávez. Ojalá más temprano que tarde, y dándose todo un conjunto de condiciones de carácter científico, técnico, político, que no son nada fáciles, pueda conformarse una Comisión Seria de Científicos que puedan determinar de manera seria y responsable las verdaderas causas de la muerte del Comandante Supremo y Eterno de la Revolución Bolivariana.
Agradezco todos los comentarios, críticas y aportes a este trabajo. Estamos concluyendo una fase. Tal vez nunca sabremos las verdaderas causas de la muerte de Hugo Chávez, pero si algo cabe preguntarse es que, hay personas beneficiadas directamente con la partida física del Gigante de Sabaneta, y de que pudieran haber pensado que lo que pretendí escribir fue una especie de best seller. Es algo así como los que aún creen que el imperialismo no existe, cuando la misma historia se ha encargado, una y otra vez de mostrarnos que el imperialismo si existe, y la guerra biológica o el diseño de bioarmas destinadas a acabar con la vida de dirigentes políticos no afectos a Washington y a los que históricamente han pretendido dominar al mundo, es uno de los tantos rostros de ese imperialismo, aunque algunos se resistan a creerlo.
Pero retomemos esta penúltima entrega, y la fase final de toda esta evolución, aunque extensa, pero necesaria, de lo que ha sido la guerra química-biológica, y el diseño de las bioarmas.
Desde el suelo hasta el techo sus estantes estaban llenos de libros, publicaciones científicas y documentos de todo el mundo dedicados el temas de la guerra bacteriológica. Algunos eran ya del dominio público, otros los habían obtenido de los agentes de los servicios secretos de Corea del Norte, viajando con pasaportes falsos y haciéndose pasar por estudiantes, investigadores y periodistas científicos. Habían arrastrado sus redes por el Silicon Valley californiano y los campus de las universidades màs punteras de Estados Unidos. También habían visitado Londres, parís, Madrid y Munich y acudido a todos los lugares donde hubiera información sobre gérmenes disponible. En los estantes había estudios sobre cómo el Pentàgono había planeado en un tiempo atacar la Cuba de Fidel Castro en toxinas en la escalada hacia la crisis de los misiles; sobre cómo, durante la guerra de Vietnam, los científicos de Fort Detrick habían hallado un modo de preservar el virus de la viruela. Usando un proceso llamado liofilización, habían logrado congelar en seco el virus para que permaneciera latente y luego, cuando regresara a temperatura ambiente, fuese más virulento si cabe. Había documentos sobre pruebas secretas de Estados Unidos y Gran Bretaña con sistemas de dispersión que propagaran los gérmenes sobre ciudades enteras. Había libros consagrados a la encefalitis equina venezolana, un virus presente en caballos y mulas de América Central y del Sur, que dejaba a los humanos al borde de la muerte; manuales dedicados a cada uno de los siete tipos de botuslismo, toxinas que son el asesino definitivo; una historia del desarrollo de la ricina por parte de la propia Corea del Norte. La ricina, derivada de las semillas de los ricinos que se criaban en los invernaderos del país, una vez convertida en arma causaba fallos vasculares y una muerte segura.
Los artículos de investigación detallaban los lejos que había llegado Corea del Norte y otros países en el desarrollo de la viruela negra, la variedad màs perjudicial de la enfermedad, con un índice de mortalidad cercano al cien por ciento; como habían desarrollado los investigadores los nanopolvos de sílice, minúsculas partículas de cristal de sílice que, una vez mezcladas con un arma biológica, permitían su fácil transporte por vía aérea y, por ende, le daban una mayor capacidad para penetrar en los pulmones humanos. Como otros muchos componentes del arsenal norcoreano de países como Estados Unidos, Rusia o Corea del Norte, los habían ensayado mediante experimentos sobre prisioneros. Otros documentos trataban acerca del agente bacteriano más infame de la historia, la peste bubónica, la Muerte Negra del Medioevo, o de la temida “gripe española”, que en 1918 había matado a muchas veces más personas que la Primera Guerra Mundial, y el modo de relanzarla sobre un mundo todavía indefenso. Los documentos procedían de centros de guerra biológica supuestamente superseguros de países como Estados Unidos, Gran Bretaña e Israel. Varios habían sido comprados en el mercado negro de Moscú tras la caída del programa de guerra biológica de la URSS. Otros procedían, en fin, del proyecto Costa sudafricano, sacados antes de que hubieran podido triturarlos.
Los investigadores de la CIA, el MI6 y otros servicios de inteligencia habían desentrañado con paciencia el calado del contenido de la biblioteca del doctor Ri mediante la supervisión de las peticiones de libros y de otros datos a editores universitarios a través de direcciones de venta por correo de Brmania, Tailandia y Vietnam conocidas por ser aparentemente conductos de comunicación de Corea del Norte. Más tarde, la CIA y el MI6, trabajando a través de sus propias tapaderas, habían iniciado cautos contactos preliminares para hacer saber al doctor Ri que Occidente los esperaba con los brazos abiertos. Conocidos como “contactos por alusiones y codazos” dentro del mundillo de los servicios de inteligencia, estos avances formaban parte de un plan para atraer al doctor Ri a Occidente. En un principio no habían tenido resultado, pero al cabo de un año llegó el primer indicio de que el científico acusaba recibo de los contactos. Pasarían dos años más antes de que hubiera lo que una fuente de los servicios secretos llamaría más tarde “una señal positiva” de que el doctor Ri se estaba desengañando con lo que le ordenaban hacer.
Desde el principio, el científico se había tomando muchas molestias para proteger su investigación acerca de las razas, las etnias y en última instancia la bomba que atacaría tan sólo a la población blanca. Había seguido el debate en curso dentro de la comunidad científica occidental sobre si era factible crear un arma de este tipo. Los partidarios de la misma alegaban que las enfermedades endémicas habían contribuido a la derrota de los incas y aztecas a manos de los conquistadores españoles, inmunes a menudo a los gérmenes de América Central y del Sur. Los británicos habían lanzado su propia variedad tosca de “bombas genéticas”, distribuyendo mantas infectadas de viruela entre las tribus indias de Norteamérica y constatando que sus propis índices de mortalidad eran muchas veces menores a los de las tribus. Los médicos que acompañaban a las fuerzas de invasión dieron por sentado que sus soldados poseían sencillamente una resistencia física superior forjada a lo largo de los siglos.
A medida que los ejércitos cruzaban Europa de un lado a otro, saqueando, violando y, en caso de victoria, afincándose en las tierras conquistadas, las fronteras artificiales de la “raza” se vieron vulneradas. Se estableció un flujo de genes de país en país conquistado, de provincia en provincia, de nación en nación. A pesar de las diferencias culturales, las poblaciones de Europa, desarrollaron semejanzas genéticas. Las diferencias de coloración de la piel y de constitución no suponían desde un punto de vista genético ninguna diferencia (entre la clásica piel pálida de los ingleses y el color moreno de las razas mediterráneas de Francia y España, por ejemplo). Esos descubrimientos todavía estaban, sin embargo, a siglos de distancia. Con todo, había calado la creencia de que la raza blanca era la más poderosa y de que, entre muchas otras cosas, era más capaz de resistir las enfermedades naturales. Era esa creencia la que habían ordenado destruir al doctor Ri y, en última instancia, lo había decidido a huir con las pruebas.
En el apogeo de la intervención estadounidense en Nicaragua, la idea de crear una bomba genética había ocupado a los genetistas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). El doctor Gottlieb había ordenado localizar lo que él llamaba “el gen nicaragüense”. Se invirtieron ingentes sumas de dinero en la obtención de muestras de sangre de nicaragüenses para hacer pruebas en los laboratorios de la CIA. No se identificó ningún gen específico de Nicaragua. El proyecto fue abandonado y retomado en el momento en que Cuba suponía una creciente amenaza para Washington. El doctor Gottlieb había lanzado la búsqueda de un “gen cubano exclusivo”. Si podía descubrirse, sería a renglón seguido convertido en un arma para atacar a los cubanos, a ser posible mientras recogían su cosecha anual de caña de azúcar. Una vez más, la investigación quedó en agua de borrajas.
Sin embargo, la posibilidad de encontrar un arma biológica capaz de afectar a una raza específica había seguido consumiendo el talento de biólogos de la Unión Soviética, China, Estados Unidos, Gran Bretaña, y finalmente del doctor Ri. Él sabía que crear una bomba étnica ya no era una fantasía. Se había convertido en lo que el científico galardonado con el Premio Nóbel Joshua Lederberg había llamado el “monstruo en nuestro patio de atrás”. El antrópologo John Moore, experto reconocido en la amenaza de una bomba étnica, había predicho que su activación desencadenaría variaciones genéticas capaces de provocar un contagio generalizado de la población humana, e índices de mortalidad parecidos a los de la ficticia “amenaza de Andrómeda”, lo bastante altos para exterminar a toda la especie. Dos respetados investigadores, Noah Rosenberg Y Mary Claire King, habían publicado en la edición de diciembre de 2002 en la revista Science que en ese momento era factible tomar como blanco a un grupo étnico. La advertencia llegaba apenas un año después de que el Gobierno británico hubiese declarado en un informe oficial que “no existe hasta la fecha signo alguno de diferencias genéticas contra un determinado grupo étnico”. En los meses transcurridos desde entonces, según el proyecto Sunshine, la ingeniería genética había avanzadolo suficiente para acercar más aún la posibilidad de un arma de ese estilo.
Años más tarde saldría a la luz que la directora del programa de armas biológicas de Saddam Husein, la doctora Rihad Taha, había viajado en secreto a Corea del Norte. Hija de una de las familias baasistas gobernantes del país, se había formado en la Universidad de East Anglia, en Norwich, Inglaterra. Cuando la doctora Taha regresó a Irak en 1984 con una titulación en microbiología, se unió a un pequeño equipo de licenciados iraquíes formados en Gran Bretaña que debían ser la punta de lanza del programa bioquímico de Saddam. Montó sus laboratorios en el Instituto Al-Hazzan Ibn Al- Hathan en las afueras de Bagdad. Fue allí donde empezó a matar a sus víctimas. Seleccionadas en las cárceles de Saddam, eran sometidas a experimentos idénticos a los llevados en Corea del Norte o los Estados Unidos de Norteamérica. Al final de la Guerra del Golfo de 1991, la doctora Taha se las ingenió para ocultar sus mortíferas actividades. Afirmó que su investigación no había diferido de la efectuada en Porton Down o Fort Detrick, que era “puramente defensiva”. A finales del verano de 1991, escribió una invitación para visitar Corea del Norte y le ofrecieron todo un recorrido por sus instalaciones biológicas, lo que es un raro privilegio para un extranjero en ese país. Realizó dos visitas más, en 2000 y 2001, para reunirse con destacados microbiológos y genetistas.
Los detalles de esas visitas no se supieron hasta el interrogatorio de la doctora Taha tras su arresto por parte de las Fuerzas Especiales estadounidenses, a finales del año 2003, durante la guerra con Irak. Entretanto, agentes secretos occidentales habían intentado obtener más información sobre el doctor Ri.
En la madrugada del 5 de septiembre, el doctor Ri se acercó a la entrada de servicio del hotel Guangdong. Le habían entregado una tarjeta con banda magnética para que entrase en el edificio e iniciase la etapa final de su salida clandestina del país. En lugar de eso se encontró con los agentes de la seguridad pública, que lo esposaron y se lo llevaron.
El director de la división química de la CIA, Nathan Gordon había debatido sobre lo que debía hacerse con la considerable cantidad de agentes biológicos que la CIA había almacenado en Fort Detrick. El presidente Nixon había anunciado pocos días antes que Estados Unidos interrumpía su programa de guerra química y biológica.
Este científico le mostró a Gordon Thomas un memorándum redactado por el doctor Gottlieb. El “Boceto de proyecto concerniente a los agentes biológicos de guerra almacenados”, fechado el 18 de febrero de 1970, iba destinado a Richard Helms, en ese entonces director de la CIA. Al final de mes el doctor Gottlieb celebró una reunión con Helms y Thomas H. Karamessines, que en ese momento era director adjunto de proyectos de la CIA. Después ordenó a uno de sus hombres que fuera a buscar de inmediato dos bidones de 3,5 litros llenos de veneno paralizador de molusco. Los recipientes contenían lo suficiente para matar a 60.000 personas. ¿Qué quería hacer el doctor Gottlieb con el veneno? ¿Por qué ordenó que los bidones se guardaran en la unidad de almacenamiento biológico de la Oficina de Medicina y Cirugía de la Marina estadounidense de la calle Veintitrés de Washington? Esto no lo sabremos nunca, puesto que Sidney Gottlieb falleció en marzo de 1999.
También en la guerra de Corea fue propicia para experimentar con bioarmas. Existía un documento prometedor, escrito por el jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, el general Hoyt Vanderberg, en febrero de 1952. El armamento biológico está progresando mucho en la actualidad y ciertas capacidades ofensivas se están materializando.
¿Qué papel había desempeñado el doctor Gottlieb para llegar a esas alturas? El memorándum de Robert Lovett, secretario de Defensa de EEUU en esos años aporta pruebas adicionales sobre el uso de armas biológicas por parte de los Estados Unidos en la guerra de Corea. Si esto es así, entonces: ¿Quién puede negar el uso de las mismas para acabar con poblaciones enteras, o en su defecto, para asesinar a ciertos líderes políticos que no sean afectos a los intereses de los Gobiernos de Washington e Israel?
El 25 de febrero de 1952, días después de que Vanderberg regresase de Corea, el secretario había escrito a los jefes del Estado mayor Conjunto que era necesario desarrollar “una potente capacidad de guerra biológica sin tardanza… para sumarla a todos los medios efectivos para librar una guerra, sean cuales sean los precedentes de su uso”.
La obsesión de Sidney Gottlieb había empujado a científicos, médicos y agentes secretos a utilizar a la gente como conejillo de Indias por encima de cualquier consideración moral o ética.
Para Sidney Gottlieb, efectivamente, ya es cosa del pasado. Sin embargo, su obra pervive porque continúa.
Algunos de los documentos sobre guerra químico-biológica que recomiendo, y que fueron objeto de esta investigación son los siguientes:
Cochrane, Rexmond C: History of the Chemical Warfare Service in World War II (1 July 1940- 15 August 1945). Volume II: Biological Warfare Research in the United States; US Army Chemical Corps: Historical Section, noviembre, 1947.
Department of the army: US Army Activity in the US Biological Warfare Programs; volúmenes I y II, 24 de febrero, 1977. (Reimpreso en US Congress. Senate. Hearings before Subcommittee on Health and Scientific Research of the Committee on Human Resources: Biological Testing Involving Human Subjects by the Department of Defence, 1977; 95. º Congr, 1ª Ses, 8 de marzo y 23 de mayo, 1977.
War Research Service: Historical Report of War Research Service, November 1944- Final (1945); (manuscrito de alto secreto desclasificado; archives, National Academy Of Sciences).
Operational Suitability of a BW Munition, Dugway Proving Ground Report 134 (BW 16-52), Dugway Proving Ground, Utah, 29 de enero de 1954.
Special Report Nº 44: Munitions for Biological Warfare; dos volúmenes; Camp Detrick, Maryland: Technical Department, Munitions División, junio 1943- septiembre 1945. (Documento de alto secreto desclasificado y sin publicar); Ft Belvoir, Virginia: Defense Technical Information Center: AD 310773 (volume 1), AD 310774 (volumen II).
Report on Scientific Intelligence Survey in Japan, September and October 1945. Volume V. Biological Warfare; Cuartel General, Fuerzas Armadas del Ejército de Estados Unidos, Pacífico: Sección de Asesoramiento Científico y Técnico, 1 de noviembre de 1945 (documento secreto desclasificado; Office of the Command Historian, Headquarters, US Army Garrison, Fort Detrick, Maryland).
Reporto n Japanese Biological Warfare (BW) Activities; Camp Detrick, Maryland: Army Service Forces, 31 de mayo, 1946 (document secreto desclasificado: Office of the Command Historian, Headquarters, US Army Garrison, Fort Detrick, Maryland).
Summary Report on BW Investigations; camp Detrick, Maryland, 12 de diciembre de 1947 (Office of the Command Historian, Headquarters, US Army Garrison, Fort Detrick, Maryland).
Report on Special BW Operations; National Military Establishment, Research and Development Board, Washington D.C., 5 de octubre, 1948.
A Study of the Vulnerability of Subway Passengers in New York City to Covert Attack with Biological Agents; Special Operations División, Fort Detrick.
Estos son solo algunos documentos respecto a lo que es la Guerra biológica-química, ya en la última entrega, para aquellos que no pudieron seguirnos en las entregas anteriores, en nuestras conclusiones, entenderán el por que de este extenso relato, que busca dar indicios sobre la posibilidad real del asesinato biológico y del cómo pudo haber sido asesinado Hugo Chávez.
¡Bolívar y Chávez Viven, y sus luchas y la Patria que nos legaron siguen!
¡Hasta la Victoria Siempre!
¡Independencia y Patria Socialista!
¡Viviremos y Venceremos!
*Abogado,Activista por los Derechos Humanos,Militante Revolucionario y de la Red Nacional de Tuiter@s Socialistas (RENTSOC).http://juanmartorano